miércoles, 25 de diciembre de 2019

¿Troya o Ítaca?



La Natividad de Nuestro Señor Jesucristo


Mi colaboración en El Debate de hoy sobre Telémaco, Eneas y… Troya. La Tradición, traicionada, humea entre los rescoldos de las inacabables guerras culturales. ¿Es momento de un nuevo viaje?




viernes, 20 de diciembre de 2019

La piedad



Memoria de Santo Domingo de Silos, abad

Cristo morto sorretto da due angeli,
Giovanni Bellini (1460)

Tras la primera vuelta del medio del camino de mi vida ha empezado a asaltarme, como un preludio de la meditación del bien morir, el motivo iconográfico de Cristo muerto entre uno o dos ángeles.

Pietà (h. 1460),
Giovanni Bellini
Tal vez para compensar la angustia que me produce su contemplación he acudido a Ángel Ruiz por si pudiera ilustrarme sobre el origen de este subgénero devocional que parece tratarse de una reducción del llanto por Cristo muerto. En paralelo con el motivo de la Pietà, ¿quién sabe hasta qué punto influyó en su desarrollo la devotio moderna?

Que sea uno o dos ángeles quienes sostengan el cuerpo de Cristo no me parece accesorio: más cercano en un caso a los ecos de la aflicción piadosa de María; en el otro con una inquietante proximidad con un descendimiento que fuese al mismo tiempo el recuerdo de la Madre y el Discípulo al pie… del sepulcro corrido.

Cristo muerto es captado en ese instante suspendido en que el universo contiene el aliento. ¿Resucitará? ¿Regresará en gloria con los atributos reales de sus llagas y su costado traspasado? Los ángeles, desolados, entre imploraciones y esfuerzos, están animándolo a incorporarse. 

Cristo morto sorretto da due angeli 
(1470),
Carlo Crivelli
Me estremece la serenidad gótica, casi tardía, de la composición de Carlo Crivelli, como si Cristo no quisiera acabar de despertarse, como si remolonease desperezándose. La modernidad primitiva de Giovanni Bellini abruma mi esperanza. Apenas medio cuerpo fuera del sepulcro, Cristo debe agacharse para no chocar con el marco del cuadro. De descomunal estatura, su resurrección mantiene la postura inclinada en el intervalo de su “última” y “nueva” respiración.
Cristo en el sepulcro entre ángeles,
(1480)
Pedro Berruguete

Los ángeles lo sostienen, aterrados de que no reviva su cuerpo martirizado, como en la versión de Antonello da Messina; o, sencillamente, como el reverso triunfante del Ecce Homo se presenta a sus discípulos -a ese Tomás que todo espectador contiene en el interior de su mirada- en el sentimentalismo descorazonador que brilla en la línea clara de Carlo Santi, el padre de Rafael. De una exultante austeridad, en cambio, sonríen aliviados los ángeles en la paleta de Berruguete. La humanidad azulada, que despide un hálito casi fantasmal, reverbera en la piedad de Alonso Cano. 

Le Christ mort et les anges,
(1864),
Edouard Manet

Edouard Manet ensaya la impostura realista de su seca impiedad en el ensayo académico de una sala de vivisección pictórica, entre envidiosas referencias de Rembrandt y Caravaggio. Pertenece a un tiempo que ha decidido profanar el cuerpo de Cristo.

Sigo contemplando cada cuadro y descubro, escondida, tanteando entre los claroscuros de la obediencia la fe, la inminencia de un Nacimiento consumado. Polvo soy, al polvo regresaré. Como suelo decirles a mis alumnos, cuando me jubile dedicaré mis últimos años a leer sin desfallecer el Eclesiastés, pues “más vale lo que ven los ojos, que dejarse llevar por el deseo. También esto es vanidad y caza de viento”.


Cristo muerto sostenido por un ángel,
(1652),
Alonso Cano


viernes, 13 de diciembre de 2019

La acedia



Memoria de Santa Lucía, virgen y mártir

San Benito expulsa de un joven monje un demonio,
Spinello Aretino (1388)

En el capítulo cuarto de su Vida de San Benito, insertada en el libro II de los Diálogos, S. Gregorio Magno relata la historia de un joven monje al que un negro demonio arrastraba fuera del oratorio durante los oficios para que “se entretuviera en cosas terrenas y fútiles”. A pesar de las correcciones que había impuesto a su discípulo, el abad se vio en la necesidad de suplicar a Benito que se dirigiera al monasterio para ayudarlo a que venciese la peor de las tentaciones. 

Los Padres del Desierto habían advertido que, junto con la lujuria, la acedia o la tristeza del corazón, que impide ocuparse de las obligaciones propias, es el más peligroso de los pecados. Tras ellos se agazapa la apariencia del príncipe de la luz en la tiniebla más espantosa: la vanidad. Tras propinarle un bastonazo, Benito logró librar al monje de aquel demoniejo que le impedía realizar su tarea en la escuela del servicio divino.

De toda la historia suele pasarse por alto un detalle extraordinario. Benito señaló al demonio ante el abad y el monje Mauro: “¿No veis quién es el que arrastra fuera a este monje?”. Perplejos, debieron confesarlo que no veían a “nadie”. Benito les invita a orar entonces. Al monje Mauro se le abren los ojos, pero el abad sigue igual de ciego que el joven monje. El golpe del bastón benedictino, al caer sobre aquel joven monje, parece que deslomó también al abad, pues su oración debía de ser muy tímida.

Al P. Amorth cierto cardenal le preguntó, con sorna, si creía en los demonios. El famoso exorcista le replicó: “Le voy a regalar un libro que seguramente no ha leído y que le será muy útil: los Evangelios”. Una de las grandes trampas de la exégesis moderna consiste en confundir la literalidad del texto con el literalismo.

En su Libro de la Vida Santa Teresa de Jesús comprobó, aterrada, cómo unos demonios se agarraban, mientras repartía la comunión, al cuello de un sacerdote, que vivía amancebado en secreto mediante hechizos. A riesgo de delirantes diagnósticos, la penetración psicológica y espiritual de la reformadora del Carmelo resultaba bastante más exacta que la casuística y los silogismos de sus confesores.

Es curioso que casi nadie arquee la ceja ante quienes aseguran percibir el aura de sus semejantes, asunto bastante etéreo desde cualquier punto de vista. Basta entre el mismo público nombrar ángeles y demonios, que refieren realidades muy concretas, para que se denuncien, casi sin excepción, brotes alucinatorios.

Los «stilnovistas» hablaban de la amada y de los espíritus de amor. ¿A alguien se le ocurre pensar de verdad que la amada es una forma de hablar simbólica que no debe ser entendida también literalmente?

Con las creaturas celestiales pasa como con los milagros. Imposibles de probar, su prueba consiste en que sean improbables. El milagro, como el demonio, exige creer en el pecado original, aunque con una diferencia: el milagro es una réplica luminosa de la Creación. “Fiat sicut vis”, dice Jesús. El acto de la fe ve que “valde bonum est”. Se está demasiado cansado o se es demasiado crédulo como para aceptar sus consecuencias.

El salto de la sencillez acostumbra a contemplar lo Invisible a través de lo Visible, como pedía Léon Bloy.

domingo, 8 de diciembre de 2019

Contemplación: política y escritura


Memoria de Teobaldo de Marliaco, abad


Hace un tiempo The Objective me invitó a meditar sobre la actualidad de la vida contemplativa. Aquella colaboración acaba de salir hace unas semanas. Mientras la releo, debería autocriticarme por haber intentado la cuadratura de un círculo, la cual es a la geometría lo que el oxímoron -y su bizarro correlato, el retruécano- a la retórica: un reaccionario utilizando argumentos liberales para que los argumentos reaccionarios sean reconocidos por un liberal...


Abadía de Claraval

La frase que más me angustia de aquellos párrafos sostiene que los evangelios no contienen ninguna "normativa codificada". En efecto, las bienaventuranzas podrían considerarse, como dirían los cursis, "un programa de vida" o, en los términos pesadillescos del posconcilio, "una buena noticia". Con esta realidad han especulado y siguen especulando sin fondo los moralistas de cada situación. Una normativa al fin y al cabo establece un catálogo de prohibiciones y, si queda codificada, se desarrolla en un conjunto de penas y castigos. Jesús no introdujo ninguna norma que no estuviese ya regulada en las Tablas de la Ley. Llevar a su perfección la Ley consiste en superarla no por su cumplimiento riguroso sino por la capacidad de exceder sus propios límites. La Gracia afirma exactamente "lo que" la Ley se limita a proteger mediante una negación.

Lo realmente perturbador del cristianismo -que radicaliza la paradoja platónica de Sócrates-es haber ahondado la herida que define la comunidad política y que esta intenta borrar como la sangre en las manos de Lady Macbeth. Entre el César y Dios Jesús no establece sólo una legítima separación de esferas, en pie de igualdad y autónomas, sino que reafirma lo absoluto de Dios reduciendo hasta extremos insoportables el poder del César, aun incluso cuando pudiera adoptar formas teocráticas. 


La división que Jesús proclamó que traía no debería dejar de ser pensada todavía sino a través de la categoría de la ausencia, entre los últimos estertores de la crisis antimetafísica de la segunda mitad del siglo XX y los albores de una época transhumanista avistada a la vez con alborozo y pavor. 

No le corresponde ya a la teodicea dar respuesta a los enigmas de nuestro tiempo sino a la escatología. Si, inextirpable, el mal ha sancionado la muerte de Dios, ¿es posible esperar? La oronda satisfacción de quienes oponen la graciosa misericordia a la justicia legalista siguen ciegos a esta transformación, como si no hubiesen entendido la enseñanza de los contemplativos.

De ser sensatos como pretenden, preferirían acogerse a la justicia de Dios que a Su misericordia. Nada tiene que ver ésta con aquella, ni mucho menos, como pretenden, consiste en su aplicación flexible según los casos. "Es terrible caer en manos del Dios vivo". Ante el tribunal divino se podría apelar, con todos los cánones que suplen la falta de una "normativa codificada". Se haya o no ultrajado el Espíritu de la Gracia, ante la lava de Su amor sólo se puede esperar ser abrasado.


viernes, 22 de noviembre de 2019

En clave menor



Memoria de Santa Cecilia

Cavalcanti estaba a punto de espirar su ascensión cuando tuve noticia de que a Un sí menor, el último poemario de José Mateos, le faltaban unos pocos días para salir publicado. Era consciente de que no llegaría a leerlo con esa honda y reservada admiración que siempre le había dedicado en sus reseñas.

Como queriendo recobrar fuerzas de su melancólica ausencia, pedí a Joan Cabó, su discípulo blanchotiano, que me ilustrase sobre la clave del Sí menor antes de ejecutar mi lectura del libro de Mateos. Como buen organista, me sugirió los matices de la afinación y el motivo infinito que parecen encerrar tanto el Preludio del primer libro del Clave bien temperado como la fuga “pro organo pleno” de J. S. Bach.




Confieso que la música de Bach, místico del sonido más puro, me impresiona, pero casi no logra conmoverme. Sin embargo, en las notas tecleadas del Preludio atisbé avant la léttre el misterioso cauce órfico que remonta, cada vez más esencial, la poética de Mateos. Es la voz encarnada en la vocal apenas emitida, bajo la armonía de un trazo que rima el mundo contemplado, la que explora cada vez más densa y claramente el poeta jerezano.

Me había propuesto renunciar a la reseña, a la que el delicado despliegue de la incipiente melodía de Bach me impide sustraerme. A través de ella sospecho que es errado buscar en la corriente de la «poesía del silencio» española de fines del siglo XX el interlocutor de Mateos. Algo desafina en aproximar estas notas alejadas de las de José Ángel Valente. Puede que la comparación tenga un valor historiográfico, pero de algún modo violenta el hermético e inmediato secreto de sus nubes, sus gotas de agua, sus almendros, los restos de la memoria naufragada en la mesa del lar materno… A la poética de Mateos le casaría mejor el adjetivo apofática.

Me ha sorprendido que las críticas elogiosas de su sí a la vida, atravesado por la asunción del sentido íntimo de la muerte, hayan pasado por alto dos referencias fundamentales de su propio quehacer poético. Este libro ha destilado hasta su última gota la deuda de su autor con la letra y la mirada de Ramón Gaya, hasta el punto que no pocos de sus poemas son ecos y variaciones, y viceversa, de las acuarelas que ha ido dibujando estos años.

Entre sus versos no he podido dejar de meditar, de manera natural, en la (in)actualidad educativa de la poesía… 

martes, 19 de noviembre de 2019

Port-Royal y Claraval



Memoria de Santa Matilde de Hackeborn


En la que fuera mi primera colaboración en El Debate de hoy me detuve a reflexionar sobre mi experiencia de leer a José Jiménez Lozano entre Port-Royal y Claraval…




Salí a delimitar las primeras marcas poéticas de este incipiente monasterio virtual que Cavalcanti había atisbado en la intimidad desolada de un jardín edénico. Sus lindes se habían trazado en enigma a la vista de una niebla mañanera que recortaba, hasta difuminarlo, el perfil de Poblet. Bajo el cielo clarísimo de otro mediodía, sobre el fondo de cipreses de la clausura –y el eco del agua en la piedra del lavatorio- recuerdo que mi amigo el búho había asentido a tal empresa.

Antes de emprenderla, he corrido a ocultarme bajo la música arisca e independiente de Sainte-Colombe. A la espera de que quede su cámara en silencio, ¿seguirá susurrando en ella, con toda su compleja personalidad, el legado de san Bernardo? Si su fruto más acabado fue un arte despojado y simplicísimo y un modo de vida, personal y social, basado en la piedad y en la comprensión redimida de nuestra naturaleza caída, ¿podré todavía reconocer el eco de su autoridad? 

En un pasaje de unas notas que transcribe en El mendigo ingrato, Léon Bloy recrimina agriamente a san Bernardo que no encabezase la expedición de la II Cruzada, de cuya predicación, aunque no encontró motivo para arrepentirse, su conciencia jamás había logrado recobrarse. "San Bernardo es un Santo de Jesús, un Santo del Verbo abofeteado, un Santo del Pobre crucificado. En ese sentido tuvo razón de rehusar. Y está en su lugar en los altares del Hombre de los Dolores. Pero un Santo del Espíritu Santo hubiera actuado de otra manera". Alucinado y milenarista, explica entonces por qué los Santos de Jesús "serán juzgados de nuevo por el Amor por lo que no hicieron, y la OMISIÓN será el ciclón de llamas que quemará todos los tabernáculos".

Cuanto más silencioso y callado bruñía San Bernardo su estilo, tal vez los espacios en blanco de sus periodos levantaban más limpios sus arcos de media punta. O quizás no, como Dante habría podido descubrir bajo el hábito blanco del padre de Claraval. En su escritura no le bastaba alzar un plano sobre el que otros edificaran las formas de una esperanza entrevista. Construía en los corazones de sus lectores una comunidad en que el tiempo quedaba suspendido entre unas figuras retóricas cuyo sentido político quedaba adelgazado a su más nítida dimensión escatológica.

Como un anticipo de la Resurrección, la literatura transfigura la realidad, tamiza la hojarasca y la hojalata de nuestra vida cotidiana. Ver la gloria de lo verdadero en medio de la fealdad más evidente es obra del amor. La gracia concedida al lector es asomarse a la desnudez esencial, vulnerable y herida, que constituye la dignidad irrevocable del ser humano.

Desaparecido con la edad todo rastro de ingenuidad e inocencia, frente a la innoble tentación del cinismo, queda perseverar en la búsqueda de la simplicidad, como recomienda la inquietante máxima evangélica sobre las serpientes y las palomas. Entretanto, mientras acabo esta hoja, me gustaría estar bajando la vista, casi avergonzado, como si realmente fuera un copista de Godofredo de Auxerre, el secretario de Bernardo.

martes, 12 de noviembre de 2019

El proceso



Memoria de San Nilo, abad


De adolescente, las mentes piadosas de mi escuela se escandalizaban de mi férrea determinación a estudiar filología. Un hombre de mi prodigiosa memoria debía dedicarse a opositar, no sé, Notarías. Mientras los de Letras Puras regresábamos de clase de griego, el Hermano Maximino amonestaba a sus discípulos entre risillas: “He ahí a los futuros barrenderos. ¡Y ése además por puro gusto!”. Entre firma y firma, pensarían, podía dedicarme a leer La tentación de San Antonio de Flaubert.

Circunspecto, a mi padre le horrorizaba pensar que, si se seguía el camino de las leyes, decidiese acabar de juez. Lleno de escrúpulos, un amigo suyo había perdido el juicio ejerciendo la magistratura. Absolvía a conciencia a delincuentes de poca monta. Atribuía sus delitos a la ofuscación, social y económica. Pasaba noches en vela sopesando las sentencias. Mi padre le recordaba sudoroso y con los ojos desencajados. Le abrieron expediente y enseguida empezó a entrar y salir de lo que entonces llamaban frenopático. A mi padre la locura y el escándalo le aterraban.

En el fondo nadie entendió ni que hubiese decidido malgastar mi talento ni que mis padres lo permitiesen. Ese mundo evaporado…

Hace un par de años Daniel Capó me invitó a colaborar en la sección Los libros que no he leído de su blog. Con aquella excusa quise atisbar el futuro de mis hijos en el olvido de quien fui…

domingo, 3 de noviembre de 2019

Léon Bloy, escritor absoluto


En el aniversario de la muerte de Léon Bloy





Entre los papeles póstumos de Cavalcanti mantengo en una esquina de la mesa el manuscrito de El peregrino absoluto. Como decía ayer, soy cada vez más consciente de que, amén de inescribible y antes que impublicable, es hasta cierto punto doloroso ilegible. No obstante, en el aniversario de la muerte de Léon Bloy, escritor absoluto, como lo definí en un artículo, me siento obligado a transcribir la dedicatoria a quien Cavalcanti consideraba uno de sus maestros.



A Léon Bloy


Piense, mi querido maestro, tras haber atravesado hace un siglo el umbral del Apocalipsis, la lección de soledad que su escritura mantiene todavía hoy con pulso firme, como un recordatorio del Edén, para sus dispersos y silenciosos discípulos. Es la distancia infinita entre los Ojos del Juez y los lugares comunes que desde su época continúan acechándonos y devorándonos como el león que ruge en el desierto la que las páginas de este libro pretenden sondear y jamás medir, a riesgo de incurrir en la peor de las idolatrías: desesperar de la comunión de los santos. 

Puede que lo santo se haya repartido sin descanso y con sonrisas entre los gruñidos satisfechos de una inmensa piara abandonada. No obstante, su testimonio de ingratitud -de humildad- impulsa a no dejar de peregrinar en busca de lo Absoluto, vendiendo todo lo que se posee para obtener la perla preciosa de la Palabra. Sacrificio agradable y despreciado, me inclino ante tal acto enloquecido de Amor. Usted nos ha enseñado -nos ha recordado- que una sola gota de la sangre del Justo, vertida en el cáliz de sus Escrituras, bastaría para redimir a la humanidad entera si ésta quisiera beberla realmente. Tarea del escritor invendible es dejarse rebosar de su oceánica singularidad.

Desde este yermo me dirijo, pues, a su encuentro con el deseo insensato de dar un salto por encima de la eternidad que nos separa. Conservo intacta la confianza de que el Juez exacto de nuestras infamias sea, ante todo, el Lector absoluto de nuestras esperanzas. Que su Crítica consuele las llagas y las heridas que infligen a nuestro lenguaje cotidiano las manos de un nuevo filisteísmo que usted fustigó con pasión. Samaritanos en un tiempo posthumanista, ¿no es acaso nuestra obligación no pasar de largo ante el depósito saqueado de la tradición?

Monasterio de Poblet, 19 de marzo de 2017

sábado, 2 de noviembre de 2019

Poética del monasterio



Conmemoración de los Fieles Difuntos


En otro lugar, bajo otras circunstancias, hoy, día de los fieles difuntos, sábado en su ocaso, doy comienzo a este nuevo blog que lleva por título Poética del monasterio. Tras Donna mi prega y, a punto de que concluya el itinerario póstumo de El peregrino absoluto, me adentro en una hora que tal vez hubiera de seguir retrasando. Solo, sin la compañía de Cavalcanti, emprendo otra peregrinación al fondo de un claustro cada vez más esencial. Quizás a mi soledad se le haya dado la única posibilidad de ejercer su independencia con perseverancia virtual.



Le comentaba a Ander Mayora en una entrevista de próxima publicación que “en los umbrales de una época transhumanista no es posible renunciar a la esperanza de una Ley que se transmite de generación en generación y que se revela en lo más íntimo de nuestra soledad personal”. El Padre, el Maestro y el Monje son las tres figuras únicas que podrían garantizar la continuidad de tal Tradición. Sobre ellos descansa no una apologética, sino una poética del Monasterio.

No serán estas entradas sino notas dispersas, tomadas de aquí y de allá, de enlaces a otras colaboraciones, de apuntes de campo, de pequeños engastes… A su propio ritmo, impropiamente litúrgico. Debieran poder formar el hilo de un breviario, destinado a aquellos huéspedes que topasen con esta filiación de mi Petit Clairvaux. Como si sólo fuera una guía sin pretensiones, de paso.

Como preludio de esa poética, he mostrado a unos pocos amigos el manuscrito derivado de El peregrino absoluto. Les había anticipado que era ilegible e impublicable. Con tacto exquisito, uno de ellos ha expresado su punzante opinión: “Es un libro inescribible”. Un elogio y una advertencia al mismo tiempo. Me alivia saber que no habré defraudado a Léon Bloy. En términos literarios, podré ya morir en paz.