sábado, 28 de enero de 2023

Vísperas madrileñas

 

Memoria de Sto. Tomás de Aquino O. P., rel. y dr.

 


Cada vez que llego a Madrid, a primera hora de la mañana, me encamino por la cuesta de la calle Alfonso XII para atravesar el Parque del Buen Retiro. Entre sus caminos de tierra, sus pequeñas encrucijadas, sus senderos de grava, alcanzo el Palacio de Cristal. Tras pasar por la sinuosa gruta, me detengo un momento al otro lado de su pequeño estanque e intento recordar el color del cielo y los matices de las hojas de la penúltima estación. Luego procuro descubrir tras su ausencia las huellas de aquel patinete de latón con tres ruedas, en que, apresurado, me lanzaba a la carrera con cuatro, cinco, seis años en torno al quiosco de la música. Congelada el agua, inertes las ramas, rezo hoy el responso de la infancia.  

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En esta ocasión he venido a presentar Poética del monasterio en Espacio Encuentro. Desde su publicación he creído que un acto así en Madrid se debía celebrar en la sede de la editorial. Era su lugar natural. En él me parecía que se había de representar una consumación. Para organizar el formato confié en el consejo y la compañía del amigo Ricardo Calleja. La amabilísima disponibilidad de Ana Rodríguez de Agüero y Marisa de Toro me ha ganado el tesoro de nuevas amistades. El editor Manuel Oriol y su equipo se encargan de toda la logística. Al llegar siento la expectación en sordina como de un estreno en una escena alternativa. ¿Vendrá alguien? El lleno es completo.

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Poco antes conversaba con Julio Llorente, a quien me atreví a citar en el atrio de la iglesia de San Manuel y San Benito, bajo el cobijo de su inquietante cúpula neobizantina. Tal vez haya entendido que es una declaración de intenciones que continua en una charla amena, en su sentido literalmente latino. Como si fuera un eco irónico del 68, manifestado con franqueza por Ricardo después durante la mesa redonda, surge también la duda de qué posición política adopto. No me cansaré de remarcar que el concepto clave es el de «deuda». El presente debe tributarla al pasado en favor del futuro. Podrá así llegar a ser su posibilidad más propia. ¿Conservador, tradicionalista, reaccionario? ¿Es posible simultanear las tres? Mi admirado y distante Michel de Certeau, francés y jesuita, habría sentenciado, sin ceder un ápice: “A la escucha”.

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Tres momentos del diálogo en la presentación habrán quedado grabados, como antífonas, en mi memoria. Me conmueven primero las palabras de Ana haciendo suya la experiencia anagógica y literal de mi monasterio. Entre el claustro y el lar se rinde un culto en espíritu y verdad que ningún poder de este mundo podrá destruir del todo y que ninguna autoridad logrará apropiarse definitivamente. Cuando después Marisa constata que nos hemos sentado juntas personas de tres generaciones posconciliares, con una verdad que casi tiembla por honda, sosteniéndose en el apunte de Ana, Ricardo reconoce que su generación, la que creció con Juan Pablo II, había creído alcanzar al fin la posibilidad de "demostrar a la sociedad moderna que se puede ser moderno y profundamente fiel a Jesucristo", pero que hoy parece que hubiera sido un espejismo. Con una emoción intensa por imperceptible pregunta girándose hacia mí: “¿y ahora qué?, ¿el salto de la fe?”. No sé la respuesta, digo. Orar y trabajar, como si el mañana dependiera de este instante, calladamente. Suspiro, y reflexiono entonces en voz alta sobre la herida que tras estos cincuenta años llevamos marcada cuanto hemos vivido la Iglesia. Implícitamente, pienso que nuestro gran drama no es ni la lacra abrumadora e intolerable de los abusos sexuales, ni mucho menos la pérdida acelerada de los restos del naufragio de la Cristiandad. Son ellos sólo los síntomas de un espanto metafísico: en Occidente en dos generaciones ha colapsado la fe porque en el fondo ni a la misma Iglesia le acabó de importar demasiado. Dudo de si no le bastaba con mantener el espejismo idólatra de que se bastaba a sí misma y a sus objetivos, como sigue pasando ahora, con otro lenguaje, ante las caras de estupor de no pocos. Muchos seguiremos frotándonos los ojos con el dorso de las manos, porque, aunque su rostro desfigurado no lo mereciese, nunca dejaremos de amarla en espíritu y verdad.

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Al principio del acto Ricardo felicita a Ediciones Encuentro por haber incluido en su catálogo un libro que, en apariencia, no encajaría con su línea habitual. Manuel asiente al fondo, descansado. Suele decir quien da que ha recibido más de cuanto haya podido entregar. Por ello, es una obligación saber también recibir. Y yo me doy cuenta de lo afortunada que es Poética del monasterio, que además me ha reunido aquí tantos amigos suyos. Me gustaría creer que, por el libro, ninguno quedará sin su recompensa (Mc 9,41)…

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A la salida, mientras tomamos algo, Miguel Ángel Quintana Paz me pregunta más o menos qué opino del argumento de algún pensador de que los monasterios han servido de modelo para la base del reglamentismo de la izquierda radical. Al prohibir prohibir, pretende (des)regular hasta el detalle más ínfimo de nuestra vida, como si fuera el coletazo de un nuevo milenarismo. ¡Pobre monacato! Como digo en mi libro, la Modernidad en cualquiera de sus manifestaciones sigue sin soportar su ejemplo: el monacato no era piedad; hubo que desamortizar sus propiedades y suprimir sus Órdenes por inútiles; y ahora son los culpables de una escolástica enloquecida. Los populismos no nacen en contacto con el desierto, sino bien integrados en los departamentos universitarios de filosofía y de políticas, con la vista puesta en Gramsci y allí, al fondo, casi invisible, Maurras. La violencia simbólica, tan literal, como instrumento revolucionario. De hecho, sus líderes ni oran ni trabajan: intrigan. Pero todo esto me lo voy formulando de vuelta. Me limito entonces a defender la libertad monástica con el ejemplo también de sus contradicciones, pero no creo que logre persuadir y tampoco es la ocasión. Puede que sea oscuro y lírico en mis argumentos. Me alivia, y me duele, recordarme que mis síes y mis noes han solido resonar en mi vida con silencios atronadores. Han molestado más que si los hubiese expresado con franqueza. Tal vez haya puesto así en práctica otro consejo evangélico: la astucia de la sencillez.

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Llego a casa de mi madre. Contento, me acuesto, pero con ese punto de excitación con el que el contacto con el mundo ensombrece el espíritu. Todos llevamos un desierto adentro. Dios a veces llama al adentro de ese adentro, donde la conciencia tirita de frío o se seca de calor. Getsemaní y el sepulcro. Me duermo recitándome “Él, por su parte, solía retirarse a lugares solitarios y se entregaba a la oración” (Lc 5,16) …

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jueves, 26 de enero de 2023

La hora del lobo

 

Memoria de S. Alberico O. Cist., mj.

 

Viñeta de la portada de
La hora del lobo
José Mateos (2022)

Aprendí de mi Cavalcanti a leer la poesía de José Mateos. Mejor dicho, a disponerme a su contemplación. Espero desde entonces cada una de sus entregas como si fueran el mirlo imprevisto de un atardecer casi amanecido. Su poesía, depurándose más y más, en busca de una esencialidad última, tanto más pura cuanto más humana, es de una sencillez exigentísima. Como las nubes que observa pasando, detenerse con ella en ese instante en apariencia difuminado, apenas aprehendido, requiere una atención alerta para escuchar su canto con los ojos, para rozar su melodía con la memoria.

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En La hora del lobo regresan los temas, los motivos, los metros y los ritmos que definen el personalísimo perfil lírico de la obra de José Mateos. Breve como tantos de sus poemarios, su intensidad emocional, tan clara como honda, continua hiriendo el gozo vulnerado de la vida. El misterio del dolor, presagio de la hora sombría de esa muerte que el aullido del lobo anuncia, se vuelve a hacer presente en este volumen que es también un diario íntimo, formado de trazos en el papel de su aire. Apenas unas pinceladas y el lector intuye que, entre marzo y junio, el poeta exhala la respiración de un otoño traspasado por la enfermedad. Unos pocos detalles, una trama puntuada de silencios, tejen la densidad de su sentimiento.

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Nada sería más erróneo que pensar que la poesía de Mateos es ajena a los primores de la técnica. Mateos experimenta, indaga, busca, pero no practica jamás en un laboratorio. Toma contacto físico e inmediato con las palabras, con la cifra simbólica y vital de su sabiduría. Gaston Bachelard dijo: “El hombre es una creación del deseo, no una creación de la necesidad”. Bajo el peso del sufrimiento y del temor, el hombre afirma su humanidad en la alegría, no en la pena pese como nos pesa. Por la luz y desde el agua, el olor de la tierra que asciende al cielo alienta en él, en la cadencia de su verso, en sus hipérbatos, en sus rimas que deshacen como el jugo de la granada. Lo más elemental contiene la seriedad más difícil, la que juega sin ceder a la tristeza.

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La poesía de Mateos tan breve, decía, tan minimalista, que parece deslizarse entre los dientes de sus lectores, crece, florece, se abre. No les basta una lectura. Han de volver de nuevo al principio, recorrer sus bancales, pararse a mirar un brote. Puede que entonces empiecen a oír la palabra que les dirige. Dentro/fuera, ese doble movimiento que estructura La hora del lobo bajo el eco de citas cervantinas constituye el ritmo de una respiración que reconoce que en la cárcel del cuerpo donde toda incomodidad tiene su asiento su aspiración canta de tal manera que encanta. El poeta no es simplemente un yo que habla; es un yo que te habla: que necesita a su lector – aunque sea la muerte misma- para poder iniciar aquel canto que les trascenderá.

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En La hora del lobo se advierte a lo hondo el eco de las lecciones de sus modelos y de sus maestros. Resuenan, por ejemplo, el eco adentrado de José Jiménez Lozano, como en esas formas clásicas tan libremente tratadas en Epitafio cristiano o Anacreonte en La Carrandana, o el sfumato paisajístico de Ramón Gaya como acaso en El bodegón. Como siempre en su poesía, los metros de la poesía popular sostienen la dicción de no pocos poemas. La tendencia al verso libre, no obstante, está encauzada por una regularidad de los pies métricos que no renuncian a resonancias casi imperceptibles de la lírica medieval, como gotas de agua que ocasionalmente repiquetean en la piedra del brocal. Muy especialmente me ha llamado la atención su rigurosa correspondencia con el homenaje a la poesía china en Cartas a Li Po. En tres secciones la concisión de la imagen, la experimentación con los endecasílabos, los heptasílabos y los pentasílabos, las disposiciones alteradas de las estrofas brevísimas, el motivo universal de la barca que inicia el viaje definitivo y los motivos lunares idiosincráticos de Li Po, desdibujan y acentúan la emoción de un simbolismo en que el firmamento del cielo y de las aguas se funden en el instante deslumbrante y táctil de la palabra propia.

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En Canción de Pascua, justo en el centro de su poemario, Mateos retoma un tema central de su obra y que en este libro adopta nuevos matices de timbre: aun aceptada la muerte, incapaz de arrebatar el fulgor de la vida, ¿qué cabe esperar?, ¿es posible de por sí asumir que la maravilla de la vida se agote?, ¿no encierra en ella y por ella un presagio incierto de plenitud y no de destrucción? Porque para Mateos la esperanza no encierra una absurda creencia que nos libere de la angustia. Porque es esperanza, lo suyo es la angustia de una incertidumbre que no amenaza sino que obliga a asomarse a un vértigo insondable: “Noche cerrada. Niebla. / Así andamos, cautivos / de un amor sin respuesta, / de un silencio tan vivo / que nos tienta y nos llama / nadie sabe a qué abismos.” En ese abismo, que es lo único que queda al final, late la alegría del alma “como un puente colgante que se ha roto”. Entretanto…

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jueves, 5 de enero de 2023

Las últimas palabras de Benedicto XVI

 

Memoria de Ama Sinclética, vg. y Madre del Desierto

 


Al pedir el Papa Francisco que se intensificasen las oraciones por la salud de Benedicto XVI, supimos que había entrado en la agonía. Como con la edad da más apuro expresar los sentimientos íntimos, que en una sociedad como la nuestra suelen disolverse en la exposición pública de las más inmediatas emociones, he preferido correr a refugiarme en la liturgia de las horas.

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No pocas personas han expresado un sentimiento de orfandad. No es mi caso. Joseph Ratzinger pertenecía a la generación de mi padre. En un mes él habría cumplido cien años. La tenue melancolía de un duelo ya pasado ha matizado la tristeza de la nueva pérdida.

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Mi primer contacto serio con la obra de Ratzinger me llegó en mi etapa pseudoeremítica de Londres. El capellán de la residencia donde me alojaba, uno de aquellos pastores anglicanos que fueron recibidos por el benedictino Cardenal Basil Hume a mediados de los 90, me recomendó vivamente El espíritu de la liturgia que acababa de salir publicado. Recuerdo haberlo comprado en la Catedral de Westminster. Lo he vuelto a hojear estos últimos días. Andaba yo entonces enfrascado en los primeros pasos de mi interés por el «humanismo monástico» leyendo los más diversos oracionales desde S. Clemente de Alejandría a Antonio Porras, a quien debe de seguir sin recordar nadie. En los subrayados de mi ejemplar inglés advierto, en estado casi celular, la génesis de Poética del monasterio.



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Sin el testimonio de Benedicto XVI – sin su escritura- no habría encontrado el camino de Claraval, por más que a tientas y sin saberlo lo había estado buscando sin descanso.

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Cuando Víctor Núñez me pidió hace unos días un obituario para El Español, no dudé de que debía rendir tributo a quien, siendo para mí el último Papa monje, había vivido con la naturalidad más extrema el paso de la exégesis a la contemplación. Entre el Sábado de Gloria en que nació y el fin de la Octava de Navidad en que falleció, Benedicto XVI ha recorrido hasta el origen el camino de su salvación tras los pasos del Señor. ¿Cómo no reconocer que el modo más radical de estudiar la Sagrada Escritura consiste en orarla (y no solamente en orar con ella)? Como diría Léon Bloy, habría que ver en cada una de sus letras una gota de la preciosísima Sangre de Cristo derramada por nuestra Redención.  

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Se ora la Escritura sólo en una perspectiva escatológica. Desde Patmos. Entre Pedro y Juan siguen resonando las palabras del Resucitado: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme” (Jn 21,22).

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Mucho se han resaltado las últimas palabras atribuidas a Benedicto XVI antes de expirar: “Jesus, ich liebe dich”. “Jesús, te amo”. Me resisto a ver en ellas únicamente una jaculatoria piadosa. En su ternura estremecida, su concisión habla de un encuentro en los pronombres – de una amistad- en el que el verbo debe de custodiar las resonancias de la historia de toda una vida…

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Al rezar el Oficio de Lectura me ha salido al paso el Salmo 18. Me ha conmovido profundamente. No he podido sino encomendarlo a la memoria de Benedicto. Según la interpretación habitual, David entona en él un Te Deum real en que da gracias a Dios por su amor en medio de las difíciles vicisitudes de su existencia entera. Con pasión proclama de entrada: “Yo te amo, Señor” (Sal. 18, 2). La Biblia católica alemana traduce: “Ich will dich lieben, Herr”. Leer el salmo entero a la luz de la vida de Benedicto, sobre todo desde su elección papal, cobra una extrema densidad litúrgica e histórica. Como su único Maestro, todo cristiano debería leer su vida iluminada por la Escritura. En la Cruz Jesús clamó al Padre por su abandono con las palabras de un salmo, el 22, que culmina en acción de gracias y triunfo. En Mater Ecclesiae Benedicto ha exhalado su espíritu, devolviendo a su fuente la única realeza debida: “Por eso te daré gracias entre las naciones, Señor, y tañeré en honor de tu nombre” (Sal 18,50).

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Esa dimensión litúrgica última, escatológica, que le está reservada ejercer de un modo misterioso y hondo al Pescador, no es ajena al arte en que se encarna su aquí y ahora irrepetible. No he podido tampoco evitar escuchar en el tañer final de Benedicto, antes de entrar en la eternidad, un eco de la canción sacra BWV 468 de su admirado J. S. Bach. No por azar lleva como título “Ich liebe Jesum alle Stund” (“Amo a Jesús a toda hora”). Lean, hermanos lectores, sus seis estrofas, con su remate rítmico. Mientras la escuchen, lloremos juntos pidiendo que la luz perpetua brille sobre él.

 

No abandonaré el amor a Jesús

como se lo he prometido,

hasta que se extinga la luz de mi vida

y mi corazón se rompa.

Amo a Jesús en la angustia,

lo amaré hasta la muerte.

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