domingo, 25 de octubre de 2020

Las lágrimas de Sócrates


Memoria de S. Bernardo Calbó, ob.


Crucifixión,
Maestro de Budapest (c. 1500)

En El nombre de la rosa la discusión crucial entre Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos reproduce, con las cartas marcadas, la antigua quaestio de si Cristo rio o no. En un sentido literalmente explícito los Evangelios subrayan en varias ocasiones que Cristo lloró o se conmovió hasta el sollozo, sin mencionar siquiera que llegara a esbozar una sonrisa. ¿Quién podría entonces negarle al nominalista perseguir la búsqueda de la Comedia, el libro perdido de la Poética de Aristóteles? Por eco el lector corriente habrá repudiado entre muecas la intransigencia medieval del monje bibliotecario. A fin de cuentas, ¿no siente vibrar cercana la exclamación de Antonio Machado? “¡No puedo cantar ni quiero / al Jesús del madero, / sino al que anduvo en el mar!”.

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En los diálogos platónicos Sócrates, dueño de sus emociones, no deja correr ninguna lágrima, según advirtiera Erasmo. Pagano, bajo la acción de un dáimon dionisiaco, su vida fue un esfuerzo tenaz de alcanzar la gloria de Apolo. En el Fedón, viendo cómo se echaban a llorar sus discípulos ante su muerte inminente, les conminó enérgico:


“¿Qué es lo que hacéis, hombres extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente, para que no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Ea, pues, estad tranquilos y mostraos fuertes”.


Como se ha solido recordar -en Nietzsche, casi con el furioso desprecio de la admiración-, las últimas palabras de Sócrates se dirigieron a la deuda contraída con Asclepio. Entre tormentos, tras pronunciar las palabras del Salmo, Jesús expiró dando un fuerte grito.

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Sócrates sonríe ante la ciudad. Jesús llora sobre la ciudad. Atenas, desvanecida entre las ruinas de una presencia permanente. Jerusalén, destruida sobre la memoria de una ausencia inexorable. Sócrates, pedagogo, obedeció la Ley hasta su cuestionamiento extremo. Jesús, profeta, la desbordará, cumpliendo con su letra más pequeña, la que mata, el anticipo de la Gracia.

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Sócrates, maravillado, observa la necesidad suprema —la άνανκή— del cosmos (y de la πόλις). Excitado, no cesará de investigar la serena erótica de la verdad. Embriagado y distante, habrá contemplado absorto el cuerpo de Alcibíades por unos instantes. Sócrates se ha acogido por siempre a la sombra de un plátano, cabe la orilla del Iliso, para explorar el destino del alma y la dialéctica de su misión retórica.

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Jesús, con estremecido entusiasmo, sigue proclamando la libertad del Espíritu (y del reino). Desértico, se parará ante el pozo de Jacob a conversar en verdad con una samaritana sobre la plenitud de los tiempos. Sobrio e íntimo, arrasado de lágrimas llamará al cadáver de su amigo Lázaro desde las sombras al vislumbre de la gloria eterna. Las palabras del autor de la Carta a los Hebreos resuenan en la piedra del monte de la Ascensión como un eco nuevo de su agonía en Getsemaní:


Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer”.

 

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Entre Sócrates y Jesús, como entre Atenas y Jerusalén, el dinamismo del deseo que ha movido la cultura de Occidente hasta su actual apocalipsis nihilista se basa en una herida —en una cesura— irrestañable. En su fondo más radical, acaba reclamando una decisión (pen)última. Más allá de las apariencias de su formulación, esa es la intuición sin concesiones de Tertuliano. Pascal, Kierkegaard, Chestov han medido el grado de las réplicas modernas de aquel seísmo fundacional de Europa. Tal vez la fuerza de esta aporía consista en que es irresoluble. ¿Abrazar la cruz de Cristo no dejará de ser desde entonces una lección socrática? ¿Acaso no puede ser alcanzado el conocimiento socrático de nuestra finitud sino bajo la piedra rodada ante el sepulcro del Gólgota?

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La alegría y el dolor son dones igualmente preciosos, que deben ser íntegramente saboreados, tanto uno como otro, cada uno en su pureza, sin tratar de mezclarlos. Por la alegría la belleza del mundo penetra en nuestra alma. Por el dolor entra en el cuerpo. Sólo con la alegría no podríamos ser amigos de Dios […] El alma no ama como una criatura, con un amor creado. El amor que hay en ella es divino, increado, pues es el amor de Dios hacia Dios que pasa por ella. Sólo Dios es capaz de amar a Dios. Lo único que nosotros podemos hacer es renunciar a nuestros sentimientos propios para dejar paso a ese amor en nuestra alma. Sólo para este consentimiento hemos sido creados. […] Por esta dimensión maravillosa, el alma puede, sin dejar el lugar y el instante en que se encuentra el cuerpo al que está ligada, atravesar la totalidad del espacio y del tiempo y llegar a la presencia misma de Dios. El alma se encuentra en la intersección de la creación y el creador, que es el punto en que se cruzan los dos brazos de la Cruz.”   
(Simone Weil, A la espera de Dios).

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jueves, 15 de octubre de 2020

Palimpsestos


Memoria de Sta. Teresa de Jesús, v. y dra.

 

Codex Nitriensis

Entre esos libros académicos que dejan una huella que afecta a una forma de comprender la disciplina literaria no he dejado de rumiar el sistema que Gérard Genette pretendió desplegar en Palimpsestos (1982). A posteriori podría resultar satisfactorio señalar las limitaciones, las carencias o los malentendidos que se colaron entre sus categorías y sus conceptos. Era la obligación de cualquier paper con pretensiones científicas. A priori, sin embargo, dio consistencia y orden a las intuiciones de un creador de segundo grado como El peregrino absoluto.

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En la Exégesis de otros lugares comunes mi peregrino absoluto ha ejercido hasta el exceso todos los tipos de relaciones transtextuales. Ha citado, ha plagiado (en cursiva), ha aludido otros textos. Ha introducido una dedicatoria, un prólogo y un epílogo. Ha convertido la exégesis en una crítica de las frases hechas que inundan el discurso cotidiano, convertido ya en la grotesca réplica de la jerga informativa. Ha construido su discurso sobre la percepción de géneros breves, tanto en el nivel formal (el aforismo, el poema en prosa, la glosa…) como histórico (barroco, simbolismo, deconstrucción). Y, sobre todo, no ha ocultado su operación de transformar como hipotexto la Exégesis de los lugares comunes del maestro Léon Bloy. A su manera, es un libro anti(pos)moderno.

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En la primera parte de su libro, Genette incluyó esquemas que resumían las posibilidades teóricas de su investigación. Reabro el cuaderno de cuadrícula en el que fui anotando con cuidado hace casi treinta años mi lectura de Palimpsestos. Encuentro girado a la izquierda, en un lateral de una hoja vuelta, el “Cuadro general de las prácticas hipertextuales”. Según el criterio del régimen -serio- y de la relación -de imitación-, debería incluir el itinerario de mi peregrino en la imitación seria o forgerie.

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Mientras ojeo las líneas, voy topándome con las dificultades que el estilo de Bloy plantea a cualquiera de sus imitadores. Es un campo minado. Lo más fácil sería parodiarlo: parodiar la parodia anularía, con una seriedad ridícula, el esfuerzo paródico. Como un mimotexto, mi peregrino ha sido consciente de que, como “es imposible imitar un texto”, “sólo se puede imitar un estilo, es decir, un género”. Toda imitación, por la matriz que la impulsa, es siempre indirecta, está separada de su origen. En tanto que pastiche es un homenaje. En tanto que hace de la seriedad de este homenaje el esfuerzo de replicar el sentido polémico y satírico de su hipotexto, pone a prueba la norma no sólo estilística sino también genérica que moviliza su deseo. A su modo, asume la Ley del Padre.

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Decía Genette: “la esencia misma del pastiche implica una saturación estilística considerada no sólo como aceptable, sino como deseable, puesto que en ella descansa lo esencial de su atractivo, en régimen lúdico, o de su valor crítico, en régimen satírico”. Siendo en la relación filial del peregrino (de lo) absoluto indisociables uno y otro régimen, la capacidad de simbolizar sitúa el sentido de la trama, borrada, en otro lugar. Para Genette era una ley histórica la incompatibilidad de una continuación alógrafa y la conservación de esbozos autógrafos. En esta nueva peregrinación la prolongación sólo puede ser alógrafa. Forma parte del misterio de la transmisión.

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A Genette le interesaba sobre todo la categoría de la narratividad, el tejido imaginario de un mundo ordenado. A Bloy, la escritura, la energía fatigada de una Palabra en caída.

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Leo ahora uno de los lugares comunes de Bloy. Avergonzado, bajo la cabeza.

 


martes, 6 de octubre de 2020

El lector andante

 

Memoria de S. Bruno, pb. y fdr.


San Bruno,
Anónimo (Siglo XVII)

No puedo lamentar del todo que el término “reaccionario” goce de un irreversible desprestigio. En su incomprensión lleva la penitencia. Hasta el triunfo de la propaganda cultural a nadie se le habría ocurrido asociar por defecto a un progresista con un agente de la Securitate rumana o a un conservador con el dueño de una plantación colonial. Estas comparaciones empiezan a resultar tímidas.

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Entre los reaccionarios el de perfil más nítido y parodiable añora un mundo que jamás existió. En lugar de restaurarlo, querría que le rindiésemos un tributo inalcanzable. Padece la melancolía incurable de su duelo ideal. Por eso, al final, alterados o desengañados, acaban siendo los solitarios de una lealtad desvanecida.

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Consciente de su caída, incluso como una provocación biopolítica, el reaccionarismo estético que profeso admira, por encima de todo, la íntegra singularidad de Pier Paolo Passolini. Me recito entre murmullos este poema de I pianti (1944), un ciclo sobre la muerte de su abuela: 


Perdonaci  

anche questo ultimo inganno, 

saperti morire. 

Non per questo gridiamo 

 a Cristo 

il suo dono spietato. 

Né ci strappiamo la chioma. 

Vivi, 

affolliamo la stanza 

nel ciglio della tua eternità.


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Con desconsuelo debo admitir que Gregorio Luri, como casi siempre, tiene plena razón al asegurar que la retórica es el antídoto de la cicuta. Discrepo quizás en matices de fondo. Sócrates no bebe la cicuta, ni Jesús ruega que pase de él el cáliz que ha de beber hasta las heces, como si, noblemente empecinados, dejasen un testimonio de fidelidad: “¡Dejadme solo, dejadme solo!”. La retórica de los diálogos, o de las parábolas, a riesgo de corromperse en la sofistería, contienen en ellos mismos el umbral que sólo el hombre-dios puede atravesar mediante el acto definitivo de su libertad que consiste radicalmente en un acto de renuncia a sí mismo. La muerte es, inevitable, el fin; no, su condena.

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Bajo el hechizo de René Girard, sospecho que Sócrates y Jesús sabían que la ciudad necesita siempre una víctima para reparar la herida que la hace vivir y la corroe. Con una extraña generosidad que no es fácil de reconocerles, se adelantaron a asumir ese papel. El «chantaje de la perfección» que les atribuyó George Steiner -la virtud, poner la otra mejilla- obligó a sus respectivas ciudades a no dejar de asumir desde entonces el precio de su constitución. Sócrates y Jesús, cada uno a su manera, destruyeron Atenas y Jerusalén. Sin sus muertes, una y otra polis se habrían disuelto en el sueño historicista que los herederos de sus verdugos no les dejan de recriminar: “Mirad, farsantes, lo que nos obligasteis a haceros. Pero hemos aprendido vuestra lección para que no os vuelva a ocurrir”.

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Conversaba el otro día con un amigo sobre la grandeza del autor que se asoma al abismo de su escritura y no se detiene. Precisa también él de una hybris trágica que funde, hasta extremos insoportables, la compasión y el arrojo. La suya es una heroicidad piadosa o una piedad temeraria. Ningún lector posee el derecho de reclamársela; solo el de agradecerla.

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He estado hojeando de nuevo la Vida de Don Quijote y Sancho de Miguel de Unamuno. De repente, como entre la niebla, me ha asaltado la duda de si la obra de Cervantes no estaría tematizando también un debate entre el autor y su lector. Como el personaje principal, sus antagonistas, desde el cura y el barbero al bachiller Carrasco, desde los Duques a Don Álvaro de Tarfe, son todos lectores. Don Quijote, el Lector Andante, el Crítico de la Triste Figura, es el único que, ante la mirada del Creador, asume las consecuencias del poder de su imaginación. La cicuta o la locura.

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