jueves, 23 de febrero de 2023

Donde se hace la luz


Memoria de San Policarpo, ob. y mr.

 

Eneas, Anquises y Ascanio,
Crátera (520 a. C.)

Suelo recibir pocos libros. Los abro con alegría: por ser pocos y por el afecto que traen consigo. La llegada de Florecer, el breviario que acaban de publicar Daniel Capó y Carlos Granados, ha crepitado feliz en mi invierno. Con Capó he tejido una amistad de la voz. Hablamos habitualmente; nunca nos hemos visto. A veces, interesado por mi opinión, me recita uno de sus artículos. Al leerlos más tarde, adivino repliegues de su sentido más secreto, inapresable, bajo el recuerdo de la cadencia íntima de su entonación. En su parte del librito que tengo entre las manos, con el título de “Donde se hace la luz”, puedo imaginarlo pesando las palabras como si estuviese componiendo una partitura. Trata de la paternidad y de la filiación de la única manera en que es posible intentar acercarse a ellas: sin la arrogante pretensión de encajarlas en conceptos; con rigor vulnerable, atento a los matices que enseña a describir el propio itinerario existencial.

***

El estilo de Capó crea una atmósfera. Puede parecerle al lector que le envuelve la emoción por el modo como despliega sus contenidos. No es así enteramente. Es la melodía, en cuanto álgebra de los sentimientos, a cuya escucha Capó se detiene, demorándose en sus inflexiones, la que despliega una estructura contrapuntística. No la alza provocadora o desafiante. Al contrario, roza levemente los pasajes de su memoria y de su cultura para que prenda la llama de un sentido hondo, trazado como una sfumatura.

***

El ritmo de Capó, lleno de pausas, no es polifónico. Se escucha en él el eco de los lieder. Asume los suaves colores del amanecer o del crepúsculo. El murmullo del mar se hace indistinguible de la brisa que recorre los caminos boscosos que lo contienen. Capó, insular, se adentra en ellos en busca de una experiencia más clara, más escondida.

***

El mar y la luz guían la exploración de las páginas de Capó, entre contrastes que no se oponen, sino que alternan para dar profundidad al horizonte. Casi podría hablarse de los ecos de un canto amebeo. Es la lección virgiliana que interpreta en clave bucólica la fuerza épica del descenso al Hades de Ulises o el exilio de Eneas. Es una lección poética que se apoya con naturalidad sobre la sabiduría bíblica. Atenas-Roma y Jerusalén, mundo clásico y la escritura hebrea van pautando el camino: la gramática del amor dirige la búsqueda de la gloria, mientras caminar en presencia del Señor supone la responsabilidad de custodiar y enriquecer la palabra recibida. Padres e hijos practican, en la obediencia del amor, un diálogo de fe y esperanza.

***

Esta alternancia se da incluso en el nivel léxico. Al principio Capó reflexiona sobre dos términos, uno griego y otro hebreo. Al finalizar su recorrido los recapitula en otros dos vocablos. Al phaidimós (magnífico) homérico y al yehi del Pentateuco (que lo que sea suceda) los complementan el ahrayut que designa la responsabilidad y la enárgeia luminosa de los héroes y los santos que es el fruto de haberla asumido.

***

Las antítesis se resuelven en quiasmos; las paradojas en retruécanos. La alegría del hombre que juega se manifiesta también en la pequeñez del sufrimiento. La puerta que abre simbólicamente el acceso a una realidad más alta pasa también por la tumba que marca la conciencia de nuestra finitud. La vida donde se hace la luz pasa por las sendas oscuras. Capó insiste en que sólo el testimonio rescata de su fondo la injusticia con la confianza de la belleza. Es el signo del abrazo de san Francisco al leproso o el sonido de la esquila que resuena en un poema de Anna Ajmátova.

***

El mar de los aqueos o el desierto de los arameos errantes reflejan el movimiento del florecer que la paternidad está llamada a proteger y sostener. Capó resume esta misión con la sentencia de un cartujo contemporáneo: Es preciso saber creer y amar, “que es la actitud del hijo que obedece, abre la puerta y empieza su camino hacia un lugar que sólo Dios conoce”. Su memoria siembra las líneas atesoradas en la mirada de una escucha que este libro propone a sus lectores.

***

 

miércoles, 15 de febrero de 2023

Cien años


Memoria de Santos Faustino y Jovita, mrs.

 

Paisaje con Jacob y Raquel en el Pozo,
Claude Lorraine (1666)

Del recuerdo de mi padre se van difuminando, con el tiempo, las aristas de su leve misantropía. En el trato habitual con sus semejantes jamás se permitía que asomase el menor rasgo de acritud; al contrario, como sin que pareciese esforzarse, mostraba una simpatía natural que solía desarmar a sus interlocutores. Ahora bien, si lo que denominaba “impertinencia” le importunaba, era hombre poseído por el fuego de una ira instantánea. La había heredado de su padre, a quien apenas pudo conocer, y me la ha transmitido. Que parezcamos pacíficos es una abrumadora lucha cuya única victoria se ha templado en la derrota cotidiana. Lo he aprendido tarde, a su edad de entonces, con aquel ejemplo. He intentado no olvidar jamás su lección de bonhomía, sobre todo, como él habría querido, en los peores momentos.

***

Defiendo la figura del padre no porque refleje ninguna santidad especial, sino porque lo liga con el hijo un vínculo sagrado. Nadie puede conocerse a fondo si no se ve a sí mismo formado y hasta reflejado en las debilidades de su padre. Esa mezcla de abatimiento y de piedad que se puede llegar a sentir por ellas le permite a uno reconciliarse consigo mismo. Descubre entonces en sí otras faltas contra sus hijos que intuye que sólo su padre sabría disculpar. La intuición del profeta Ezequiel de que Dios no castiga a los hijos por los pecados de sus padres, ni a los padres por los de sus hijos, no deja de lado la solidaridad entre unos y otros. Solamente los libera de su recíproca angustia. He conocido personas que, al rezar el Padre nuestro, creían estar gritando, entre sollozos, a un vacío que los ignorase. En medio de esa noche poblada de aullidos, han sido capaces de encender una hoguera para sus hijos.

***

Mário Quintana,
trad. de E. García-Máiquez


***

Acababan de bajar el ataúd al nicho. Mi madre se quedó ligeramente rezagada apoyada en sus hermanos. Los sepultureros se me quedaron mirando fijamente, a la espera de una señal. Me asomé al hueco. La tierra estaba a punto de engullir en la nada los restos de quien había sido mi padre. Sin énfasis, casi con una sonrisa desplomada, como él hubiera deseado, sentí con una certeza física, inmediata, que un día me llegaría a mí también, irreversible, el momento de seguirle. De alguna manera, el camino hacia ese reencuentro acababa de comenzar. Infinitesimal, minúsculo, indestructible, en ese adiós, padre supe que jamás desaparecería el vínculo singular e irremplazable que por toda la eternidad nos ha unido. ¿Qué importa que no quede ni la más remota memoria de nosotros dos? Será, no obstante. Callado, le agradecí todos sus silencios, los que jamás había entendido y los que jamás podría llegar a entender. Custodiar ese secreto indescifrable alivia la espera. Alcé los ojos y asentí, antes de retroceder un par de pasos. En cuanto el sonido de la arena empezó a entrechocar con la madera, me giré y estreché, como él habría querido, los brazos de mi madre.

***

De todas las incomprensiones hacia mi padre, con lágrimas suelo arrepentirme de no haber dado crédito a la confianza que sentía por mí. Aun cuando todo se desplomaba a mi alrededor – o así lo padecíamos-, él se mantenía imperturbable, “inasequible al desaliento”, como solía bromear. No ansiaba para mí ni el éxito ni el triunfo. Los errores de su vida le habían enseñado a ser escéptico. Consistía más bien en una confianza ilimitada en ese exceso de vida que, para bien y para mal, ha circulado por nuestras venas, escondida y atormentada en ocasiones, furiosa otras veces, imparable como una catarata de lava que amenaza con arrastrarnos a nosotros mismos. Debía de escuchar – y de reconocer- en mí el rumor de aquel torrente, como cuando se ponía el fonendoscopio para auscultar la tensión de sus pacientes. Quizás esa fuese la misión de mi padre: mostrarme que ese desierto que parecía abrirse ante mí era la más fértil heredad. En medio de las dificultades cotidianas, se volvería a decirme con su sonrisa ladeada: “Chato, porque no haces caso, pero estás hecho un Patriarca”.

***

Mi padre habría cumplido hoy cien años.

***