domingo, 26 de enero de 2020

La lujuria



Memoria de San Alberico, abad


Retablo de Sant Bernardo,
c. 1300

Cuenta Guillermo de Saint-Thierry que, habiendo fijado lo ojos en una joven por largo rato y avergonzándose de su curiosidad, el joven Bernardo se apresuró a lanzarse a una charca de aguas heladas. Permaneció en ellas sumergido hasta el cuello mientras el efecto de la concupiscencia se enfriaba completamente “por virtud de la gracia cooperante”.

Doscientos años de positivismo han destruido la potencia simbólica de estas anécdotas hagiográficas, obligadas a reflejar solamente las reacciones neuróticas de un psiquismo en desequilibrio. Cualquier repetición no puede ser vista ya ni tan siquiera como imitación, sino tratada como parodia, contrahechura de un acto que se ha vuelto ininteligible.

Godofredo de Auxerre se limitaba a señalar que el futuro abad de Claraval, frente a tales tentaciones, juzgó necesario castigar el cuerpo y someterse a la esclavitud meditando en elegir un lugar en el que morir al mundo y hacerse como un vaso roto.

¿Desprecio al cuerpo? ¿Temores edípicos frente al sueño materno que encumbraba el futuro religioso del hijo? ¿Camino ascético?

Godofredo alude con suma delicadeza al núcleo esencial de su vocación monástica, mediante una explicación y una cifra místicas, que hoy tan sólo logramos atisbar. Bernardo anhelaba retirarse no solamente para vencer las tentaciones de la carne. A través de ellas percibía el peligro último de la vanidad. Como lujuria del espíritu, advirtió la ambición y el orgullo en la codicia de los ojos. De vivo ingenio, concluye Godofredo, temía la condenación en el deleite anticipado de los triunfos que se le anudaban al alma.

Bernardo enseña que es preciso volver a la letra, leer la trama biográfica de nuestra existencia como destellos de la Escritura divina. No hay otro sentido literal que no sea absolutamente anagógico. Sus signos no refieren tanto la realidad caída cuanto su transfiguración escatológica. 

Al castigar su cuerpo Bernardo no negaba su carne. Como si cumpliese un acto performativo, rezaba el Salmo 31 a la luz de 1 Cor. 9. Como un cacharro desechado lanzado al gélido olvido de sí, exclamó ante Dios, su roca y su refugio, que aceptaba con libertad hacerse esclavo de todos para ganar a los más posibles. Como un nuevo atleta que corría tras su vocación, luchó como el Apóstol Pablo, no contra el aire, sino entre las líneas de su escritura.

De su bautismo de aguas heladas emergerá, de nuevo, su verbo incendiado.

viernes, 17 de enero de 2020

La obediencia


Memoria de San Antonio, abad




Se cuenta que Ignacio de Loyola, envejecido, gustaba de pasear por la Viña que los jesuitas habían adquirido a las afueras de Roma. En una ocasión el Padre Maestro, como lo llamaban sus discípulos, topó con una rosa en plena floración. Conmovido, apenas tocándola con la punta de su bastón, exclamó: “Calla, calla, que te entiendo”.

En la espiritualidad de ese “españolito pequeño, algo cojo, que tiene los ojos alegres”, como lo definiera un contemporáneo suyo, ¿rimaban la libertad con la humildad y la indiferencia con la obediencia?

Quien alcanza a reconocer que está formado con el limo de la tierra, ¿acaso es el mejor dispuesto a percibir misterioso el aliento del espíritu? El autor de los Ejercicios Espirituales asumió como un ministerio hacerse indiferente a las cosas creadas. 

¿Por qué se estremecería ante la rosa? Tal vez hubiera alcanzado la obediencia perfecta: estar a la escucha de cualquier criatura de Dios. El juglar Francisco había conversado con las palomas y con las cigarras. Mientras se apagaba, al fundador de la Compañía de Jesús le bastaba oír la perfumada voz de la flor más plena.

Me señalaba el otro día un anciano jesuita que era preciso obedecer con la cabeza aquello que solía salir de los pies de los superiores. Y yo pensaba en el misterio manifestado “para obediencia de la fe”. Por medio de lo Visible ¿cómo acceder a aquello, que, sin haberlo visto, ha sido notificado en nuestro espíritu?

Es precisa la libertad de callar. ¿No será la humildad última, que nos desvanece antes de pisar el umbral de la muerte, la más oscura iluminación?

viernes, 3 de enero de 2020

Prefacio al Peregrino absoluto



Fiesta del Santísimo Nombre de Jesús


Panagia,
Icono de Vladimir
 
Antes de su ascensión, Cavalcanti dejó acabadas las notas de los lugares comunes que había perseguido sin tregua en los últimos años. Me dejó encargado que las fuese dando a conocer póstumas. Me insistió en que debía respetar el ritmo litúrgico que él mismo había decidido desde el inicio. Obedecí en silencio. Al cumplir el tercer año del comienzo de aquella peregrinación absoluta, en la fiesta de María Theotokos, he concluido la misión.

Poco antes de nuestra despedida, aún había tenido tiempo de concluir un prefacio. Me lo entregó con el ruego de que lo custodiase hasta su fin. He juzgado que ahora había llegado la hora de rasgar su sello. Compruebo que, junto con su prólogo, incluía un par de páginas sueltas que deberían funcionar como un epílogo. Con letra emotiva y cuidada había garabateado también una primeriza dedicatoria a Léon Bloy, como si hubiese querido poner bajo su protección los primeros pasos de estas jornadas. Ojalá lo haya encontrado en el salto a la eternidad del que hablaba en ella. Añadió por último un índice con un conjunto de indicaciones sobre cómo organizar las entradas de su peregrinación si algún día hubieran de ser publicadas. 

Como tengo dudas razonables de que un volumen así tenga la más mínima cabida editorial en nuestro mundo inactual, en memoria del abad que profesó con pureza nuestro stilnovismo claravalense me atrevo a publicar aquel Prefacio, mientras vuelvo a meditar la enseñanza de la primera cita del autor de la Exégesis de los lugares comunes que grabó en el pórtico del que deseaba ser su libro más personal:

« Dans l’Absolu, il ne peut y avoir d’exagération et, dans l’Art qui est la recherche de l’Absolu, il n’y en a pas davantage. L’artiste que ne considère que l’objet même ne le voit pas. Il en est ainsi pour le moraliste, le philosophe et même l’historien ».





PREFACIO



Doy término hoy, 20 de agosto, bajo la invocación de San Bernardo, autor de los Sermones al Cantar de los Cantares, último de los Padres de Occidente, gramático de los Lugares Comunes gloriosos, a este volumen que quisiera servir de homenaje a la figura olvidada y aún rugiente del escritor francés Léon Bloy (1848-1917), tras el centenario de su muerte.

El autor que practicó en su Exégesis de los lugares comunes una de las críticas sociales más intensas de la modernidad, católico a contracorriente de todo prejuicio, milenarista que no pudo aceptar que Napoleón había sido el usurpador del trono vacío del rey San Luis, sigue golpeando la conciencia de sus lectores con una intensidad que quizás sólo algún aforismo y alguna oración que se encuentran dispersos y consoladores en sus diarios logran arrebatar de un paroxismo lúcido y necesario todavía y aún más hoy en día.

En honor de aquellos lugares comunes, que mantienen su frescura aterradora como profecías de la agonía espiritual de una Europa postilustrada, el libro que el lector tiene ahora entre sus manos reclama en su exégesis renovada el magisterio y la paternidad de Léon Bloy. Más allá de sí mismo, como el centinela a la aurora, se apresta a vislumbrar, bajo el peso de la ley de la Palabra, las líneas claras que, invisibles, está trazando ya el Espíritu en el horizonte silenciado de nuestra época. 

Por más que esta espera parezca la prolongación de un duelo inacabable, la denuncia de estos nuevos lugares comunes se alegra en la alabanza incesante -en el ritmo íntimo y casi inaudible- de una certeza que, consumida, los habrá de extirpar de raíz. Puede que esta escritura refleje, una y otra vez, su fracaso, su derrota, la ausencia que debiera contradecir hasta su sola posibilidad imaginaria: la Segunda Venida de Nuestro Señor. Al reflejarlos, su debilidad expresa el indestructible símbolo de su realidad.

Los burgueses y los filisteos de Bloy, obsesionados por su dinero y su bienestar, a costa de la sangre de los pobres, han conseguido sobrevivir en nuestra época democratizada y tecnocientífica a través de la imposición de ese lugar común que suele denominarse, con horrenda delectación, «corrección política». En él, en apariencia tan liberal, abierto y respetuoso que no debiera admitir sensatamente réplica, sus descendientes -Bloy los llamaría, fuera de quicio, sus «bastardos»- han heredado una palanca poderosísima para instaurar y garantizar un nuevo orden político y social con el que seguir gozando, conformistas y globales, de sus réditos especuladores. 

Exhausto y en retirada el cristianismo occidental, nuestros burgueses sólo parecen temer, en los diversos populismos, la consumación escatológica de su propia apostasía. A fin de enfrentarse a unos y a otros, es preciso reconocer y habitar como tal el desierto que la inmediatez de las nuevas tecnologías ha convertido en la apariencia de una ciudad hiperconectada. A través de las expresiones de una nuevalengua que constituyen el santo y seña de un tiempo erigido sobre las ruinas troyanas de la modernidad, cabría oponerles no sólo el valor de los argumentos de una nueva apologética, sino, especialmente, la simplicidad de una liturgia antigua y eterna que hace de la retórica y la gramática la tenaz dialéctica de una Verdad negada, muerta y sepultada.

En sus sermones San Bernardo suele contraponer la noche del diablo y de sus fuegos fatuos al día radiante de luz y de brisa del Señor. Esa luz clarearía en medio de la oscuridad más cerrada si el futuro que se avecina, sombrío e implacable, pudiera ser rasgado desde su interior. No basta con renunciar a las obras del mundo, del demonio y de la carne que, con el control que ejerce el dogma secular de la transparencia, penetran hasta el último rincón de nuestra libertad que, según Chesterton, se encarna y se defiende en el hogar. Hasta el ayuno, la plegaria y la limosna deberían ser cauterizados antes del combate último…

No es éste un libro complaciente. Antes que nada, empieza por mostrar su antipatía hacia sí mismo. La indecente seguridad de sentirse justo y honorable le es ajena. No le es suficiente con denunciar, ironizar o caricaturizar los tópicos y las convenciones lingüísticas que le sirven al hombre -sí, al hombre- contemporáneo para justificar su egoísmo y sus aberraciones. Descubre, con horror y sin una nefasta autocompasión, que se han adherido a sus propios argumentos, esquemáticos, los excrementos ideológicos, intelectuales y afectivos del sectarismo campante.

Que no pueda librarse de ellos no significa que queden descalificados. Al contrario, herirse en su lenguaje, desgarrarse en sus mentiras, debería mostrar una confianza en que la verdad no sucumbe a las redes inexpugnables de una gramática profanada, sino que respira en las huellas que los clavos y la lanza de las disputas sociales dejan en sus manos y en su costado traspasado. 

Es éste, pues, un libro de la noche. De la noche de Getsemaní, a los pies de un olivo. Un libro en duermevela, escatológico y poético, atento a la figura de Pedro, la roca, la autoridad, la tradición. Cuando el único Maestro ruega, obediente, por que pase el cáliz de la voluntad del Padre que habrá de apurar hasta las heces, Pedro consuma su traición en cinco pasos: no permanece vigilante, saca la espada, huye al fondo de la noche, entra al Sanedrín y niega a Jesús, recibe su mirada y llora amargamente. 

A cada una de las decepciones de su comportamiento este libro contrapone una hora litúrgica del Oficio divino profiriendo entre líneas unos breves salmos siempre a punto de emerger bajo la crítica de estos lugares comunes que lo angustian y lo encienden en una ira desolada. Su autor se sabe, abatido, Pedro.

Al final del prefacio al primer volumen de su Exégesis Léon Bloy, bajo la protección de san Jerónimo, aspiraba a irritar infinitamente a los burgueses que, sin saberlo, eran profetas capaces de invocar los abismos de la Luz con las simas de su estupidez. Al final de este prefacio repetido, acogiéndome a San Bernardo, aspiro sólo a correr la piedra del sepulcro de los rumores abismales que me separan del nuevo Día, con el afán de perseverar en la pura espera silenciosa de su aurora, al lado tal vez de unos pocos lectores pacientes.