viernes, 17 de enero de 2020

La obediencia


Memoria de San Antonio, abad




Se cuenta que Ignacio de Loyola, envejecido, gustaba de pasear por la Viña que los jesuitas habían adquirido a las afueras de Roma. En una ocasión el Padre Maestro, como lo llamaban sus discípulos, topó con una rosa en plena floración. Conmovido, apenas tocándola con la punta de su bastón, exclamó: “Calla, calla, que te entiendo”.

En la espiritualidad de ese “españolito pequeño, algo cojo, que tiene los ojos alegres”, como lo definiera un contemporáneo suyo, ¿rimaban la libertad con la humildad y la indiferencia con la obediencia?

Quien alcanza a reconocer que está formado con el limo de la tierra, ¿acaso es el mejor dispuesto a percibir misterioso el aliento del espíritu? El autor de los Ejercicios Espirituales asumió como un ministerio hacerse indiferente a las cosas creadas. 

¿Por qué se estremecería ante la rosa? Tal vez hubiera alcanzado la obediencia perfecta: estar a la escucha de cualquier criatura de Dios. El juglar Francisco había conversado con las palomas y con las cigarras. Mientras se apagaba, al fundador de la Compañía de Jesús le bastaba oír la perfumada voz de la flor más plena.

Me señalaba el otro día un anciano jesuita que era preciso obedecer con la cabeza aquello que solía salir de los pies de los superiores. Y yo pensaba en el misterio manifestado “para obediencia de la fe”. Por medio de lo Visible ¿cómo acceder a aquello, que, sin haberlo visto, ha sido notificado en nuestro espíritu?

Es precisa la libertad de callar. ¿No será la humildad última, que nos desvanece antes de pisar el umbral de la muerte, la más oscura iluminación?

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