Memoria de San Antonio, abad
Se
cuenta que Ignacio de Loyola, envejecido, gustaba de pasear por la Viña que los
jesuitas habían adquirido a las afueras de Roma. En una ocasión el Padre
Maestro, como lo llamaban sus discípulos, topó con una rosa en plena floración.
Conmovido, apenas tocándola con la punta de su bastón, exclamó: “Calla, calla,
que te entiendo”.
En la
espiritualidad de ese “españolito pequeño, algo cojo, que tiene los ojos
alegres”, como lo definiera un contemporáneo suyo, ¿rimaban la libertad con la
humildad y la indiferencia con la obediencia?
Quien
alcanza a reconocer que está formado con el limo de la tierra, ¿acaso es el
mejor dispuesto a percibir misterioso el aliento del espíritu? El autor de los Ejercicios Espirituales asumió como un ministerio hacerse
indiferente a las cosas creadas.
¿Por
qué se estremecería ante la rosa? Tal vez hubiera alcanzado la obediencia perfecta: estar a la escucha
de cualquier criatura de Dios. El juglar Francisco había conversado con las palomas y con las cigarras. Mientras se apagaba, al fundador de la Compañía
de Jesús le bastaba oír la perfumada voz de la flor más plena.
Me señalaba
el otro día un anciano jesuita que era preciso obedecer con la cabeza aquello
que solía salir de los pies de los superiores. Y yo pensaba en el misterio
manifestado “para obediencia de la fe”. Por medio de lo Visible ¿cómo acceder a
aquello, que, sin haberlo visto, ha sido notificado en nuestro espíritu?
Es
precisa la libertad de callar. ¿No será la humildad última, que nos
desvanece antes de pisar el umbral de la muerte, la más oscura iluminación?
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