viernes, 12 de noviembre de 2021

Soledad y memoria


Memoria de San Nilo del Sinaí, mj.



Con la traducción del libro La explosión de la soledad se ha producido en nuestro país un fenómeno curioso. Los argumentos de su autor Erik Varden, monje trapense y actualmente obispo de Troindheim (Noruega), han atraído un inusitado interés entre lectores que en principio no parecerían especialmente inclinados hacia la literatura espiritual. La reciente entrevista de Daniel Capó a Mons. Varden ha servido además para poner de relieve, a través de su distinción entre deseo y anhelo, una de las ideas centrales con que el libro, lejos de las respuestas clásicas de la teodicea, ha intentado enfrentarse a algunas de las perplejidades que el mal sigue suscitando a la mentalidad contemporánea.

Conviene comenzar señalando que este es sobre todo el libro de un monje que, sin renunciar a su sólida formación intelectual y espiritual, practica, con agilidad y soltura, el diálogo con quienes, según Henri de Lubac, habrían conservado el sentido espiritual de las Escrituras en los últimos dos siglos: los poetas. No es ni pretende ser un libro novedoso, sino más bien nuevo, deseoso de ir a lo esencial de manera clara y directa.

Su estructura es sencilla y está fuertemente trabada. Dividido en seis capítulos, a los que se suman una introducción y un epílogo, todo él está marcado por el imperativo de recordar, como el título de cada capítulo se encarga de subrayar. Sucediéndose como el desarrollo de la historia de la salvación, desde la Creación (y la caída) hasta la Redención (y la plenitud), cada capítulo está construido de forma similar. Tras introducir el tema bíblico escogido y situarlo en un contexto actual relata el testimonio de poetas, novelistas o personas de fe ante las angustias de nuestra época.

María Egipciaca, Stig Dagerman, el stárets Serafín de Sárov, Maïti Girtanner o Andreï Makine, entre otros, son los interlocutores con que Varden va intentando aclarar sus preguntas sobre la realidad del mal y el misterio más hondo de la bondad y de la belleza, capaces de hacer refulgir, contra toda aparente esperanza, la verdad de la condición humana.

He ahí donde se articula el sentido conjunto del título (La explosión de la soledad) y del subtítulo (Sobre la memoria cristiana) del libro, el cual pierde inevitablemente parte de su fuerza en la traducción. Entre la soledad y la memoria se produce una intensa comunicación que adquiere unos matices muy particulares en el texto original. En inglés se distinguen tanto los términos solitude (soledad física) y loneliness (soledad afectiva) como memory (potencia intelectual) y remembrance (el recuerdo trabajado en la memoria). Más que enfrentarse a una explosión, Varden se adentra en el sacudimiento, en el estallido, en el resquebrajamiento (shattering) que la obediencia a la memoria (remembrance) produce en nuestro sentimiento de orfandad originaria (loneliness). Podría decirse que la herida que nos libera del aislamiento nos invita a recuperar la comunión entre nosotros y con Dios.

En un sentido agustiniano, presente, pasado y futuro se proyectan entonces en una unidad que las trasciende y que hacen de la memoria un sigo de identidad. En cuanto tal, cabe hablar de anamnesis. Más allá de su sentido platónico y/o litúrgico, este concepto adquiere en el pensamiento monástico una tonalidad distintiva respecto del método dialéctico propio de la línea teológica emprendida por la Escolástica.

Como el propio Varden insinúa a través de su reflexión sobre el concepto griego de aletheia, la anamnesis no es una simple reminiscencia, ni tan siquiera una conexión con las ideas y los sentimientos más originales que el hombre retomaría en el proceso de theosis. Literalmente, sería una tarea que obliga a remontar la memoria sin descuidar el riesgo de su propio olvido. Según Varden, el hombre, formado del humus, aspira a ser más y mejor. El memento mori sería la prueba más elevada de la dignidad humana. Su anhelo de infinitud brota de su misma naturaleza finita. Este abajamiento le revela, como un don, la gloria de Dios manifestada en el Hombre nuevo encarnado en Jesucristo.

No es casual, por tanto, que, sin mencionar a san Anselmo y a santo Tomás, presentes de uno y otro modo en su antropología, Varden se acoja a la sombra de Orígenes y de San Atanasio. De este último, en el capítulo final, comenta con brillantez el opúsculo Sobre la encarnación del Verbo como una réplica indirecta al anselmiano Cur homo Deus est. Aunque no lo mencione explícitamente, concede con naturalidad que la muerte de Jesús no habría sido la satisfacción infinita de una deuda infinita -un planteamiento jurídico que repugna a la mentalidad moderna-. Más bien su encarnación habría representado la nueva Creación, la recuperación de la semejanza de Dios por el Logos y el cumplimiento de la voluntad original del Creador con respecto a ese hombre sobre el que se inclinó para modelarlo con la arcilla de la tierra. Como expresa en el último capítulo: “Estar creados a imagen de Dios -ser humanos- es portar en lo hondo del ser de cada uno un anhelo que desea trascender los límites de la naturaleza humana para participar en la vida divina”.

Este planteamiento, que es sostenido con rigor y serenidad, lleva a Varden a la afirmación más osada de su libro y que, con cierto temor, me atrevería a matizar intentando asumir los propios presupuestos del autor: “Lo que Dios tenía en mente no era tanto la redención, sino la recreación. El problema que reclamaba una solución no era el pecado, sino la muerte”. Sin duda, como añade a continuación, “en Dios encarnado, nuestra humanidad misma tenía vida divina”. Ahora bien, llevado al extremo este argumento, podría considerarse que se disuelve la correlación ontológica entre causa y efecto (pecado-muerte) en favor del impacto existencial y fenomenológico de nuestra finitud restaurada en su anhelo originario.

El valor salvífico de la Pasión y Muerte de Jesús quedaría así desdibujado. Estoy de acuerdo en que ya no corresponde entender éstas como la imputación de un castigo terrible y hasta inhumano, sino, como Varden mismo apunta con un sentido genuinamente evangélico en el capítulo dedicado al memorial eucarístico, la expresión del perdón incondicional de Dios a la humanidad que, paradoja inconmensurable, es salvada justo cuando vuelve a rechazarlo. El misterio de la Encarnación y de la Redención son, a fin de cuentas, inseparables.

Dice Varden en verdad que Dios se hizo huésped de los hombres para mostrarles su auténtico rostro. Pero “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). En el recuerdo de las cicatrices del campesino noruego que tanto le impresionaron en su adolescencia, siguen resonando los mismos gritos, ahora a sabiendas, de hace veinte siglos: “¡Fuera, fuera; crucifícalo! […] No tenemos más rey que al César” (Jn 19,15).

Ahora bien, pese a los dolores crónicos de Maïti Girtanner provocados por las torturas nazis o la prisión de Iulia de Beausobre en un campo de trabajo soviético, como quiere resaltar Varden, el perdón y la compasión transfiguran nuestra existencia con la victoria de Cristo: “Pero a cuanto lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12). O como dice nuestro autor: “Ser digno [de la Eucaristía] es asentir a la realización del ejemplo de Cristo en mi vida -comprometerme con su novedad. El Señor no busca la perfección instantánea. Pero requiere coherencia en el modo de vida”.

La Redención -la Reconciliación- culmina y completa, así, la Recreación. “Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él descansó de toda la obra que Dios había hecho cuando creó” (Gn 2,3). La explosión de la soledad nos acompaña, con alegría interior y con tacto genuino, en esa jornada.


lunes, 1 de noviembre de 2021

Qohélet y el Paraíso


Fiesta de Todos los Santos

  


Ante la fiesta de Todos los Santos vengo preguntándome, en mi lectura continua del Eclesiastés, si es posible, y hasta realmente humano, dar por descontada la imagen del Paraíso. Sin Edén, ¿cómo cabría esperar la Jerusalén celeste? No por acaso Dante sitúa el ascenso al Paraíso Terrestre como antesala del Celestial. En el umbral del Apocalipsis Léon Bloy se refería al primero, sin hacerse ilusiones, “como el testamento y la herencia, la casa del Padre que nadie puede conocer. Todas las imágenes de los poetas se refieren únicamente al Paraíso terrenal, el único que puede ser imaginado”. Sin imaginación, ¿nos deberíamos conformar con esa palabrería que adormece la llegada de nuestra extinción?

La enseñanza de Qohélet teje la historia de la resolución de un conflicto muy profundo que enfrenta a cada ser humano con el misterio de su condición. Su pasión le impulsa a elegir libremente lo único que puede compensar sus sufrimientos: “No pensará en los años de su vida si Dios le concede alegría interior” (Ecl 5, 19).

¿Cómo, pues, lee Qohélet la actividad de una Creación que se presenta torcida, desacordada, en su propia constitución? Bajo la acción poética de una palabra inspirada Qohélet asume de frente la desgarradura interior que merece ser curada en tanto que ruptura o pérdida.

Qohélet no predica la abstención o la retirada del mundo. La circularidad de la existencia humana tiene que ver más bien con el flujo ininterrumpido de lo uno y lo mismo. El hombre está en guerra consigo mismo y, en cuanto consigo mismo, con los demás. Las cosas no dejan jamás de pasar: “Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas” (Ecl 1,8ª). No son el resultado de un desorden cosmológico, ni reflejan una polémica que encierre una teología natural.

El mensaje de Qohélet va graduando las reacciones emocionales con que el hombre va comprobando la inconsistencia de sus ilusiones. Aun así, Qohélet no maldice ni de la sabiduría ni de los placeres Sólo advierte su insuficiencia de fondo: “Sí, pero comprendí que una suerte común toca a todos” (Ecl 1,14b).

Ante el hecho ineluctable de la muerte -de la imprevisibilidad más honda del tiempo futuro como tiempo de la esperanza-, Qohélet va adensando la reflexión sobre la paga del hombre. De entrada, parece un breve interregno que alivie una situación que resulta tanto para el autor como para sus lectores auténticamente insoportable. Podría decirse que casi se la vive hasta con una mueca de irónico escepticismo: “El único bien del hombre es comer y beber, y regalarse en medio de sus fatigas. Pero he visto que aun esto es don de Dios, pues ¿quién come y goza sin su permiso” (Ecl 2,24-25).

Se estaría tentado de considerar hasta esta posibilidad humo y caza de viento. Pero enseguida se advierte que este tiempo que tenemos contado para cada cosa es obra de Dios. Aunque el hombre no alcance a saber su sentido último, empieza a aceptar que el disfrutar en la vida es realmente don de Dios pues “comprendí que todo lo que hizo Dios durará siempre; nada se puede añadir ni restar. Y así hace Dios que lo teman” (Ecl 3,14). Cuando el hombre come y bebe y descansa de sus fatigas, es decir, cuando festeja, alcanza el sentido real de su vida que le estaba escondido y que le revela el temor de Dios.

En ese momento el hombre se abstiene de seguir pidiendo cuentas a Dios. De hecho, se libra del fardo de la reclamación: “Donde abundan los sueños, abundan las vanas ilusiones y la palabrería. Pero tú teme a Dios” (Ecl 5,6) Toma en sus manos su vida en su dimensión más profunda. Esa es su paga “durante los pocos años que Dios le concede”.

A diferencia de Job, Qohélet en ningún momento invoca a Dios, pero Dios no está jamás ausente de su búsqueda. En lugar de entregarse al silencio, Qohélet asume la experiencia de su sinsentido. Es consciente de que su escritura tampoco escapa a su descubrimiento. Es también humo y caza de viento; por ello mismo, debe recorrerse. Esa es su paga y su verdad. “Lo que es ya había sido, lo que será ya es, pues Dios hace que el pasado se repita” (Ecl 3,15).

La vida está atravesada por un conocimiento que, a su vez, jamás podrá alcanzarla. El hombre vive en una desgarradura; en una Caída. Vive de la conciencia de su mortalidad, sobre la cual no tiene ni siquiera un poder último. Qohélet no niega el Paraíso. De hecho, ni tan siquiera se plantea su existencia, en todo caso tan remoto y oscuro como el Abismo al que el hombre se encamina. La circularidad no representa sino el bucle en que la vida está instalada. La circularidad es el nombre de la Caída. Ni al justo ni al malvado les aprovecharán sus actos. Es su condición humana la que está herida: “Y esta es la peor desgracia de cuanto sucede bajo el sol: que una misma suerte toca a todos. Por ello el corazón de los hombres está lleno de maldad; mientras viven, piensan locuras, y después ¡a morir!” (Ecl 9,3).

La sabiduría que alcanza Qohélet no consiste en descubrir la inutilidad de nuestros esfuerzos. Esa sabiduría también cae bajo el peso de su propia conclusión. Sólo alegrarse y disfrutar con el fruto de su trabajo restaura, aun provisionalmente, una experiencia de unidad que escapa a la lógica de nuestra angustia. Nada impedirá que muramos, pero esa alegría grabará nuestra humanidad más profunda sobre la página que escribe nuestra insistencia. Es el don imprevisto de nuestras obras: 


“Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras. Lleva siempre vestidos blancos, y no falte el perfume en tu cabeza; disfruta de la vida con la mujer que amas, mientras dure esta vana existencia que te ha sido concedida bajo el sol” (Ecl 9,7-9).


Qohélet se asoma otra vez al sepulcro y, por un instante, una ráfaga de alegría lo deslumbra. Esta vez estará vacío.