martes, 13 de diciembre de 2022

Completas en Barcelona


Memoria de Sta. Lucía, v. y mr.



 

Un par de semanas antes de las Laudes en Sevilla celebramos unas Completas barcelonesas. A fin de iniciar las presentaciones públicas de Poética del monasterio, nada podría en apariencia resultar más sorprendente y lógico que oficiarlas en mi nueva casa de La Salle, cabe la proximidad espiritual, escondida y noble, de la estatua de su fundador. Adquirió el acto la tonalidad de una velada entre amigos, a media luz, cuando se extingue el rumor ajetreado de un día en un Campus universitario. Afuera se escuchaban todavía ecos apagados. Adentro se formó un silencio de voces nítidas.

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Rosa Maria Alsina, menuda y decidida, con la energía suave y firme de una ingeniera que lee a George Bernanos con la misma naturalidad con que investiga el procesado de la señal, dio la bienvenida con una profundidad sencilla y certera. Que una persona de vocación tecnocientífica incorpore como irrenunciable la formación humanista, por más excepcional que hoy en día parezca esta conjunción, en una y otra dirección, me resultó providencial para introducir una obra solitaria que, como no me he cansado de repetir, presenta tanto el plano de un monasterio, simbólico y físico, como los dispositivos históricos y sociales de su construcción: una arquitectura en el tiempo, su poética.

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Desde joven me ha mortificado que una mayoría de lectores sienta la obligación, que agradezco, de excusar las que consideran sus limitaciones ante mi escritura por su dificultad. Sobreentendidos, asumo que guardan una objeción y un reproche que seguramente merezca. Confieso que nunca he sabido explicarles que esa falta es la muestra de mi respeto, y hasta de mi amor, por ellos. La famosa frase de Ortega: “La claridad es la cortesía del filósofo”, siempre me ha parecido sobrevalorada. Contiene quizás un punto de condescendencia cínica, como si viniera a decir: “Contemplad, lectores, y admirad este hermoso jardín que he cultivado para vosotros, oh maravillosos inútiles, incapaces ni de ayudar ni de acompañar la tarea de roturarlo”. Como no soy un genio, simplemente propongo al lector que me acompañe en la búsqueda que emprendo, nunca al buen tuntún, jamás con el programa detallado de actividades incluido en el paquete turístico de una agencia de viajes. En todo peregrino debería latir el aventurerismo del espíritu. Al lector de mis libros no le presento solamente los resultados de mi investigación, ni tampoco le proporciono informaciones generales como si participase de una visita guiada. Con él, simplemente, comparto la aventura personal de un desierto por descubrir y en el que debe adentrarse, sin ninguna garantía, detrás de mí. Puede ser irritante e incluso desesperante en ocasiones, pero, honradamente, quiere cumplir con (no) dar lo que (no) ofrece.

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Del P. Borja Peyra, O. Cist., robusto y habitado, no cabe esperar sino un sí, sí o un no, no. No quiere decir que no sea flexible para atemperar sus ondas, pero no dejan de resonar rotundos. Comenzó su intervención disintiendo sobre el efecto sugestivo del título. Como buen monje, teme los efectos de la fascinación estetizante que los monasterios suelen ejercer. San Bernardo, dijo, siempre fue refractario a los intelectuales y, sin embargo, jamás había cesado de escribir y de argumentar. Por ello, confesó, aliviado, que a la tercera página se habían disuelto sus reticencias. Me emocionaron los dos comentarios con que continuó. En la sucesión de citas que inundan el libro, no había advertido erudición sino a un hombre que se descubría a sus lectores en todo aquello que había leído y meditado, como había enseñado a hacer la tradición monástica a lo largo de los siglos. Por ello, en las partes cuya lectura más le había costado seguir descubrió que ejercían la función de aquellos lugares escondidos (pasillos, cuartos, casitas, cementerios…) que integran también un monasterio y que, sin ser esplendorosos como la iglesia o el coro o el claustro, son indispensables, en su sencillo abigarramiento, para su construcción. En conjunto quiso destacar que el esfuerzo gramatical del libro se apoya en el horizonte escatológico que debiera fundar la vida cristiana. Tras estas reflexiones, sin hacer uso de ninguna ficha, el P. Borja inició una homilía sobre la relación entre la crisis de las tres instituciones que intenta describir el libro (Familia, Escuela, Iglesia) y el motivo teológico de la Caída que creo que dejó a toda la audiencia en una atención suspendida de sus palabras. Seguramente peco de parcialidad, pero me pareció que le había sido inspirada por su padre, el abad de Claraval.

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Como los huéspedes de un monasterio, también mi Poética se alegra de acoger tres tipos de lectores. De uno ya hablé en este cuaderno: siempre quejoso, henchido de razones, susurrará los defectos y las inconsistencias, ciertas y reales, de sus materiales y de su espíritu. Otro poco a poco podrá ir descubriendo el sentido de esa nada literal que parece extenderse entre las diferentes horas del Oficio que pautan la jornada. En ella aprenderá a dejar emerger las fuentes más secretas e incómodas de su creatividad. Al margen de que sea o no su sitio el monasterio, advertirá que en este se pone en juego algo decisivo que le dirige hacia sí mismo. Por último, ojalá algún lector encuentre en ella materiales para edificar su propia ermita interior. Lo propio de un monasterio no es proporcionar asilo, sino ofrecer hospitalidad. Con su ritmo cotidiano, lleno de repeticiones, introduce una discontinuidad en la rutina. Al captarla, se puede regresar al “mundo” sin aferrarse al silencio y la soledad, consciente de una esperanza: estar cara a cara con Dios pasa por una hospitalidad que sobrepasa cualquier arte para que brille lo imprevisto de la virtus: el encuentro fraterno entre dos personas. Los tres lectores son bienvenidos a este claustro. En cada uno de ellos se ha ido perfilando el rostro de su leescritor.

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sábado, 3 de diciembre de 2022

Laudes en Sevilla


Memoria de S. Francisco Javier, pb.

 

Virgen de la Antigua,
Anónimo (siglo XV)

Se han cumplido seis años desde que presentamos en Sevilla Memorias de un güelfo desterrado. Mi heterónimo Cavalcanti escribió la crónica de aquel acto íntimo e intenso como si fueran unas vísperas güelfas. Hace unos pocos días volví a la ciudad hispalense, con su recuerdo bien presente y de nuevo casi en intimidad, a celebrar la presentación de Poética del monasterio. En su memoria, misteriosamente, me esperaban unas laudes imprevistas.

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Repetiré siempre que de Ignacio Trujillo, hospitalario como pocas personas que haya conocido, recibí en mi primera visita sevillana la confirmación de ser escritor. Hasta que uno no siente las palabras que ha redactado en la voz de un lector, notándolas extrañamente familiares, pero ya no suyas, porque han pasado a circular por otro torrente sentimental capaz de comunicarlas, hasta en susurros, a nuevos lectores, no puede decir que su vocación se haya cumplido.

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En una gratísima comida en el Real Círculo de Labradores, a la que me extendieron una amable invitación acompañando al amigo Ignacio, pude hablar con los notables comensales que nos tocaron al lado, con sencillez, de espiritualidad y de cultura, de realidades sociales y políticas. Me escucharon con respeto y discreción defender principios Tradicionales con los que seguramente no comulgaban del todo. ¡No sabrán cómo se agradece en este tiempo mantener una conversación civilizada! Al final el Presidente tuvo la amabilidad de anunciar el acto de presentación de la tarde y de agradecer mi presencia, llegada, dijo, desde “tierras lejanas”. Me salió del alma exclamar: “¡Cercanas! ¡Cercanas!”. Ignacio y otro comensal próximo asentían sonrientes.

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Mi padre nació en La Habana. De niño vivió en Madrid, pasó la Guerra en Sevilla y su juventud la completó entre la cuenca minera y Oviedo, antes de regresar a la villa y corte. He crecido en ella, me forjé en Londres y he amado en Barcelona. No hay un solo paisaje de esta península nuestra, siempre a punto de desgarrarse, que no extreme fibras de mi sensibilidad, como la nota final, lejana, del Cuarteto número 11 para cuerda de Shostakovich.

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Camino de la estación a primera hora, Lutgardo García me había enviado como bienvenida su delicada, y generosísima, Tribuna Abierta publicada esa misma mañana en ABC. Entre “Raros y antimodernos” sentí la carga ligera y abrumadora de ser empujado, como si me acercase de rondón, a la mesa de grandes maestros: Léon Bloy, Marcelino Menéndez Pelayo, Aquilino Duque, Nicolás Gómez Dávila o José Jiménez Lozano. Admiro muchísimo la prosa exquisita de Lutgardo, y su finísimo verso, que ya había degustado en La llave misteriosa y que, después del acto, volvería a regalarme con El caudal infinito. Escucharlo otra vez ahora, con la precisión barroca de su dicción natural, renovaba y ampliaba la alegría de hace seis años. Sé que callaba que tal vez había debido declinar un compromiso imprevisto surgido a esa misma hora. Esas pruebas de amistad jamás se olvidan, porque obligan a un silencio que no puede medirse. Concluyó su intervención con la certeza, dijo, de que Bloy me habría acogido como al último de sus ahijados. Peregrino de lo absoluto, se lo habrá recompensado con la disipada ingratitud de sus oraciones más pródigas.

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Ignacio y yo vagábamos entre las calles sevillanas al atardecer, entre la casa donde Cernuda pasó su primera infancia y la casa donde naciera el Cardenal Wiseman. Justo delante de otra gran casa, señorial, nos detuvimos un instante, mientras me explicaba su historia con unos detalles que me la hacían imaginar en su fantástica integridad. Fue reemprender la marcha y topar con sus dueños. Como si fuéramos arrebatados por una claridad sobrerreal recorrimos, en la voz y la compañía del amigo de Ignacio, estancias, comedores, bibliotecas y patios mudéjares, emergiendo aquí unas columnas con mármoles de Carrara, allí el pavimento con un mosaico romano, todo entretejido de vida familiar y de historia. Un Zurbarán discutido, un extraordinario Pacheco y, sobre todo, un san Jerónimo penitente, atisbado al final de un pasillo, filtraban dentro de mí una luz que casi se disolvía en mi respiración. Salimos hipnotizados, creo. Recién anochecido, desembocamos en la Plaza de la Escuela de Cristo, de una blancura traspasada de un imposible y cierto añil alimonado.

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Lo mejor de presentar un libro -en su fondo, secreto- lo proporciona desvirtualizar personas que nos seguimos por las redes. Casi podría decirse que es milagrosa la comunión espiritual que retazos de nuestras vidas suscitan en otros. A veces una palabra inoportuna destroza una relación humana. ¿No es, al contrario, una maravilla que palabras pronunciadas en apariencia ocasionalmente y casi al azar hayan alcanzado a alguien como si le estuvieran dirigidas especialmente y, al reencontrarnos, fuera lo más natural continuar la charla que habría quedado en suspenso?

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Al día siguiente me propuse oír Misa en la catedral. Se celebraba en la Capilla de la Antigua. Me senté en un lateral en la parte trasera. Nos invitó el sacerdote a reconocer nuestros pecados. Alcé un poco los ojos y quedé pasmado. Los ojos de la imagen de la Virgen me miraban con fijeza entrañable -y, por qué no, irónica también-. Quizás fuera la posición, la iluminación o las emociones acumuladas durante un día. Aquella mirada entablaba un diálogo conmigo que no requería la más mínima palabra. Debía sostenérsela para que siguiese mirándome con una melancolía transcendida. Comprendí perfectamente que el Niño la observase hechizado. Seguía la Misa con una extraña atención, sin poder apartar la vista de Ella. Señalándose la rosa en el pecho, parecía decirme que, si quería descubrir su secreto, debía volver los ojos dentro de mí: allí encontraría su cifra. A los pies de esta imagen, con facciones tardías del gótico flamenco, se postraron hace quinientos años los marineros que lograron regresar de la vuelta al mundo. Ahora seguía conservando intacta la belleza de su rostro adolescente, tras cuyas facciones pintadas por una humilde mano anónima asomaba una sabiduría tan inalcanzable como cercana. No salí de la capilla transfigurado. Simplemente noté el resplandor incendiado de mi niñez antigua.

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Al final de la presentación, con vehemencia, defendí que la desaparición del padre, del maestro y del monje era sólo el objetivo penúltimo antes de poder asaltar definitivamente el Edén y así acabar de profanarlo. Custodia su interior, como un altar eucarístico, la Madre, que es Esposa y es Hija.

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jueves, 10 de noviembre de 2022

Jesuita cisterciense


Memoria de S. León Magno, p. y dr.

 

Libro de Horas de Étienne Chevalier,
Jean Fouquet (1452-1460)

Con un amigo de largas batallas bromeo a veces sobre si no nos definirá oblicuamente la antítesis que da pie a esta entrada. Un cisterciense jamás debería sufrir inclinaciones jesuíticas, pero la nostalgia monacal, como la de una pérdida imprescindible, anida en el secreto ignaciano. Al menos, aunque estuviera a solas en esta opinión, así lo creo.

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En Poética del monasterio he dejado caer que la Compañía de Jesús es la primera institución moderna en la historia de la Iglesia no por razones organizativas o misionales sino por haber suprimido, contra el viento y la marea de sus adversarios, la obligación del coro. Suele repetirse el consejo de Ignacio de Loyola en una carta a un jesuita que apenas tenía tiempo para orar, en medio de abrumadoras tareas: nunca abandonar el examen de conciencia por la noche. Lo escribía un hombre que en su autobiografía, corroborada por los recuerdos de quienes le trataron, siempre había mostrado una especial devoción por oír Vísperas en las iglesias a las que acudía. Quizás en esta renuncia debió practicar con dolor su máxima de agere contra.

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Bernardo de Claraval se lamentaba de no haber podido vivir retirado en Claraval más tiempo, reclamado aquí y allí por negocios de la Iglesia. El compromiso de estabilidad lo había convertido en un nómada. Sólo en una ocasión se retrajo. Tras predicar la Cruzada en Vézelay, rechazó ponerse al frente de ella y regresó a su monasterio. En una página incendiaria de sus diarios Léon Bloy se lo reprochó anegado de amargas lágrimas. Lo llamó el santo del Verbo abofeteado que dejó morir masacrados a cientos de hombres y niños. Bloy, furioso santo del Espíritu, habría querido desclavar a Cristo de la Cruz. Bernardo prefirió ir a buscarlo a su sepultura abierta.

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Hasta el Generalato de los jesuitas Mercuriano (1572-1580) y Acquaviva (1580-1615) en la naciente Compañía habían pugnado dos corrientes: la activa, central; y la contemplativa, minoritaria. “Contemplativos en la acción”, el famoso sintagma ignaciano, intentaba también integrar no una doble alma sino un doble enfoque de la vocación jesuítica. Como en un retruécano, el contemplativo en la acción, para evitar el riesgo tanto del activismo como del quietismo, se sentía llamado a arraigarse activo en la contemplación. Loyola y, sobre todo, sus colaboradores más cercanos, observaban con aprensión las tendencias que hoy se llamarían “espiritualistas” del círculo de Francisco de Borja. De hecho, en los primeros tiempos sólo se permitía la salida de la Compañía a quienes deseasen ingresar, por ser la única Orden de mayor perfección, en la Cartuja, como había fantaseado al principio de su conversión el propio Ignacio,. Mercuriano debió zanjar esta dualidad simbolizada en la etapa final por la crisis española en torno a la oración de silencio de Antonio Cordeses y Baltasar Álvarez. Resuelto el asunto del antiguo confesor de santa Teresa con el silencio y la obediencia, Acquaviva se entregó a dar forma definitiva a la imagen contrarreformista de su Instituto. En todo este periodo postridentino no por casualidad se desarrolla la polémica de auxiliis.

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Tengo para mí que todos los atributos que constituyen la leyenda negra de los jesuitas (hipócritas, semipelagianos, casuistas, obsesos del poder y de la manipulación...) han sido el precio que su vocación tuvo que pagar por aquella amputación original.

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Vivir el ejemplo monástico en medio de las ocupaciones cotidianas no consiste en someterse a un Regla o ajustarla a la versión laica de un Plan de Vida. Un laico no puede vivir la Regla, pero cualquiera puede vivir de ella: del testimonio de una esperanza radical que el monacato ha custodiado también para todos los fieles. La ansiedad jurídica que atenaza a la iglesia latina, hasta el punto de que su derecho canónico está lleno de dispensas y de excepciones aplicadas con una discrecionalidad que se confunde, en no pocas ocasiones dolorosas, con la arbitrariedad más desvergonzada, parece obligar a vivir bajo la forma de estatutos. Parece como si no bastase el carisma del bautismo, como si éste tan sólo fuese el prerrequisito de la santidad. Una poética monástica busca descubrir los fundamentos de una vida cristiana; no funda una organización de esa vida. Ora et labora no mezcla la oración y el trabajo, pero tampoco los disocia. No encabalga el plano natural en el sobrenatural, ni tampoco sabe dar respuesta de cada uno de los gestos que la costumbre y la tradición han ido grabando en su corazón como el paisaje natural que respira. Una poética monástica sabe que, por más nobles que sean las ocupaciones de esta vida, son siempre bienes pasajeros, penúltimos. Trabajar no es una maldición: la oración anticipa su consumación. Llegará el Domingo sin ocaso, en que, perdido todo, nada habrá sido en vano: la Contemplación.

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“Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras. Lleva siempre vestidos blancos, y no falte el perfume en tu cabeza; disfruta de la vida con la mujer que amas, mientras dure esta vana existencia que te ha sido concedida bajo el sol. Esta es tu parte en la vida y en los afanes con que te afanas bajo el sol” (Ecl 9,7-9).

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miércoles, 2 de noviembre de 2022

Poética del monasterio


Conmemoración de los Fieles Difuntos 




Por otra coincidencia en absoluto buscada, que siempre me ha sido imposible sospechar fruto del azar sino de una escondida providencia manifiesta en las fechas y en los números, mi libro Poética del monasterio sale a la venta el mismo día en que hace tres años daba comienzo a este blog y al tercer mes de haberlo querido despedir. Recopilo ahora algunas anotaciones de estos últimos meses. La deuda de gratitud contraída con Ediciones Encuentro por la confianza depositada en mi libro se ha ido agrandando entretanto.

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… Al pararme a meditar en el origen oscuro de este libro, tengo por cierto que nace de un par de citas que durante años he repetido como jaculatorias: “La Iglesia asiste a la perpetua derrota del bien, aunque no por ello se desanima ni se entrega a la utopía” (Henri de Lubac); “La vocación del monje no es más que la vocación del bautizado; pero es la vocación del bautizado llevada a su máximo de urgencia” (Louis Bouyer)…

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… Esta poética no invita a entrar en un monasterio, ni a organizar comunidades políticas y sociales en función de modelos monacales, ni tampoco a ensalzar la vida del monje como el llamado estado de perfección… La radicalidad del cristiano no se conforma con reducir el Reino a los límites de este mundo, sino que espera que la plenitud de la Creación sea renovada en el Espíritu, trascendida, inagotable. La figura del monje -y de su vida en el monasterio- apunta a este hombre escatológico. Esto es lo que nuestra época da por acabado, como los griegos del Aerópago se retiraron al oír hablar a Pablo de la Resurrección de Jesús…

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… No cabe insistir solamente en los ejemplos de Marta y María, del buen samaritano o del hijo pródigo. Quizás haya que seguir luchando por no dejar de leer el capítulo 21 del Evangelio de Juan. Tras confirmarle en su misión, Pedro sigue preocupado por el papel de quien recostó la cabeza en el pecho del maestro, estuvo al pie de la Cruz junto a la Madre y llegó el primero al sepulcro abierto. Jesús le respondió: “Si quiero que éste se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú, sígueme”.

Con los ojos de Pedro, llenos de confianza y no de resquemor, Poética del monasterio quiere contemplar la función nuclear que sigue teniendo la figura de Juan para una Iglesia que asiste a la perpetua derrota del bien sin desanimarse y con el realismo místico que le evita la tentación utópica…

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… En medio de la batalla sobre el concepto de familia en el que vivimos inmersos, la figura del monje está muy conectada con la del padre y con la del maestro… No es casual que las tres parezcan pasar por una crisis inacabable, mientras se espera alumbrar, apoderándose de sus nombres, unos nuevos modelos que los utilicen como la coartada para conseguir disolverlas. 

El padre y el maestro también están solos hoy en día en el ejercicio de su profesión de vida. Despreciados, humillados, se les exige que cumplan estrictamente con unas funciones que jamás han abandonado, reclamándoles, con no pocas amenazas, una ejemplaridad imposible y reprochándoles unas debilidades de las que sus acusadores se absuelven a sí mismos con un cinismo imperturbable…

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… El monasterio no el símbolo de una huida o de un repliegue. Erik Varden ha recordado recientemente que "el monasterio no es un fin en sí mismo. Está llamado a ser un signo de la belleza y la verdad trascendentes de Dios en el amor". Sus piedras son un símbolo de protección: de paz y de perdón... Los Padres y las Madres del desierto, la Patrística, sus Bibliotecas y sus Huertos ejercen una resistencia que sigue alzada en el corazón de los desiertos contemporáneos, en medio de las ciudades: tantos hogares y tantas escuelas. Como decía S. Bernardo, “quien ora y trabaja, levanta con sus manos el corazón hacia el cielo” …

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… Una poética del monasterio aspira a alcanzar un valor tanto objetivo como subjetivo. Toma el monasterio, en tanto que lugar físico y simbólico, como la referencia que le permite alzar el plano de sus intuiciones morales y anagógicas. Intenta reflejarlo en su estructura tanto temporal como espacial. La mezcla de registros -literarios, ensayísticos y académicos- puede provocar estupefacción. A estas alturas un monasterio no puede conformarse con reproducir una edificación del pasado sino que debe experimentar un libro por venir

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… Lo propio del monasterio no es proporcionar asilo, sino ofrecer hospitalidad. Es un lugar de paso, situado afuera. Con su ritmo cotidiano, lleno de repeticiones, introduce una discontinuidad en la rutina. Es preciso estar muy atento para captarlas, y, al captarlas, permitir que deje su huella en la propia vida. Es entonces cuando se puede regresar al “mundo” sin aferrarse al silencio y a la soledad. Estar cara a cara con Dios pasa por la hospitalidad que sobrepasa cualquier arte. Que en él brille, piadoso, lo imprevisto de la virtus: el encuentro fraterno entre dos personas…

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… Con la atención puesta en practicar el consejo de S. Benito, antes de dar el ósculo de paz, es preciso que el autor y el lector, el leescritor, por utilizar un concepto empleado en el libro, oren juntos para evitar los engaños diabólicos. Se sea creyente o no, se esté huyendo o buscando un centro, quien acude a un monasterio está en su búsqueda. El monasterio que pretende haber construido este libro no tiene otro fin que el de dar espacio a esa posibilidad que jamás agotará ni satisfará plenamente. Sea cual sea el resultado, su misión querría consistir en acoger y dejar ir en paz…


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Amén. Aleluya.


lunes, 17 de octubre de 2022

En los límites de una época


Memoria de S. Ignacio de Antioquía, ob. y mr.


Primera salida de Don Quijote,
Gustavo Doré (1863)

A Armando Zerolo se le debe leer, más que entre líneas, más allá de ellas, como si la técnica para interpretar su pensamiento debiera orientarse por el bajo continuo que parece adoptar su estilo. El título de su reciente libro, Época de idiotas, recoge a la perfección el contradictorio sentimiento que se apodera del lector mientras va leyéndolo. Es orteguiano en las creencias, no en las ideas; reprocha vehemente la nostalgia del reaccionario, que tilda de decandentista, percibiendo a la vez con extrema delicadeza la originalidad medieval; se reclama liberal con el pronto firme de un comunitarismo castellano. No, no es el suyo un libro cerrado. Como la época que querría vislumbrar -la de los idiotas que redimen- tantea, traza apuntes de camino, recupera en limpio las notas de una bitácora. La palabra Cristo aparece una sola vez y todo el libro es cristiano hasta su médula.

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Zerolo se arriesga adoptando la forma del ensayo literario. No pocos del par de generaciones que hemos vivido el proceso de transformación universitaria boloñesa somos conscientes de que, por usar la distinción de sabor orteguiano que el autor emplea, en la búsqueda de la verdad es muy difícil lograr ya la veracidad con la forma del paper académico. Asume los riesgos y paga el precio de su encaje. Sólo así esta nueva modalidad podrá seguir creciendo.

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Zerolo intenta desplegar en su libro un retablo, en forma de políptico, con cuatro tablas. Para zafarse del futuro sin aferrarse al pasado se empeña en cantar el presente. No cualquier presente, sino un presente escatológico. Que las cosas están mal es indudable, pero Zerolo, que cree en la encarnación de la naturaleza en la historia, anuncia que es preciso redescubrir en el límite del presente la posibilidad del ser. En lugar de refugiarse en la grata melancolía de un pasado idílico e irreal o de proyectarse ansioso en un futuro a la medida de nuestras frustraciones, el cambio de época que vivimos exige reconciliarse con sus energías más profundas. La derrota de la Modernidad -el nihilismo más extremo- podría haberse convertido en la manifestación de la victoria honda de la Vida humillada.  

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Me atrevería a afirmar que la argumentación de Zerolo podría sintetizarse en unas cuantas citas: “La unidad de sentido se da en la persona que vive en la historia” o “la amistad social como principio, la idea de identidad como tarea”. Para Zerolo la Modernidad no es sólo una fase más del desarrollo histórico del poder humano confrontados con sus límites: la polis antigua, la separación medieval del Cielo y de la Tierra, y el moderno inmanentismo alquímico o biopolítico que culmina en el nihilismo exasperado y decadentista actual. Literalmente, el sentido de la Modernidad es crucial: un punto de ruptura y de fuga. En la figura de los idiotas, como Don Quijote o Teresa de Lissieux, vuelve a manifestarse – a consumarse- la Sabiduría de la Necedad para el mundo. Frente a la obsesión moderna por traspasar cualquier umbral, Zerolo antepone la conciencia del límite que asegura su libertad.

No es casual que en la primera página Zerolo cite la teología de la historia de H. U. von Balthasar y el antimilenarismo joaquinista de H. De Lubac, ni que al final se apoye en el poder de R. Guardini. La argumentación de Zerolo está atravesada por la inquietud propia de una teología política. Con el horror de los totalitarismos del siglo XX ha vuelto a quedar abierta, paradójicamente, la puerta de la esperanza: “¡El individuo se ofreció en holocausto a la sociedad como el cordero se ofreció ante el altar! Esto es lo que sucedió, esta es la novedad radical, es el gozne sobre el que giró la pesada puerta de una época. Y porque el individuo se entregó en sacrificio auténtico, el Estado pudo aniquilarlo y, aniquilándolo a él, lo afirmó de una forma bestial, radical, para siempre, en lo más profundo y menos instrumental”.

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La lectura de la tercera parte de Época de idiotas atrapa al lector. Por una parte, desarrolla cómo construimos nuestra identidad, si con la metáfora del barco o la del árbol, avanzando o arraigándonos. Apoyándose en sus bases, lleva a cabo a continuación una crítica de la nostalgia de un pasado arcádico. Resultan muy pertinentes sus reflexiones, a partir de su experiencia, sobre la transformación social y política que entre los años 50 y 80 se produjeron en la Castilla de su infancia, como queda reflejada en el valor simbólico que atribuye a la carretera nacional o a la convivencia casi simultánea del arado y del cohete. Así, plantea la formación de la identidad como tarea y como sedimento, en cuanto “la incorporación de diferentes elementos arrastrados por el flujo temporal y social”.

Eppure. En unas páginas bellísimas Zerolo nos habla de un proyecto europeo articulado por vías como el Rin, el Danubio y el Duero. ¿Y el Tajo y el Ebro? No puede uno evitar el sentimiento de que esta mirada a Europa se lanza desde el ensimismamiento castellano. Apenas menciona al norte La Coruña; al Oeste, Oporto; al Sur, Granada. ¿Y al Este? Un gran vacío, como si ni tan siquiera Valencia, también decisiva en la fundación de su mito nacional, fuera ya uno de sus puntos cardinales.

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En la parte cuarta Zerolo dibuja esa vía alternativa de la Modernidad, escondida y humillada, representada por los idiotas. Como chivos expiatorios, se habrían convertido en los redentores del lado triunfante de la Modernidad, ilustrada y despiadada, científica y totalitaria. En cierto modo, su sacrificio abriría la posibilidad de un nuevo Reino.

Decíamos que la época moderna supone al mismo tiempo una ruptura y una superación. No por ello deja de estar dominada por el peso de la Caída. Más aún, se afirma victoriosa sobre ella. La desafía abismándose en ella como si cualquier fondo fuera simplemente una pausa. Jesús exclamó: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. En pugna con Žižek, a Don Quijote le correspondería decir: “Os perdono, porque, aun sabiendo lo que hacéis, lo hacéis”. Zerolo confía en la fuerza de futuro que siempre ha contenido, presente y operativo, ese perdón.

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Época de idiotas es un ensayo que, con su sencilla y singular personalidad, abierta a la discusión, nos acompaña perfilando a su modo los límites de los debates de nuestro tiempo. Y es un mérito de Armando Zerolo y una deuda que hemos contraído sus lectores para con él.

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lunes, 29 de agosto de 2022

Una década después


Memoria del Martirio de San Juan Bautista


Seis poetas toscanos,
Giorgio Vasari (1544)

Diez años después celebro hoy la memoria de mi precursor. Con el inicio de Donna mi prega, Cavalcanti, mi heterónimo, mi hermano, el lector que siempre he querido ser, me salvó del Tedio de trabajar en una de esas instituciones de titularidad eclesiástica que siempre – siempre, ay- hacen pagar la inteligencia y la libertad con sonrisas y falsedades, con el hedor de una buena conciencia presta a silenciar y a escabullirse de cualquiera de sus malas palabras. Cavalcanti, que jamás ocultó nuestros pecados, guarda para sí las llagas de su misericordia. Agradecidos, dentro de tres días unos cuantos laicos hemos encontrado la fortuna de comenzar una nueva etapa académica en otro lugar. En mi caso he decidido no mirar jamás atrás. Podrán cumplir así con más holgura y al precio justo de treinta monedas, su voluntad largamente acariciada: Muertos, enterrarán a sus muertos.

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Más allá de la operatividad a estas alturas de los blogs, no es fácil explicar el sentimiento de libertad restituida que ha significado para unos cuantos poder publicar determinados posts. ¿Cómo no parecer que se están contando batallitas a gente indignada que plantea recursos en la universidad porque su TFM ha sido calificado con un 8,5? Todavía en los mitificados 90 el catedrático de turno, furioso, podía espetar entre risotadas o esputos a alumnos que, a punto de terminar sus tesis, manifestaban la más ligera resistencia a seguir siendo avasallados o explotados: “Usted, usted no volverá a publicar ni en un fanzine”. No, no todos los abuelitos son buenos ni dulces, aunque quién discutirá que siguen transmitiendo una sabiduría ancestral. El prototípico boomer supo escalar sobre las pilas de compañeros amontonados cuyos restos, remilgado, solía apartar con cuidado y poniéndose siempre de lado. Hoy, en el también prototípico millenial ha encontrado la horma de su zapato. Como entonces y como ahora, los demás tenemos que seguir sufriéndolos con paciencia.

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Siete años, trescientas entradas, casi trescientas mil visitas constituyen el balance de Donna mi prega. Bajo sus discretos números, late una vida. Como diría Ortega parafraseando a Dilthey, en esos datos se condensa una mezcla de vocación, destino y azar. ¿Inútil, frustrado, adverso? Desde que a los catorce años me puse a leer sus epístolas, soy férreamente paulino.

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Por curiosidad he desplegado las estadísticas del blog. Aunque el pico de la atención se hubiese concentrado en el medio del camino, algunas entradas iniciales han seguido atrayendo, con una constancia sorprendente, la atención de quién sabe qué lectores y de qué algoritmos de los motores de búsquedas.

Tal vez porque continúo inmerso en una de mis fases surrealistas, no puedo sino atribuir al «azar objetivo» que, en lo más alto y a distancia, brillen entre lo más leído los temas esenciales de mi stilnovismo claravalense: poesía, política y teología. ¿Acaso no es justicia poética que los amores de Cavalcanti estén escoltados, bajo la condena de Prometeo, por la esperanza de la santidad que solo entrevé y que su incierta política esté disculpada por el ejemplo de la amistad? He aquí, pues, la lista:

  1. Las baladas de Guido Cavalcanti.
  2. Güelfos blancos, negros.
  3. Defensa de la santidad.
  4. Enrique García-Máiquez, entre palomas y serpientes.
  5. El arcángel del Cáucaso.

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Hace un par de años preparé un archivo impublicable que recogía el conjunto de la Trilogía güelfa a la que se sumaba, como un apéndice, un inédito Epílogo güelfo. Cien entradas, como cien cantos, pretendían formar una comedia secundaria con el título de Cavalcanti en Claraval. Bajo la falsilla del prólogo cervantino de Persiles y Segismunda, quise cerrar con siete llaves, hasta que sonase la trompeta de mi Juicio, aquel periodo que he exhumado para su reducción en estas ya excesivas líneas.

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sábado, 20 de agosto de 2022

Mallarmé (y Mann) en blanco

 

Memoria de San Bernardo de Claraval, ab. y dr.




La chair est triste

et j’ai lu tous les livres.


Siempre que he oído o he visto citados estos dos versos de Mallarmé ha sido en reuniones mundanas, o en escrituras mundanas, alto standing. Siempre. Son dos versos para sacar de quicio a cualquiera, son pura mentira, ¿por qué iban a ser poesía?


(José Jiménez Lozano, La luz de una candela)

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Desde hace años, a mediados de agosto me empeño en acometer la lectura de una novela clásica de dimensiones físicas y morales capaces de desafiar mi resistencia sentimental. No me basta con ir leyéndolas, como quien pasa las páginas de una partitura; necesito sumergirme en ella, ser ejecutado por ella, no resistirme a leerla sin desmayo en el plazo más breve posible, con una disciplina espartana, como si ejercitara una ascesis lustral. En una semana o diez días envejezco años del espíritu.

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De Vida y destino de V. Grossman o de Los demonios de F. Dostoievski regresé transfigurado. De La conciencia de Zeno de I. Svevo, perplejo. De La gran trilogía de G. Von Rezzori, exhausto. Preciso que el uso de cada adjetivo carece de valor axiológico. Solamente pulsan, más que un estado de ánimo, una constelación de emociones. Sombrías o luminosas, no enseñan nada; se limitan a forjar a fuego secreto ciertas zonas inconscientes de la sensibilidad.

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Escribo estas líneas mientras hago una pausa en la lectura estival. Con distancia, con rigor, con una atención imposible de mantener, intento seguir los meandros de la biografía de Adrian Leverkühn. Para un lego musical todas las digresiones que el alquimista Thomas Mann despliega con una superioridad intelectual que no entiende de concesiones pueden llegar a resultar indignantes. También ello es una trampa de su genio narrativo. Como buen alemán, Mann ha aprendido que la misericordia de Dios ha dispuesto las llamas abrasadoras del infierno para calmar eternamente la gelidez satánica. En Doktor Faustus la cima de la lucidez narrativa de su autor refleja hasta los extremos más dolorosos la autoconciencia impotente de su narrador.

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Mientras escribo y leo, mientras leescribo no puedo dejar de escuchar una y otra vez la sonata 32 op. 111 de Beethoven que el profesor Kretzschmar sigue tartamudeando en los balbuceos literarios que el amante Serenus Zeitblom transcribe con una obsesiva exactitud demoníaca. Agitadas, las interpretaciones de Glenn Gould resaltan la urgencia de una forma musical que había alcanzado la plenitud en su aparente incompletitud. Kretzschmar destila las explicaciones de la falta de un tercer movimiento. Daniel Baremboim detiene, técnico, a sus oyentes en las tres notas de la arietta. Por eso, quizás mi hijo me recomienda que, a tientas, por mera confianza, me esfuerce con la precisa ansiedad de la versión de Igor Levit. “Se abandonan las apariencias del arte, el arte acaba siempre repudiando las apariencias del arte”, decía Zeitblom que sentenciaba Kretzschemar. Y, sin embargo, el silencio siempre se retrasa…

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Quién sabe, decía Kretzschmar, si el deseo profundo de la música es el de no ser oída, ni siquiera vista o tocada, sino percibida y contemplada, de ser ello posible, en un más allá de los sentidos y del alma misma”.

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Por asociación de ideas he vuelto a leer esa densa página y media del prólogo de Un golpe de dados. Creo que Mallarmé es un poeta mucho más radical e implacable que Rimbaud, y más agudo. Contiene en sí toda la Vanguardia, en su desesperación más auténtica y no por ello menos discutible. Mallarmé jamás abolirá el azar llevándolo hasta el extremo como la dodecafonía nunca proscribirá el contrapunto ni la armonía. Su poema se extiende como una partitura de silencios que se han convertido en pecios del ritmo: sus espacios en blanco: “yo no transgredo esta medida, sólo la disperso”.

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Blanchot, Barthes o Derrida, en sus momentos climáticos, no recitan sino notas a pie de página de Mallarmé.

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Jiménez Lozano repudió, con razón, las escrituras mundanas y sus mentiras. ¿Habría compadecido D. José a Mallarmé de haber visto que los poderes de alto standing se habían apropiado del lamento de su verso y de la aspiración frustrada, ante la brisa marina, de remontarse con el canto pareado de los marineros hasta el cielo de sus aves?

 

“¡Huir! ¡Muy lejos! ¡Siento la embriaguez de las aves

errando entre la espuma ignorada y los cielos!

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Sobre el papel vacío guardo su desértica blancura…

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jueves, 11 de agosto de 2022

El libro por venir


Memoria de Santa Clara, v.

  

Arlequín,
Pablo Picasso (1923)


Hace casi una década, a la aventura, sin carta de navegación, inicié el blog Donna mi prega. Como he relatado en muchas ocasiones, durante siete años exactos, con un esfuerzo de puntualidad anglófila, alquímico y numérico, fui construyendo el «stilnovismo claravalense» que se condensara en mi oculta Trilogía güelfa.

Si a continuación El peregrino absoluto tenía encomendada alguna misión, no fue otra que allanar en su desierto el camino – y el plano- de esta Poética del monasterio a la que una y otra vez ha temido no poder dar cumplimiento el sacrificio de su escritura. Neurótico, he dudado de su realidad como quien ora impetrando la gracia de su culminación. Como las Horas litúrgicas celebradas en una celda tanto física como alegórica, ese libro por venir se publicará dentro de unos meses. Quien busca, encuentra.

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Declarada la muerte de Dios, del sujeto, del autor, y en espera de la del lector, en nada he creído poder poner la fe que no sea en una radical esperanza escatológica: Et iterum venturus est. Ni la gloria ni el juicio, por fortuna, me corresponden.

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En esta última etapa he encontrado también caridad en un par de amigos que han aligerado el camino mientras alcanzaba posada editorial.

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Daniel Capó es un mallorquín bergmaniano. En su conversación vibra, ostinato y escondido, el eco angustiado de una nota creadora. La depura hasta que, nítida, se hace imperceptible. Animoso, la vela con una cálida, no menos distanciada, seriedad.

Escribe breve por convicción. Posee el timbre lírico de los lieder, pero aspira a dominar el ritmo de las sonatas. Parece rehuir la autoría porque, al escribir, no desea dejar de ser un lector, un oyente, un contemplador. Quiere experimentar la trascendencia de ese instante creativo siempre por sostener. Admira el estilo de Celibidache.

El mallorquín es enigmático por naturaleza. No incomprensible, ni huidizo. Impenetrable, resiste náufrago a los rompientes de la isla. Es preciso aceptar que la cifra de sus secretos brilla en sus silencios. En un laberinto de espejos dispone los reflejos de sus ángulos ciegos. Requiere del interlocutor que aprenda, derrotado, a escuchar lo sustraído; a mirar lo callado; a tocar lo desvanecido.

¿Nos asomará Capó a la lectura abismal de sus silencios, como el rumor continuo de ese mar que suena a lo lejos, interior?

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“Sólo importa el libro tal y como es, lejos de los géneros, fuera de las designaciones, prosa, poesía, novela, testimonio, bajo las que se niega a colocarse y a las que deniega el poder de fijar su lugar y determinar su forma” (M. Blanchot, El libro por venir).

También, el ensayo.

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Armando Zerolo posee la ductilidad de la sencillez. Aunque se empeñe en definirse defendiendo lo moderno, o mejor dicho, como ensalzaría Rémi Brague, lo moderadamente moderno, lo asume con una candidez que no puede sino desarmar a sus contradictores, como si a él, paradójicamente, le fuesen ajenos la burla o el sarcasmo y el estupor y la irritación que pudiera provocar en unos y otros. Esa inocencia es una virtud muy poca moderna.

Como a Zerolo le produce curiosidad mi deseo de buscar otro modo de ser (que) moderno, estoy expectante por la noticia de la próxima aparición de un libro suyo de título tan provocador como Época de idiotas. Supongo que desarrollará su tesis de que la literatura de los idiotas – el loco, el foll, el fool…- es una creación de la modernidad, cuya figura tutelar habría sido Don Quijote. Será la oportunidad de seguir debatiendo con él en esa tierra de nadie, combatida, de la que querríamos ser pacíficos herederos. Me temo que acabaré llevándole la contraria inclinándome por el Rey Lear que tanto disgustaba a Tolstoy y a Wittgenstein…

Esa idea suya del idiota como el héroe moderno casa muy bien y, al mismo tiempo, lo distingue de la modernidad que reclama. En ese sentido me impresiona la inocencia de Zerolo, porque posee una carga lejana de la santa simplicidad de Francisco de Asís. Puede que haya adquirido un vago aire rosselliniano que le lleva a plantar flores y restaurar los tejados de su casa en Peñafiel. 

Con una seriedad que no es fácil de reconocer, y a costa de sus contradicciones, Zerolo es consciente de que ser moderno a su manera le exige resistir el vendaval de destrucción que comporta la modernidad. Sin menosprecio de corte y con alabanza de aldea, le impulsa a restaurar la costumbre sin incurrir en la nostalgia y a acoger la melancolía sin desistir del activismo. Será discutible, pero a ver quién desmiente su secreta coherencia...

Por encima de afinidades y de convicciones compartidas, creo que nada nos liga con más fuerza que ser tocayos. No debería subestimarse esta boutade. Hay a quienes les une llevar el nombre de un emperador o de un fundador, de un mártir o del Precursor. A nosotros, que ni tan siquiera sabremos con certeza en qué fecha, y si realmente es posible, celebrar nuestra onomástica, nos consta, solidarios y solitarios, que, aun desnudo y hasta ligero, nomen est omen.

Susceptibles y tercos, discutiríamos el sentido reaccionario o liberal de El genio del cristianismo o de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, pero acabaremos abrazados recitando en cualquier taberna, castellana o bretona, pasajes de la Vida de Rancé. Bajo la advocación del fundador de la Trapa, hemos disfrutado, sobreentendidos y distantes, “esos días llamados felices que transcurren ignorados en la oscuridad de los quehaceres domésticos, y que no dejan al hombre ni el deseo de perder ni el de recomenzar la vida”. Estas líneas de mi Poética del monasterio quieren agradecérselo.

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“El escritor moderno es y no es Abraham: le es forzoso estar simultáneamente fuera de la moral y en el lenguaje; le es necesario hacer lo general con lo irreductible, reencontrar la amoralidad de su existencia a través de la generalidad moral del lenguaje; este peligroso pasaje constituye la literatura” (R. Barthes, El grado cero de la escritura).

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