domingo, 31 de diciembre de 2023

Tres lecturas y media de 2023.

 

Memoria de S. Silvestre I, p.

 

Libro abierto,
Juan Gris (1925)

Suelo llegar tarde a las novedades. De hecho, siempre acabo su lectura con el sentimiento de haberme retrasado. Aunque quiera leerlas con urgencia, me asalta la mala conciencia de no haberlas alcanzado con puntualidad. En cambio, los libros que llegan en su momento están fuera del tiempo. No son necesariamente los clásicos. Poseen una actualidad capaz de crear su tiempo de lectura, su estación interior.

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Pasé el invierno leyendo La vida simple de Sylvain Tesson. Mario Crespo la había recomendado en un artículo de la revista Centinela, donde apuntaba que este diario de la estancia de su autor en un bosque siberiano había sido “una experiencia de aislamiento, casi de ermitaño”. Me dirigí hasta esa cabaña sólo por esas siete palabras capaces de activar algún sentimiento lejanísimo, impreciso. Fui subrayando cada pasaje en que Tesson mencionaba de una u otra manera la palabra ermitaño. Entre los libros que se había llevado a la orilla del lago Baikal su lista contenía unos cuantos de Ernst Jünger, claro. Pero me resonaba por todas partes el nombre de Gaston Bachelard. “Lo imprevisto del ermitaño son sus pensamientos. Sólo ellos rompen el curso de las horas idénticas. Hay que soñar para sorprenderse”, dice el aventurero Tesson. Anotada en un cuaderno encuentro esta cita de Bachelard: “La cabaña del ermitaño es una gloria de la pobreza. De despojo en despojo, nos da acceso al absoluto del refugio”.

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Hace unas semanas, de modo improvisado, introduje en clase una larga reflexión sobre Poética del espacio. De repente me sorprendí relatando un recuerdo sepultado. Tendría cinco años. Los Reyes Magos me habían traído una tienda formada por tres palitroques y una tela bastísima. Me encerré en mi cuarto y le pedí a mi madre comer en ella, con una bandejita. Durante los meses que me refugié allí dentro del adentro ensueño un primer sentimiento de libertad plena, expansiva y abrumada. Me pregunto si leyendo a Tesson iba en busca de aquella imagen…

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Durante la primavera busqué por los catálogos de las bibliotecas universitarias todas las ediciones de Europa de Julio Martínez Mesanza. Fui encontrándolas aquí y allí. He esbozado croquis de la distribución de todos sus poemas, en los márgenes de hojas, en fichas de papel A5, en fichas de cartulina… Tengo a medio escribir uno de esos artículos que sirven de traicionera excusa para justificar una oscura e intrincada exploración que nada tiene que ver con las exigencias de la Academia sino con intimaciones secretas y temidas. Una oscura iluminación, que permanece todavía enigmática, me asaltó ante la cita del trovador Gui de Cavaillon que Mesanza introdujo al final, no al principio, de Entre el muro y el foso: “Nos fam la gaita entre·l mur e·l fossat”. En el punto volado, entre el muro y el foso, siguen encaramados el miedo y la determinación de otro tiempo que no es el del autor ni el del lector, sino que tal vez hubiese sido prefigurado en el sueño de un trobar clus. Vuelvo a abrir mi ejemplar y me detengo en este poema: “Se manifiesta el alma en la extrañeza. // Se manifiesta el alma en la extrañeza, / la forma de no ser ellos que tienen / las horas y lugares conocidos. / La extrañeza y el alma son lo mismo, / el instante en que veo y ya no veo / el quieto tiempo y el lugar que escapa”.

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Desde hace casi veinte años intento leer el ciclo de Browning de Juan Eduardo Cirlot. He leído poemas sueltos, pero no me he atrevido nunca a seguir ningún orden. No se trata de que su lectura sea más o menos arisca. Duele en algún lugar extraño del alma. Las torres de Mesanza, trocaicas o anapésticas, me han conducido por qué extraños caminos hasta el primer libro, leído una y otra vez entre finales del verano y el otoño: “Este sonido triste que solloza / es mi espada románica que piensa. // Mi corazón oscuro la acompaña”.

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En estos días de la Octava de Navidad he dedicado las mañanas acatarradas a internarme en la Septología de Jon Fosse. Es cierto que es un escritor católico, con un estilo hipnótico que traza una reflexión honda sobre el sentido de la existencia humana a través de la representación de la conciencia de su protagonista. No bastan para seguir sin desfallecer sus sucesivos volúmenes. A lo largo de cerca de ochocientas páginas el lector se va introduciendo en la mente de un personaje que recorre, insomne y delirante, durante una semana, que bien podría calificarse de litúrgica, el nevado perfil de un fiordo noruego en el que se encarna, en efecto, su conciencia. Que si Beckett, que si Ibsen, que si el Maestro Eckhart, el protagonista pinta cuadros para borrar de su memoria las imágenes que se le agarran como el óleo al lienzo, ahondando en su oscuridad hasta que extrae de la oscuridad misma su luz. Los personajes se van fundiendo y escindiendo, los tiempos se confunden y se alejan, el autor y el lector se superponen. Confieso que me ha sido arduo acostumbrarme de entrada a su ritmo, como el de una barca que boga de noche bajo una luz que ilumina un instante antes de que la extinga su oscuridad. Me he recordado leyendo durante diez años el Ulysses de Joyce que recomencé hasta tres veces, llegando hasta el capítulo cinco, de nuevo hasta el capítulo quince y finalmente hasta “sí dije sí quiero SÍ”. Sin prever nada, había visto hace unas semanas Fresas salvajes y Persona de Ingmar Bergman. Es misteriosa la jornada que prepara el encuentro no con un libro sino el del libro con uno, como si fuera preciso ir preparando el hospedaje, sin sospechar la proximidad de su huésped.

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Llega Año Nuevo; ojalá logre estar más atento al silencio entre tantísimos ruidos de fuera y de dentro.

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viernes, 17 de noviembre de 2023

Castidad

 

Memoria de S. Hugo de Novara, abad


Detalle del Juicio Final,
Pietro Cavallini (1300)


Como un ejercicio más de su modo de leer, la escritura monacal se caracteriza también por ir rumiando sus reflexiones. La ruminatio no consiste sólo en prestar detallada atención a los rasgos ocultos de sentido que la recitación quisiera acariciar. Avanza con ágil lentitud. No corona cimas, como la mística. Prepara el ascenso. De improviso el lectoescritor siente que se le ensanchan los pulmones y que su respiración se agita levemente. Observa a su alrededor y se descubre en medio de un valle nitidísimo. Sin apenas notarlo ha ido cesando el ruido que lo acompañaba adentro. Su conversación interior se ha ido espaciando, mientras el aire se hace más seco y hiere con más afilada dulzura. Es el momento. Puede entonces uno respirar profundamente y disfrutar de la vista con el cuello del abrigo bien alzado; o bien irse revistiendo, casi ruborizado, de un hábito nuevo, único, propio, cuya medida exacta es tarea de la vida ajustar.

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En un brevísimo lapso de tiempo Erik Varden ha publicado el original inglés y la traducción española de Castidad (La reconciliación de los sentidos). Castidad no es un tratado, ni un manual, ni una apología, ni una homilía, ni siquiera, apurando sus amplios límites, un simple ensayo. En toda la amplitud del término aspira a ser una oratio: un discurso que invite a la contemplación. Un monje tiene muy presente la recomendación de S. Pablo: “Vuestra conversación sea siempre agradable, con su pizca de sal, sabiendo cómo tratar a cada uno” (Col 4,6). Es decir, comparte un logos, una razón que da gracias, una palabra en vela.

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Rumiar es recordar. En la ruminatio despliega su poder curativo la anamnesis. Castidad debe leerse en estricta continuidad con el libro anterior de Varden, La explosión de la soledad. Entre ambos se reconoce un mismo estilo, cuidado y próximo, que repite el procedimiento hermenéutico, en absoluto ajeno a la tradición monástica, de utilizar el ejemplo de obras poéticas, musicales y artísticas. La explosión de la soledad invitaba a recordar – es decir, a pasar de nuevo por el corazón, sacando del olvido a la luz del Resucitado- el camino desde la Creación a una nueva Creación. Castidad nos anima a habitar el monte santo donde el Edén y la nueva Jerusalén están ya secretamente desposados en nuestra historia redimida. Dice el autor: “Habitar el mundo castamente es verlo en verdad y verse a uno mismo y a la humanidad de modo verdadero en él; es decir, convertirse en contemplativo”.

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La argumentación de Dom Varden apunta a la castidad no tanto como un programa de virtud cristiana, sino sobre todo como un icono que manifiesta la realidad ontológica de la existencia humana. Por supuesto asume el horizonte de los afectos humanos, a la luz de un concepto integral de intelecto que no escinda el entendimiento como una potencia independiente y superior que debiera regir y sujetar la voluntad. Reconciliándose el uno y la otra por la memoria, el comentario desea remontar, más allá de la interpretación literal y moral de la palabra castidad, a su significado alegórico y anagógico, trinitario. No es la castidad del Hombre en la Caída la que atrae en primer término la atención – el hombre desnudo, recubierto de pieles-, sino la expectativa del Hombre restaurado en su dignidad original, revestido de una túnica de gloria. Como dice el obispo de Trondheim, "la condición cristiana es el arte de esforzarse por responder a una vocación a la perfección mientras sondeamos la profundidad de nuestra imperfección sin desesperar y sin renunciar al ideal".

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Como un midrash cristiano, Dom Varden glosa La cueva de los tesoros, un texto siriaco del siglo IV. En una época como la nuestra, considera que su contenido “posiblemente consiga ir más allá que las admirables pero austeras definiciones de la teología escolástica”. Bajo esta delicada monición, el lector se asoma a un enfoque que, en su humildad, es inverso, pero no opuesto, al de la escolástica que lleva prolongándose durante los dos últimos siglos. Si Dom Varden no propone la castidad en términos punitivos, se debe a que sostiene, provocativamente, que la castidad es el estado natural del ser humano que se perdió con el pecado. El orden de la gracia recupera así la plenitud de la que caímos. Es preciso una anamnesis que es también una anábasis.

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La castidad debe meditarse en su horizonte escatológico. No es una carga sino un servicio. No es un munus sino un officium. La Caída nos arrastra a un desorden cada vez más abismal. La Misericordia, con una ardua ligereza, nos alza a un nuevo orden edénico. La castidad no es únicamente un combate moral contra los instintos, sino la paz que recobra nuestro polvo modelado a imagen y semejanza de su Creador. Su sentido en la economía de la salvación es esencialmente litúrgico, como se declara en diversos momentos del libro. Dice con precisión Dom Varden: “Al principio, la naturaleza humana formaba parte perfectamente de este orden perfecto. Estaba orientada a la vida eterna y a la manifestación de la gracia sustancial de Dios. […] Su misma existencia tenía un carácter unificador, sacerdotal. […] El hombre fue invitado a elegir la bienaventuranza. Esto significa que era libre de rechazarla. Su sacrificio sacerdotal residía en ordenar su libre albedrío según la llamada de Dios”.

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Las tensiones que atraviesan la vida humana no se reducen a contrastes. Contienen también fuerzas creativas. Orden y desorden, eros y muerte apuntan a la búsqueda de una reconciliación – y no meramente un equilibrio- entre cuerpo y alma como entre libertad y ascesis. Hombre y mujer, matrimonio y virginidad suponen un anhelo – concepto clave en el pensamiento de Dom Varden- de perfección, o mejor dicho, de plenitud -de integridad- que sólo se reconcilia en el éxtasis del reencuentro en el otro. De todos los sacramentos, solamente uno recuerda el estado paradisiaco: las nupcias, que, a lo largo de la espiritualidad cristiana – y bíblica-, han alegorizado la intimidad del ser humano y Dios, de Cristo y su Iglesia.

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En las primeras páginas de Castidad Dom Varden establece una filiación con las acepciones empleadas por Aristóteles y Cicerón. La Poética y las Disputaciones Tusculanas remiten simultáneamente a un proceso de purificación y a un estado de pureza. No son una adquisición, sino una disposición largamente trabajada. La castidad ni sublima ni apacigua la pasión: “Reconoce un destello de eternidad en la pasión”. No libra del cuerpo; lo libera para que sea de nuevo él mismo. Le devuelve el descanso sabático. Por ello, me ha conmovido un dicho conciso de los Padres del Desierto citado por Dom Varden: “La medida del cristiano es su imitación de Cristo”. La acepción poética que resuena en el término griego de mímesis no se limita a la imitatio latina. Radicaliza su significado. A la medida del cristiano no le basta con reflejar a Cristo. Su acción está impelida a re-presentar el sentido mismo del obrar de Cristo. Es Cristo quien obra en él cuando él actúa. La castidad es la manera del ver el mundo con la claridad del nuevo Adán que gobierna sus pasiones con la simplicidad de la Creación recién terminada de hacer. Quien es casto ve el mundo con los ojos mismos del amor de Dios. ¿Cómo no oír de fondo resonando la bienaventuranza de Jesús? “Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios" (Mt 5,6).

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En el hermoso andante final Dom Varden va comentando el fresco del Juicio final de Pietro Cavallini. Todas sus figuras dirigen su mirada hacia Jesucristo, Juez de misericordia. Aunque la pintura está dañada, siguen intactas las llagas de una mano y de los pies y la herida del costado. Ligeramente inclinado hacia delante, porque ni siquiera el trono de su poder puede retener su cercanía, nos mira mientras detenemos la mirada en Él. Aunque no seamos monjes, solos ante sus ojos, deberíamos repetirnos, con el anhelo herido de una añorada pureza: “Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor” (Sal 27,8). Con Castidad Erik Varden acompaña los pasos de esa búsqueda.

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sábado, 21 de octubre de 2023

Secretos, cronoclastas y conservadores

 

Memoria de S. Hilarión, abad

 




Hace poco me decía Álvaro Petit que Anti(pos)modernos españoles le parecía una propuesta estética que mostraba una militancia política pero no partidista. En efecto, no quiere reducirse a un tratadito de estética conservadora. Aunque sea una apuesta conservadora, rehúye todo tipo de clasificaciones y etiquetas. En el prólogo se dice que quiere ser a la vez un “opúsculo” y un “libelo”. Tal vez se haya convertido también ex post facto en un “prontuario”: una obrilla polémica que anota brevemente diversas cuestiones que deberían ser tratadas con más detenimiento en una obra posterior.

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Anti(pos)modernos españoles no pretende ofrecer un canon de la literatura conservadora española del siglo XX. Sería incompleto. Sin embargo, apunta una muestra alternativa que no complementa la oficial, sino que, no obviando sus tensiones ideológicas, intenta liberarlo de una polarización que lo condene a un ostracismo sectario. Ni todos los autores comparten las mismas ideas políticas, ni todos ellos se ajustan un credo religioso único. Omite cualquier taxonomía por promociones o grupos, a fin de resaltar un espacio geográfico y político común que atraviesa la península de cabo a rabo. Ese diálogo mantiene vivo el fuego que alimenta la actitud anti(pos)moderna acogiéndose a unas libertades que no tienen temor en inspirarse en la tradición sin quedar apresada en ella. Experimentan con ella, crean con ella y gracias a ella. En ese sentido atribuyo a todos esos autores la categoría de cronoclastas: rompen con la idea de progreso entendida en un sentido teleológico, como ley historicista a la que la estética también debería estar sometida.

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Anti(pos)modernos españoles procura sorprender al lector eligiendo el género en principio con el que menos se identificaría su crítica de la posmodernidad. Trata así también de profundizar en los motivos que forman otra categoría básica de análisis del libro: su condición secreta. Al invocar, por ejemplo, a Jiménez Lozano la poesía, no el ensayismo o el diarismo, orienta la búsqueda. Al recordar a Luis Rosales, no la poesía, sino su ensayismo. De Pemán, en vez del articulismo, su teatro.

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Advierto a posteriori que el libro se acaba con mi generación. ¿Se debe acaso esta ausencia al ombliguismo generacional al que nadie parece inmune? Pudiera ser, aunque también podría deberse a otra causa. La generación que ha precedido a la mía ha sido y sigue siendo todavía tan omnipresente – tan asfixiante e implacable – que, por un lado, me parecería casi hasta inmoral atreverme a enseñar a quienes alcanzan ahora su madurez cómo deben leerse. Al mismo tiempo, siento que, tan engolfada en sí misma, la mía no puede permitirse abdicar de una responsabilidad: la de transmitir una manera suya de leer el pasado en el que ya está entrando. ¿Quién sabe si tendré el valor y la fuerza para compensar esta ausencia siguiendo con un proyecto en germen, juanrramoniano, que me gustaría titular Españoles de tres submundos?  

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En este blog he dejado constancia de haberme dedicado a meditar el Eclesiastés durante un par de años, recién cumplida la cincuentena. Con insistencia me detengo en dos de sus pasajes: “Lo torcido no se puede enderezar, / lo que falta no se puede calcular” y “Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras. Lleva siempre vestidos blancos y disfruta de la vida con la mujer que amas, mientras dure esta vana existencia que te ha sido concedida bajo el sol. Esa es tu parte en la vida y en los afanes con que te afanas bajo el sol”. Ojalá supiera de veras aplicarme un programa tan conservador y sensato. Más que pesimista, contra toda evidencia, debería aprender a sostener una serenidad con las gotas de un escepticismo (sobre)naturalísimo.

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miércoles, 18 de octubre de 2023

La moneda del monje

 

Fiesta de S. Lucas, evg.

 

San Pablo Ermitaño,
José de Ribera (1640)

En cierta ocasión un amigo me comentó que le había impresionado un pasaje de Poética del monasterio en que se recordaba que la celda de S. Pablo, ermitaño, estaba instalada en un antiguo taller de falsa moneda. La vida secreta del primer monje estaba envuelta en un aire de clandestinidad que había deslumbrado a S. Antonio, abad. Habiéndome propuesto leer las Colaciones de Juan Casiano de principio a fin, caigo en la paradójica cuenta de que la vida monacal está atravesada, desde sus orígenes, por una disyuntiva económica muy evangélica. “Non potestis servire Deo et mammonae” (Lc 16, 13).  

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Pablo, el ermitaño, apartado al fondo de una cueva oscurísima, rezaba donde se había falsificado moneda. El abad Antonio se había convertido escuchando la admonición de Jesús al joven rico: “omnia, quaecumque habes, vende et da pauperibus et habebis thesaurum in coelo: et veni, sequere me” (Lc 18,22). En la primera Colación, desde el desierto de Escete, el abad Moisés recomienda que “lleguemos a ser, según el precepto del Señor, hábiles cambistas” si el monje desea realmente alcanzar la contemplación continua. La vida monástica se asemejaría, pues, a la parábola de los talentos: “Negotiamini, dum venio” (Lc 19,13).

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Dice Casiano: “La habilidad de los cambistas consiste en distinguir el oro puro del que no ha sido purificado de igual suerte en el crisol”. A continuación, enumera cuatro posibilidades que obligan al monje a discernir sobre la naturaleza de la moneda de sus pensamientos. Hay una moneda falsa, sin duda, como la hay “fingida” o sin valor real de cambio. También hay una moneda dañada e incluso puede estar devaluada. Cuando al final del primer ciclo de Colaciones el abad Isaac y sus interlocutores conversen sobre la oración, llamará la atención que se subraye que todas las prácticas monacales, y hasta los ejercicios más extremos de austeridad son nada, si no se mantiene el corazón puro en la recta doctrina.

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Falso dinero son las reflexiones que seducen por el brillo de un lenguaje en el que se complacen ciertos filósofos y que conducen, en su aparente inocuidad, a la miseria más absoluta. También falsifican su valor todas esas prácticas que, en su apariencia piadosa, no se ajustan al cuño auténtico que timbra la tradición. Devaluadas, es decir, que han perdido su peso, son aquellas piezas que, “por la herrumbre de la vanidad”, no se ajustan en verdad al patrón antiguo, aunque aparenten reproducirlo. Dañada es, por último, la moneda que emplea la Sagrada Escritura para imprimir en ella interpretaciones que se desvían de su sentido fiel: “no es la imagen del rey verdadero la que se halla grabado allí, sino la del usurpador”.

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Medito estas páginas de Casiano, admirado. Siguen describiendo con una exactitud pasmosa no pocos y principales peligros actuales. En cada una de esas monedas se descubren sin esfuerzo las más variadas divisas que circulan hoy con toda naturalidad. Emitidas hasta por el banco central, las operaciones de especulación financiera que la (pos)Modernidad ha puesto a disposición de nuestra contabilidad espiritual permanecen al descubierto en las secretas celdas de la espiritualidad monástica. ¿Acaso no pasan por nuestra mano diariamente esos billetes con los que algunos negocian sin demasiado escrúpulos, mientras muchos nos conformamos con evitar que caigan en nuestras manos o con deshacernos de ellos lo más rápido posible, advirtiendo sin demasiada confianza sobre el engaño que supone reconocerles curso legal?

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Acostumbro a recordar el fundamento escatológico de la vida monástica que venero y que no sigo. Bajando los ojos, vuelvo a leer: “Viendo el anciano la admiración que nos causaban estas palabras, prosiguió diciendo: el fin último de nuestra profesión es el reino de Dios o reino de los cielos, es cierto; pero nuestro blanco, o sea, nuestro objetivo inmediato es la pureza del corazón”.

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domingo, 1 de octubre de 2023

Anti(pos)modernos españoles

 

Memoria de Sta. Teresa del Niño Jesús, v. y dra.

 



Anti(pos)modernos españoles, mi nuevo ensayo que acaba de aparecer en la Editorial Sindéresis, intenta trazar algunas líneas alternativas de nuestro pensamiento literario contemporáneo. Entrando en debate con la conocida obra de Antoine Compagnon, sus capítulos recogen el perfil de ensayistas, narradores y poetas cuya posición política y estética desafía las etiquetas ideológicas más rígidas. La nómina incompleta y personal seleccionada muestra la riqueza «conservadora», «secreta» y «cronoclasta» de una reflexión que ha puesto en jaque la asociación de modernidad y progreso en nombre también de la libertad y la tradición. Aunque los nombres de Ángel Ganivet, Wenceslao Fernández Flórez, Rafael Sánchez-Mazas, José María Pemán, Juan Ramón Masoliver, Julián Ayesta, Luis Rosales, Álvaro Cunqueiro, Ramón Gaya, José Jiménez Lozano, Miguel d’Ors, Julio Martínez Mesanza, Juan Manuel de Prada y Enrique García-Máiquez no agotan un panorama amplio y complejo, bastan para representar unos principios y unas virtudes artísticas y morales que han forjado una parte sustancial de la personalidad histórica y cultural de España en el último siglo.

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No responde este volumen al género estricto de un ensayo académico y, sin embargo, tampoco se conforma con adaptar el recurso de la antología de artículos. Anti(pos)modernos españoles es un croquis por donde respiran maneras de escribir la realidad histórica y de leer las experiencias del tiempo que aquella ha logrado crear. Quisiera ser tomado simplemente por un opúsculo o, como mucho, por un libelo.

Suele definirse el primero como una obra científica o literaria de poca extensión. La obra científica puede ser literaria por una cuestión de estilo. Aunque no practique las archinormas genéricas con que los códigos universitarios actuales han logrado aherrojarla, la obra científica también debería volver a ser literaria por un diseño de construcción que la singularice, sea cual sea su modalidad o su alcance.

El opúsculo guarda así un trasfondo que limita con el libelo, tanto por su condición de libro pequeño como además por la de escrito que infama a alguien o algo. De modo indirecto y breve, el nuestro denigra que se denigre por defecto unos modos de hacer literatura. En su heterogeneidad política, social y cultural han experimentado a fondo con no pocos de los artificios imaginativos que, al delinear una parte sustancial y olvidada de su memoria sentimental, forman parte de la historia literaria y crítica española. Su brevedad esquemática ojalá consiga mantener el tono de una polémica matizada.

Etimológicamente, preliminar remite a un umbral en el momento previo a que alguien lo traspase. Sin embargo, entrar en una casa no es simplemente desplazarse de un espacio a otro, de un afuera a un adentro. Dijo Gaston Bachelard: “El hombre es el ser entreabierto”. Añadió que nuestra vida es el relato de las puertas que se abren y de las que se cierran y de las que quisiéramos volver a abrir. En el trazado de ese límite, donde se asoman los autores que se propone estudiar, desean moverse estas páginas.

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Con este breviario abro un nuevo itinerario. No abandono el monasterio. Me inclino sobre el escritorio y me pongo a rumiar en odres viejos vino nuevo, o al revés. No dejo de meditar si no debiera mantenerme en silencio evitando la tentación polígrafa. Me consuelo – o lo intento- con que en el principio era la Palabra y no el Silencio. Sin la Palabra no podríamos descansar en el Silencio. Nos rodearía el rumor ensordecedor del Caos o el eco vacío de la Nada a la espera de que el Espíritu creador diese razón de ellos. La verdad de todo libro llega después, en el silencio que sus palabras han podido engendrar. Tras los autores de Anti(pos)modernos españoles late, secreta y cronoclasta, la sombra de mi conservadurismo: la lectura como espacio paradisiaco.

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domingo, 24 de septiembre de 2023

Istmos


Fiesta de Nuestra Señora de la Merced



 

Ricardo Calleja, del que quienes le conocemos sabemos que parece hombre de mundo y es hombre de Dios, mantiene las distancias como la forma íntima de una calidez que se rige por la prudencia. Retiene la sonrisa al esbozarla. Achica los ojos, aprieta los labios, suspira honda y discretamente. Inicia un gesto amplio de la mano hacia la nuca antes de pronunciar con pocas palabras claras, entre dientes, una opinión, un pensamiento, una reflexión largamente vividos. Se encoge de hombros, calla, como si supiera que, aunque resulten inútiles, no cabe nunca desesperar. Cuando ríe, incluso con un punto de elegante sarcasmo del que parece arrepentirse de inmediato, no deja que se malogre su contención. Advierto a veces, como una ráfaga, una tristeza de fondo que hace resplandecer, matizada, una alegría que no sabría apagarse. Como lector las veo de nuevo unidas con el continente de la persona y de la obra en su nuevo libro Istmos.

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Istmos se presenta como un volumen de aforismos. Se advierte en él un esfuerzo terso por mantenerse en los límites de un género breve tan lábil e híbrido, con fronteras tan imprecisas con la máxima, la sentencia, el adagio o el apotegma. La voluntad moral atraviesa toda la colección, refrenada o potenciada no sólo por la concisión lingüística sino por los efectos de sentido que trabaja sobre la materia y la forma del lenguaje mismo. Hay poetas que quieren ser moralistas. Calleja, que es un moralista, aspira a ser poeta.

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Otras reseñas podrán destacar la división de Istmos en cuatro partes, subdivididas cada una en tres epígrafes, que representan sendos espacios simbólicos por reales, y viceversa. Número completo: Doce. Entre tierra y cielo, la cuaternidad y lo trinitario. Casa, escuela, plaza y templo no marcan sólo una gradación entre lo privado y lo público, lo íntimo y lo comunitario. Entre los chispazos aforísticos asoman las intuiciones de un ensayo sobre una teoría política del Derecho. ¿Cómo no dejar que se escabulla sino agrupando sus dovelas como un mosaico de aforismos? Ya digo. Otras reseñas deberán subrayar la unidad temática y estructural de lo que se ofrece, por naturaleza, disperso y fragmentario.  Más humilde - ¿más esencial? – esta lectura, aquí, se detiene solamente en el concepto.

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Calleja, que invoca a Hobbes y a Schmitt, es barroco. No es el suyo un barroquismo de filigranas y volutas. Lo es conceptista. Desengañado, no escéptico. A un paso de la acritud, retrocede. Calleja es un conservador, claro. El conservador descree de las utopías. El conservador, a secas y maduro, ni espera el regreso de un Paraíso perdido, ni negocia a la baja otro por alcanzar. El conservador desconfía por defecto y espera por virtud. El presente no es sino el tránsito germinante de su pasado a un futuro que debe venir en la gloria del Hijo del Hombre. Por ello, de la familia conservadora a Calleja la reaccionaria casi le impacienta; la liberal le enciende, casi. Dos son, en suma, los principios de su inexcusable condición moderna: la autoridad de la casa y el templo, el poder de la escuela y la plaza. Orden y sentido.

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Barroco, Calleja defiende desde el prólogo también aforístico la claridad densa y revelada de una teología positiva. El místico es un asceta en acto. El asceta debería ser un místico en potencia. Moderno, interroga en los pliegues del lenguaje el peso significante de una verdad escondida y, todavía, operante. Rememora el Evangelio y la filosofía aristotélica. Trasciende la historia para que la conciencia de la Caída no sea sino la penúltima palabra. Llama la atención que, para lograrlo, ponga en juego dos procedimientos y tres temas. La variedad repetida de los juegos fónicos y la exasperada polisemia de la paradoja buscan pulir, como una gema, el emblema verbal. Asimismo, resiste la crisis biopolítica distinguiendo el orden (sobrenatural) y la organización (técnica). Si la política es la teología por otros medios, una filosofía de la historia debe desembocar en una Poética de la Redención, es decir, en una escatología. En ella se salva la soberanía de otro mundo, sin incurrir en los espejismos esteticistas del pasado ni en las especulaciones emotivistas del futuro. Hic et nunc, moderno y barroco.

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… No hay menos misterio en la precisión comunicable que en lo indecible…

La casa cansa y descansa.

La lengua es el arma del alma.

Claridad: caridad con ele de logos.

En el principio estaba la Palabra, no el concepto.

Todo arte es narrativo.

La virtud perfecta es tan natural en la excepción como en la norma.

Para el autoritario lo excepcional es lo normal. Para el liberal lo excepcional es siempre rechazable y hasta imposible. Para el clásico, lo normal es lo deseable; lo excepcional, inevitable.

Paradoja: la deliberación racional pública es un mito.

Ser conservador es sinónimo de acatar toda revolución que ya haya sucedido, y no apoyar ninguna de las que debería suceder.

Hay una gran diferencia entre el conservador elegíaco y el conservador celebrativo. La que media entre el reaccionario y el conservador.

Toda filosofía política es una filosofía de la historia. Toda filosofía de la historia es una teología de la historia.

Teología de la historia: lo peor está por venir. Lo mejor está por volver.

La política es la continuación de la teología por otros medios.

La ideología es ideolatría.

El exceso de organización es un desorden.

Reinar no es figurar. Reinar es figurar.

Para el cristiano es difícil saber si pone ladrillos del Reino o de Babel, pero sabe muy bien que no puede volver al Edén.

Los cristianos damos a beber vino nuevo en vasos rotos.

Cristo colma nuestra esperanza, desafiando nuestras expectativas.

Dios ha muerto. Y está a punto de resucitar.

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sábado, 19 de agosto de 2023

Novena bernardiana

 

Memoria del Beato Guerrico de Igny, monje O. Cist.



Al comenzar la Novena a San Bernardo de Claraval, que concluye hoy, decidí subir cada día un fragmento breve sobre el abad cisterciense a la antigua red social Twitter. Hace unos años me tomé la libertad de redactar una novena a Léon Bloy seleccionando frases de sus Diarios. Decidido a repetir el procedimiento, me encuentro al cuarto día, en que incluía una brevísima referencia bloyana, con el interés del Oratorio de San Felipe Neri de Alcalá por la fuente de tal Novena. Quedé desconcertado de entrada. Dado su ruego, al completarla, me siento en la obligación de dedicársela.

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Parecería que la Novena fuese solamente un ejercicio de devoción tradicional, como una caricatura del tópico reproche erasmista contra la superstición de las oraciones vocales repetidas por costumbre y con una finalidad mágica. Nada más lejano del recto sentido trinitario, tres veces tres, con que el fiel emprende un camino de ascesis encomendándose a Cristo y a su Madre también a través de los méritos de sus santos.

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Una Novena exige ascesis. Es un tiempo que, en medio de las ocupaciones diarias, nos arrebata de sus limitaciones. Las transfigura liberándonos de ellas. ¿Qué mejor manera de orar que leyendo, meditando y contemplando? Como sacramental, la Novena es liturgia de lo cotidiano.

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Cuando veinticinco años atrás comencé a estudiar los oracionales del siglo XVI, me llamaba la atención la condescendencia con que muchos filólogos y teólogos despachaban, a favor o en contra, la falta de originalidad o las carencias académicas de los escritores monásticos. No se daban cuenta de que, mientras ellos sabían de letras y del Espíritu, estos sabían las letras del Espíritu.

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“Mi” Novena a San Bernardo no es filológica. Acumula, organiza, rehace los textos como intertextos de una búsqueda. Crea un texto no como un collage, sino como un flujo significante. No hay experiencia sin una escritura. Mejor dicho, sin leescritura. Todo diálogo es una lectura que escribe, una escritura que (re)lee.

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Bernardo de Claraval, como todo hombre, contiene un misterio. Siendo este de una deslumbrante ambigüedad, concede a quienes se acercan a él el don de esforzarse por comprenderse mejor a sí mismos. Al escribir sobre él, intentan alumbrar sus secretos propios. A través de ellos, indirectamente, indago también en los míos.

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Conocerse a uno mismo no es sólo un imperativo délfico. Polvo soy y en humo me convertiré. Bernardo enseña que el conocimiento de sí es la práctica de la humildad. Una Novena a san Bernardo debe pedir esta gracia con la confianza de que, al pedirla, la recibirá en su mismo ejercicio.

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Comienza mi Novena con la oración de S. Bernardo Memorare, o piissima Virgo Maria. Le sigue la lectura de los fragmentos aquí propuestos, algunos de los cuales casi puedo recitar de memoria por haberlos rumiado en tantas ocasiones. Tras el Pater noster, Ave Maria y Gloria, la plegaria final: Sancte Bernarde, ora pro nobis ut digni efficiamur promissionibus Verbi Dei.

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Primer día: Dom Jean Leclercq, San Bernardo y el espíritu cisterciense.


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Segundo día: André Malraux, Los robles que caen (referencia a Charles de Gaulle)


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Tercer día: Thomas Merton, San Bernardo, el último de los Padres.


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Cuarto día: Léon Bloy, El mendigo ingrato.


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Quinto día: José Jiménez Lozano, Guía espiritual de Castilla.


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Sexto día: Rémi Brague, San Bernardo y la filosofía.


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Séptimo día: Étienne Gilson, La teología mística de San Bernardo.


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Octavo día: Dante, Purgatorio XXIX.


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Noveno día: San Bernardo, Sobre los grados de humildad y soberbia.


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miércoles, 9 de agosto de 2023

El hebreo aullante

 

Memoria de San Famiano de Galese, eremita y monje


Un barco naufragado,
Carlos de Haes (1883)

En varias ocasiones he relatado la emoción con que compré mi primer libro de poesía. Sigue estremeciéndome aquel joven desgarbado, de paso presuroso, en posesión de un secreto tesoro del que nadie podría desprenderle. Allí donde empezaba una historia podía proteger su memoria.

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Mientras roturo la crisis de los cincuenta, agachado en el huerto, ha sonado una campana en la puerta de la clausura. Entre las rejas se dibuja la silueta irónica del púber que fui. Sigue escondiendo su angustiada vulnerabilidad tras una sonrisa lacónica. Caigo en la cuenta de que, sin esperarla, se ha adelantado a mi llamada. Ha acudido como si supiera que aquella galerna de vigor físico y de sentimientos bizarros que azotaba su existencia hasta desarbolarla necesitara fondear en el lago maduro y cansado de su hijo, yo, hoy.  

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Creyó con una ferocidad irreal en un orden usurpado. Con lágrimas sepultó a conciencia sus ruinas más ardientes. Regresa ahora adonde fundé - ¿fundí? – su sueño. Donde fue Telémaco soy su Odiseo.

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Nos sentamos en el refectorio. Escuchamos la melodía de nuestros silencios. Cruzamos casualmente miradas esquivas mientras continuamos leyendo en el escritorio. Con un giro amplio y discreto extiende a veces muy lentamente su mano en el aire, como si trazase un signo, observándola de soslayo. Sigo el movimiento sin lograr descifrarlo. La cifra debe de encontrarse dentro de mí. Desisto, descorazonado. Mantiene una calma que entonces le habría enfurecido. Vuelve a girar el signo en su mano.

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Emergen de adentro, con contornos leves y espaciados, anécdotas entretejidas con el hilo sutil del destino que forja el carácter bajo apariencias circunstanciales. En otro lugar insinué cómo me afectó la honda recta de una carretera en herradura durante una interminable tarde azul de otoño castellano. Acudía a la profesión de los primeros votos de mi primo más cercano. Con diez u once años le había oído dar la noticia de su ingreso en el Noviciado como si perfilase en mi fantasía infantil las facciones de un «peregrino». No era como casarse: salir de una casa para entrar en otra. Navegante del intramundo, me parecía que se enrolaba en una tripulación que de tanto en tanto regresaba de una temporada en altamar. Aquella puesta del sol inabarcable, fresca, prístina, cabe Villagarcía de Campos, junto a la familia, continúa formando ondas concéntricas en el recuerdo de una fe nómada. Memoria de Santa Teresa de Jesús, 1983.

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Durante un par de años mi primo pasaba por casa desde Salamanca. Iba a buscarle a la plaza del Ministerio de Asuntos Exteriores que tanto había fantaseado de la mano de mi madre. Con un gesto de familia, en él tan acentuado, echaba la cabeza hacia atrás mientras le estallaba la risa entre los dientes. Empezaba a admirarlo. Años después nos peleamos, creo, por un quítame aquí ese poeta. En realidad, manteníamos una discrepancia vital muy profunda, mutua e inconsciente. Sólo que le sigo queriendo como entonces, como antes, con el cariño denso, silencioso, fermentado en la barrica de años que parecen haberse olvidado. Guardo ahí, idéntico, el sabor ronco del diminutivo que sólo ya reconozco, audible y lejano, en su voz y en la de sus hermanos.

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En una de esas visitas, por el otoño o el invierno de 1984, mi primo puso en mis manos, de regalo, el libro de poemas que leería entero por primera vez: Versos y oraciones del caminante, de León Felipe. Sin esos versos y esas oraciones de las que renegué años después no habrían llegado todas las líneas escritas hasta esta poética monástica que profeso como puedo. Nunca he tenido reparos en confesar que leí paradisiaco a Vicente Aleixandre, o con dulce desesperación a Pedro Salinas, y arrebatado, sobre todo arrebatado, a Bécquer y a Juan Ramón Jiménez que tan puro, tan exijente, tan alerta, en el primer fragmento de Tiempo se refería al autor de Ganarás la luz como “el aullante hebreo”: “Qué caso éste y qué pobre este León Felipe”. He tardado cuarenta años en atreverme a abrir sus versos y oraciones de nuevo. Y los he leído con arrepentimiento y con alegría, porque no me han guardado rencor, tan claros también, tan limpios, a veces tan ingenuos. En su corriente he vuelto a ver reflejado, intacto, el ritmo asonantado y postromántico y algo existencialista al que sola mi alma se sentía, entonces, capaz de seguir. Me sorprende que todavía ahora resuenen en ella sus ecos susurrados. Por nosotros, Tomás, gracias a ti, los reconozco.

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Siempre he sido muy reservado sobre las experiencias espirituales. Las explicaciones defraudan tanto como suelen ser tergiversadas. Nunca me ha parecido interesante exhibir las desnudeces morales que tanto apasiona magrear en las escuelas o en las parroquias. No testimonian nada. Cohesionan grupos, simplemente. Se prostituyen. Pero quién se atreve a decirlo. Merece la pena si se posee la capacidad alquímica de permutar la ganga sentimental en oro poético. No es mi caso. La primera vez recibí la gracia de no ver nada, ni de oír nada, ni de sentir nada que pudiera ser obligado a compartir. Nada, nada, nada. ¿Una mística apofática? Al contrario. Literalmente, fue una experiencia gramatical. Hasta entonces había tenido dificultades en distinguir los diferentes tipos de oraciones subordinadas adverbiales. Una tarde de mayo, solo en mi casa, se me revelaron las consecuencias de las comparativas y viceversa, la finalidad del modo, las condiciones de las concesivas, el tiempo de las causas... Nada extraordinario. Simplemente noté que me ponían en las manos un mapa del tesoro que sólo yo podía -o no- encontrar. Lanzarme a la aventura del Logos era como vender todo lo que pudiera poseer para poder adquirir la piedra preciosa que no pertenece a nadie. Intuí que la poesía era la senda angosta y cierta que debía recorrer. Cogí un papel y escribí mi primer poema de apenas unos diez versos con el eco que tenía más a mano: León Felipe. Un puro balbuceo que oteaba lo por venir. Lo releo de tanto en tanto en diagonal, pudoroso. Memoria de san Mayolo de Cluny, 1985. 

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Arrebujado en el extremo del coro, con el pelo hirsuto, los ojos consumidos en una lejanía en llamas, las manos en los bolsillos de una marinera descolorida, me acerco hasta él con sigilo. Aprieto cálido su antebrazo como si fuera un saludo distante. Alza azorada la vista. Nuestra mirada se detiene en este instante.

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