viernes, 17 de noviembre de 2023

Castidad

 

Memoria de S. Hugo de Novara, abad


Detalle del Juicio Final,
Pietro Cavallini (1300)


Como un ejercicio más de su modo de leer, la escritura monacal se caracteriza también por ir rumiando sus reflexiones. La ruminatio no consiste sólo en prestar detallada atención a los rasgos ocultos de sentido que la recitación quisiera acariciar. Avanza con ágil lentitud. No corona cimas, como la mística. Prepara el ascenso. De improviso el lectoescritor siente que se le ensanchan los pulmones y que su respiración se agita levemente. Observa a su alrededor y se descubre en medio de un valle nitidísimo. Sin apenas notarlo ha ido cesando el ruido que lo acompañaba adentro. Su conversación interior se ha ido espaciando, mientras el aire se hace más seco y hiere con más afilada dulzura. Es el momento. Puede entonces uno respirar profundamente y disfrutar de la vista con el cuello del abrigo bien alzado; o bien irse revistiendo, casi ruborizado, de un hábito nuevo, único, propio, cuya medida exacta es tarea de la vida ajustar.

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En un brevísimo lapso de tiempo Erik Varden ha publicado el original inglés y la traducción española de Castidad (La reconciliación de los sentidos). Castidad no es un tratado, ni un manual, ni una apología, ni una homilía, ni siquiera, apurando sus amplios límites, un simple ensayo. En toda la amplitud del término aspira a ser una oratio: un discurso que invite a la contemplación. Un monje tiene muy presente la recomendación de S. Pablo: “Vuestra conversación sea siempre agradable, con su pizca de sal, sabiendo cómo tratar a cada uno” (Col 4,6). Es decir, comparte un logos, una razón que da gracias, una palabra en vela.

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Rumiar es recordar. En la ruminatio despliega su poder curativo la anamnesis. Castidad debe leerse en estricta continuidad con el libro anterior de Varden, La explosión de la soledad. Entre ambos se reconoce un mismo estilo, cuidado y próximo, que repite el procedimiento hermenéutico, en absoluto ajeno a la tradición monástica, de utilizar el ejemplo de obras poéticas, musicales y artísticas. La explosión de la soledad invitaba a recordar – es decir, a pasar de nuevo por el corazón, sacando del olvido a la luz del Resucitado- el camino desde la Creación a una nueva Creación. Castidad nos anima a habitar el monte santo donde el Edén y la nueva Jerusalén están ya secretamente desposados en nuestra historia redimida. Dice el autor: “Habitar el mundo castamente es verlo en verdad y verse a uno mismo y a la humanidad de modo verdadero en él; es decir, convertirse en contemplativo”.

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La argumentación de Dom Varden apunta a la castidad no tanto como un programa de virtud cristiana, sino sobre todo como un icono que manifiesta la realidad ontológica de la existencia humana. Por supuesto asume el horizonte de los afectos humanos, a la luz de un concepto integral de intelecto que no escinda el entendimiento como una potencia independiente y superior que debiera regir y sujetar la voluntad. Reconciliándose el uno y la otra por la memoria, el comentario desea remontar, más allá de la interpretación literal y moral de la palabra castidad, a su significado alegórico y anagógico, trinitario. No es la castidad del Hombre en la Caída la que atrae en primer término la atención – el hombre desnudo, recubierto de pieles-, sino la expectativa del Hombre restaurado en su dignidad original, revestido de una túnica de gloria. Como dice el obispo de Trondheim, "la condición cristiana es el arte de esforzarse por responder a una vocación a la perfección mientras sondeamos la profundidad de nuestra imperfección sin desesperar y sin renunciar al ideal".

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Como un midrash cristiano, Dom Varden glosa La cueva de los tesoros, un texto siriaco del siglo IV. En una época como la nuestra, considera que su contenido “posiblemente consiga ir más allá que las admirables pero austeras definiciones de la teología escolástica”. Bajo esta delicada monición, el lector se asoma a un enfoque que, en su humildad, es inverso, pero no opuesto, al de la escolástica que lleva prolongándose durante los dos últimos siglos. Si Dom Varden no propone la castidad en términos punitivos, se debe a que sostiene, provocativamente, que la castidad es el estado natural del ser humano que se perdió con el pecado. El orden de la gracia recupera así la plenitud de la que caímos. Es preciso una anamnesis que es también una anábasis.

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La castidad debe meditarse en su horizonte escatológico. No es una carga sino un servicio. No es un munus sino un officium. La Caída nos arrastra a un desorden cada vez más abismal. La Misericordia, con una ardua ligereza, nos alza a un nuevo orden edénico. La castidad no es únicamente un combate moral contra los instintos, sino la paz que recobra nuestro polvo modelado a imagen y semejanza de su Creador. Su sentido en la economía de la salvación es esencialmente litúrgico, como se declara en diversos momentos del libro. Dice con precisión Dom Varden: “Al principio, la naturaleza humana formaba parte perfectamente de este orden perfecto. Estaba orientada a la vida eterna y a la manifestación de la gracia sustancial de Dios. […] Su misma existencia tenía un carácter unificador, sacerdotal. […] El hombre fue invitado a elegir la bienaventuranza. Esto significa que era libre de rechazarla. Su sacrificio sacerdotal residía en ordenar su libre albedrío según la llamada de Dios”.

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Las tensiones que atraviesan la vida humana no se reducen a contrastes. Contienen también fuerzas creativas. Orden y desorden, eros y muerte apuntan a la búsqueda de una reconciliación – y no meramente un equilibrio- entre cuerpo y alma como entre libertad y ascesis. Hombre y mujer, matrimonio y virginidad suponen un anhelo – concepto clave en el pensamiento de Dom Varden- de perfección, o mejor dicho, de plenitud -de integridad- que sólo se reconcilia en el éxtasis del reencuentro en el otro. De todos los sacramentos, solamente uno recuerda el estado paradisiaco: las nupcias, que, a lo largo de la espiritualidad cristiana – y bíblica-, han alegorizado la intimidad del ser humano y Dios, de Cristo y su Iglesia.

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En las primeras páginas de Castidad Dom Varden establece una filiación con las acepciones empleadas por Aristóteles y Cicerón. La Poética y las Disputaciones Tusculanas remiten simultáneamente a un proceso de purificación y a un estado de pureza. No son una adquisición, sino una disposición largamente trabajada. La castidad ni sublima ni apacigua la pasión: “Reconoce un destello de eternidad en la pasión”. No libra del cuerpo; lo libera para que sea de nuevo él mismo. Le devuelve el descanso sabático. Por ello, me ha conmovido un dicho conciso de los Padres del Desierto citado por Dom Varden: “La medida del cristiano es su imitación de Cristo”. La acepción poética que resuena en el término griego de mímesis no se limita a la imitatio latina. Radicaliza su significado. A la medida del cristiano no le basta con reflejar a Cristo. Su acción está impelida a re-presentar el sentido mismo del obrar de Cristo. Es Cristo quien obra en él cuando él actúa. La castidad es la manera del ver el mundo con la claridad del nuevo Adán que gobierna sus pasiones con la simplicidad de la Creación recién terminada de hacer. Quien es casto ve el mundo con los ojos mismos del amor de Dios. ¿Cómo no oír de fondo resonando la bienaventuranza de Jesús? “Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios" (Mt 5,6).

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En el hermoso andante final Dom Varden va comentando el fresco del Juicio final de Pietro Cavallini. Todas sus figuras dirigen su mirada hacia Jesucristo, Juez de misericordia. Aunque la pintura está dañada, siguen intactas las llagas de una mano y de los pies y la herida del costado. Ligeramente inclinado hacia delante, porque ni siquiera el trono de su poder puede retener su cercanía, nos mira mientras detenemos la mirada en Él. Aunque no seamos monjes, solos ante sus ojos, deberíamos repetirnos, con el anhelo herido de una añorada pureza: “Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor” (Sal 27,8). Con Castidad Erik Varden acompaña los pasos de esa búsqueda.

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