jueves, 8 de julio de 2021

José Jiménez Lozano y los lirios del campo


Memoria de los Santos Monjes Abrahamitas, mrs.



Tantas devastaciones,
José Jiménez Lozano

Para Ángel Ruiz

 

En estos últimos meses he meditado con asiduidad el Eclesiastés. Algunas mañanas me desperezaba con su lectura. Después la retomaba, a última hora, para disponerme a la cena. Cumplo así el firme propósito de no cejar de rumiar sus versículos, sobre todo aquellos que nos previenen de entregarnos a la caza de viento y de no disfrutar del vino oscuro, lleno de cuerpo, de su enseñanza. Procrastinamos demasiado el consejo final de Qohélet: “Acuérdate de tu Creador en los años mozos antes de que lleguen los días aciagos…” (Ecl 12,1). Ay, nunca debiera ser demasiado a deshora.

Tanto es así que he empezado a incordiar a los amigos interesándome por sus lecturas del Eclesiastés, con la esperanza no tan secreta de poder glosar aquí y allí algunos de esos chispazos que su autor hace saltar en el pedernal húmedo de nuestra inteligencia. Entre ellos, con inmediata paciencia Ángel Ruiz no sólo ha atendido mi consulta, sino que incluso ha satisfecho mi insistencia enlazándome el poema de José Jiménez Lozano que encabeza esta entrada. He quedado deslumbrado.

Confieso avergonzado que con la poesía de JJL me pasa como con la de Unamuno. Suele ejercer un efecto gravitatorio que me mantiene a una distancia magnética, firme y cálida. Sin embargo, “Eclesiastés” me ha conmovido de una manera muy íntima. No he podido tampoco dejar de releerlo. Ha rehilado un tejido de asociaciones personales que, vencido, no me resisto a dejarlas esquemáticamente anotadas.

En su aparente sencillez cumple una poética por el simple hecho de tomar la palabra. Su enunciación es carne e historia. Explora con sorprendida admiración la profundidad de la que nace la voz. En lo dicho –en su fugacidad- se sorprende la maravilla de llegar a decir. El yo llega siempre con retraso a captar la maravilla que supone que pueda decir, aunque en el exclamar –en el grito y en el canto- se goza, ineluctable y perpetuo, de lo dicho.

“Eclesiastés” no es un poema sobre un motivo bíblico, ni una paráfrasis, ni un homenaje. Más bien, hace de la palabra bíblica su morada, el lugar de una cura y de un consuelo, de una comunidad que pre-dica en la voz del poeta la memoria de su sufrimiento y de su esperanza.

Bajo la forma del epitafio, en cada verso se condensan otras voces que dan a su dicción su perfil más singular. Qohélet advierte que nuestro destino está sellado y que, sin embargo, todo volverá. Todo esfuerzo está amenazado por la nada. A esta constatación que parece inexpugnable la voz del poema opone su experiencia: cada día la nada deberá recomenzar su trabajo y su fatiga porque, en su debilidad derrotada, la conciencia de haber sido resiste invencible. Contra toda esperanza, la muerte no extirpa la última palabra. Esta seguirá vibrando ante quienes, de paso, nos detengamos una y otra vez ante el poema.

Desde la exclamación inicial, seguido de esos interrogantes casi juanramonianos, se va trazando el itinerario poético de una indagación existencial en cuyas formulaciones se funden los símbolos y motivos del Eclesiastés (Ecl 6, 11), sí, pero también del Libro de Job (Jb 3,5; 8,3; 10,20-22; 14,1; et passim) y de los Salmos. Entre heptasílabos y versos de pie quebrado, con algunos versos de arte mayor aparentemente descuidados, la intensidad lírica se refuerza con unas delicadísimas rimas asonantadas que entablan un diálogo casi inaudible entre sus palabras más humildes (estaré ya / florezcan; cubra /rústicas; rosas / memoria).

La segunda parte del poema, en la que se cambian las preguntas por respuestas en el mismo número de versos, permite pasar del pasado a un presente que, a diferencia del que cantó Eliot, es redimible en su finitud, sólo si se adopta una irreductible perspectiva futura. Del Eclesiastés salta la voz a recoger la palabra de Jesús en el Sermón de la Montaña (Mt. 6, 30-34). Como los lirios del campo, que ni se afanan ni hilan, y resplandecen más que en todo su fasto Salomón, a quien se atribuía la autoría del Eclesiastés, al hombre le basta su afán de cada día. Es esta una manera de formular la enseñanza de Qohélet en otra clave: “Y así observé que el único bien del hombre es disfrutar con lo que hace: esa es su paga” (Ecl 3, 22).

En este contexto crístico, casi me atrevería a decir escatológico, es posible entender el cierre del poema. “Habéis oído que…; pero yo os digo…”. Desde la sombra y la muerte, los hijos del Hombre alzan la voz y encarnan, a través de su historia compartida, la afirmación de lo inesperable, de una luz que brilla en la tiniebla y cuyo solo resplandor destruye la pretensión definitiva del nihilismo. El crucificado, el humillado, el pobre es también el viviente, aquel que toma la palabra y pronuncia cada vez que lee –y hace suya y testimonia- la experiencia que el poema ha cumplido el deber de transmitir: “Mandó a la gente que se recostara en la hierba…” (Mt 14,19).

Tal vez haya sobreinterpretado. Mi nombre no os importe. El poema existe.


sábado, 3 de julio de 2021

En el claustro (Respuesta VI)

 

Fiesta de Sto. Tomás, apóstol

  


Estimado José Antonio:

Al leer su última carta extramuros volví a tener la impresión de que el dáimon que atraviesa su voz se ha decido ya a desafiar al ángel de cuya palabra apenas puedo zafarme durante la larga noche de combate en que consiste la vida cristiana. No le hablo en términos bélicos; tal vez sean caballerescos, medievales. Lo sabe bien el afecto que le profeso. Más que de un desacuerdo, al que no cabe temer, entreveo que se trata de una tenaz dialéctica, tanto más irreductible cuanto más amistosa. Según Celso, Heráclito sostenía que “la guerra es común a todas las cosas y que la justicia es discordia y que todo sobreviene por la discordia y la necesidad”. El adagio latino que recomendaba preparar la guerra si se desea la paz olvidaba la aguda comprobación del Oscuro: sin paz tampoco la guerra sostiene nuestra existencia.

Últimamente medito con atención el Eclesiastés. Es una lectura barroca, propia de la edad del desengaño que ha empezado a alcanzarme en esta cincuentena. Desengaño y desilusión no son términos sinónimos. Al primero se llega después de haber visto que las ilusiones de juventud han ardido hasta que a sus cenizas sólo les queda ser aventadas sin ningún tipo de rito. Entonces se es capaz de dejar de lamentar que todo sea vaciedad y que bajo el sol el tiempo no alterna. Cada cual comparte ese solo y único camino.

Qohélet invita a disfrutar sin darse el más mínimo consuelo. El provecho del día no invita a coger las rosas de la primavera. Todo regresa y todo es imprevisible. La circularidad temporal, que tanto obsesionó a T. S. Eliot en Four quartets, arrastra nuestra condición hacia una nada ante cuyo abismo brota la confianza de un paso que se trasciende a sí mismo. Si durante años no he logrado pasar del capítulo 3, en estos días me limito a girar en torno a los tres siguientes.

“Dios está en el cielo y tú en la tierra: sean contadas tus palabras” (Ecl. 5,1b). “Cuantas más palabras, más vanidad. ¿Qué saca en limpio el hombre?” (Ecl. 6,11). En estos dos versículos he quedado apresado desde hace unos días. Me pregunto por qué escribo aquí y allí, hablo con este y con aquel. ¿Acaso no son rumores de esa sombra sin fin que se alarga sobre la Creación de Dios? ¿No serán el silencio y la soledad el hoquetus del fiat original? Me preguntaban hace unos días si los Padres del Desierto no preferirían la oración vocal sobre la mental. Soy un discípulo muy rezagado. Intuyo que preferirían pronunciar una sola palabra, clara y eterna, en el secreto de su corazón.

Me comenta usted ese apresurado descenso de la Iglesia posconciliar que nuestra generación ha vivido con una mezcla de la excitación de nuestros padres y de la absoluta indiferencia de nuestros hijos. Vaciedad y caza de viento. No es de eso de lo que quisiera tratar. De ese naufragio se salva, sumergida, la confianza en una verdad escondida, como la perla evangélica perdida en el campo.

Con escaso éxito he intentado durante casi una década enseñar a grupos cada vez más reducidos de seminaristas la imagen que despliega San Bernardo sobre la respiración del nuevo Día. A contracorriente he pretendido adentrarlos en el misterio de su gramática. “Ante sane excipiat nos dies respirans, quam nox suspirans absorbeat, aeternae caliginis tenebrae exterioribus involvendos” (In Cant. 72). Con alguna excepción, están interesados, como dijo Léon Bloy, en alcanzar el poder de crucificar cada día a Jesucristo. Verlos romperse psicológica y espiritualmente entre ocultamientos, cuando se les concede su deseo, entristece aún más.

Sospecho que esta carta está cobrando un tinte fúnebre del que un pensamiento “positivo” reniega. Me alegra. No siento nostalgia por otra época. Tampoco esa desesperación que llevó en el último poema de Desolación de la quimera a Luis Cernuda a exclamar: “Si queréis / que ame, devolvedme al tiempo del amor”. En el desengaño se mantiene encendida la lección más alta de un amor desprendido de cualquier sentimiento. Casi con temor, aprenderla me obligará a renunciar al propio desengaño.

Pensaba contarle algunas anécdotas más y reflexionar sobre esa extraña vocación nuestra, semiamputada, que padecemos los letraheridos. Perdone que me vuelva a asaltar la urgencia de rumiar las pocas palabras del Eclesiastés.

Suyo como siempre,

 

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