Fiesta
de Sto. Tomás, apóstol
Estimado José
Antonio:
Al leer su última
carta extramuros volví a tener la
impresión de que el dáimon que atraviesa su voz se ha decido ya a desafiar al
ángel de cuya palabra
apenas puedo zafarme durante la larga noche de combate en que consiste la vida cristiana. No le hablo en términos bélicos; tal
vez sean caballerescos, medievales. Lo sabe bien el afecto que le profeso. Más que
de un desacuerdo, al que no cabe temer, entreveo que se trata de una tenaz
dialéctica, tanto más irreductible cuanto más amistosa. Según Celso, Heráclito
sostenía que “la guerra es común a todas las cosas y que la justicia es discordia
y que todo sobreviene por la discordia y la necesidad”. El adagio latino que
recomendaba preparar la guerra si se desea la paz olvidaba la aguda
comprobación del Oscuro: sin paz tampoco la guerra sostiene nuestra existencia.
Últimamente medito con atención el Eclesiastés. Es una lectura
barroca, propia de la edad del desengaño que ha empezado a alcanzarme en esta
cincuentena. Desengaño y desilusión no son términos sinónimos. Al
primero se llega después de haber visto que las ilusiones de juventud han
ardido hasta que a sus cenizas sólo les queda ser aventadas sin ningún tipo de rito.
Entonces se es capaz de dejar de lamentar que todo sea vaciedad y que bajo
el sol el tiempo no alterna. Cada cual comparte ese solo y único camino.
Qohélet invita a
disfrutar sin darse el más mínimo consuelo. El provecho del día no invita a
coger las rosas de la primavera. Todo regresa y todo es imprevisible. La
circularidad temporal, que tanto obsesionó a T. S. Eliot en Four
quartets, arrastra
nuestra condición hacia una nada ante cuyo abismo brota la confianza de un paso
que se trasciende a sí mismo. Si durante años no he logrado pasar del capítulo
3, en estos días me limito a girar en torno a los tres siguientes.
“Dios está en el cielo
y tú en la tierra: sean contadas tus palabras” (Ecl. 5,1b). “Cuantas más
palabras, más vanidad. ¿Qué saca en limpio el hombre?” (Ecl. 6,11). En estos
dos versículos he quedado apresado desde hace unos días. Me pregunto por qué escribo
aquí y allí, hablo con este y con aquel. ¿Acaso no son rumores de esa sombra
sin fin que se alarga sobre la Creación de Dios? ¿No serán el silencio y la
soledad el hoquetus del fiat original? Me preguntaban hace unos días si los Padres
del Desierto no preferirían la oración vocal sobre la mental. Soy un discípulo muy
rezagado. Intuyo que preferirían pronunciar una sola palabra, clara y
eterna, en el secreto de su corazón.
Me comenta usted ese
apresurado descenso de la Iglesia posconciliar que nuestra generación ha vivido
con una mezcla de la excitación de nuestros padres y de la absoluta indiferencia
de nuestros hijos. Vaciedad y caza de viento. No es de eso de lo que quisiera
tratar. De ese naufragio se salva, sumergida, la confianza en una verdad
escondida, como la perla evangélica perdida en el campo.
Con escaso éxito he
intentado durante casi una década enseñar a grupos cada vez más reducidos de
seminaristas la imagen que despliega San Bernardo sobre la respiración del nuevo
Día. A contracorriente he pretendido adentrarlos en el misterio de su
gramática. “Ante sane excipiat nos dies respirans, quam nox suspirans
absorbeat, aeternae caliginis tenebrae exterioribus involvendos” (In Cant. 72). Con alguna
excepción, están interesados, como dijo Léon Bloy, en alcanzar el
poder de crucificar cada día a Jesucristo. Verlos romperse psicológica y
espiritualmente entre ocultamientos, cuando se les concede su deseo, entristece
aún más.
Sospecho que esta
carta está cobrando un tinte fúnebre del que un pensamiento “positivo” reniega.
Me alegra. No siento nostalgia por otra época. Tampoco esa desesperación que llevó
en el último poema de Desolación de la quimera a Luis Cernuda a
exclamar: “Si queréis / que ame, devolvedme al tiempo del amor”. En el
desengaño se mantiene encendida la lección más alta de un amor desprendido de cualquier
sentimiento. Casi con temor, aprenderla me obligará a renunciar al
propio desengaño.
Pensaba contarle algunas
anécdotas más y reflexionar sobre esa extraña vocación nuestra, semiamputada, que
padecemos los letraheridos. Perdone que me vuelva a asaltar la urgencia de rumiar
las pocas palabras del Eclesiastés.
Suyo como siempre,
APP
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