sábado, 3 de julio de 2021

En el claustro (Respuesta VI)

 

Fiesta de Sto. Tomás, apóstol

  


Estimado José Antonio:

Al leer su última carta extramuros volví a tener la impresión de que el dáimon que atraviesa su voz se ha decido ya a desafiar al ángel de cuya palabra apenas puedo zafarme durante la larga noche de combate en que consiste la vida cristiana. No le hablo en términos bélicos; tal vez sean caballerescos, medievales. Lo sabe bien el afecto que le profeso. Más que de un desacuerdo, al que no cabe temer, entreveo que se trata de una tenaz dialéctica, tanto más irreductible cuanto más amistosa. Según Celso, Heráclito sostenía que “la guerra es común a todas las cosas y que la justicia es discordia y que todo sobreviene por la discordia y la necesidad”. El adagio latino que recomendaba preparar la guerra si se desea la paz olvidaba la aguda comprobación del Oscuro: sin paz tampoco la guerra sostiene nuestra existencia.

Últimamente medito con atención el Eclesiastés. Es una lectura barroca, propia de la edad del desengaño que ha empezado a alcanzarme en esta cincuentena. Desengaño y desilusión no son términos sinónimos. Al primero se llega después de haber visto que las ilusiones de juventud han ardido hasta que a sus cenizas sólo les queda ser aventadas sin ningún tipo de rito. Entonces se es capaz de dejar de lamentar que todo sea vaciedad y que bajo el sol el tiempo no alterna. Cada cual comparte ese solo y único camino.

Qohélet invita a disfrutar sin darse el más mínimo consuelo. El provecho del día no invita a coger las rosas de la primavera. Todo regresa y todo es imprevisible. La circularidad temporal, que tanto obsesionó a T. S. Eliot en Four quartets, arrastra nuestra condición hacia una nada ante cuyo abismo brota la confianza de un paso que se trasciende a sí mismo. Si durante años no he logrado pasar del capítulo 3, en estos días me limito a girar en torno a los tres siguientes.

“Dios está en el cielo y tú en la tierra: sean contadas tus palabras” (Ecl. 5,1b). “Cuantas más palabras, más vanidad. ¿Qué saca en limpio el hombre?” (Ecl. 6,11). En estos dos versículos he quedado apresado desde hace unos días. Me pregunto por qué escribo aquí y allí, hablo con este y con aquel. ¿Acaso no son rumores de esa sombra sin fin que se alarga sobre la Creación de Dios? ¿No serán el silencio y la soledad el hoquetus del fiat original? Me preguntaban hace unos días si los Padres del Desierto no preferirían la oración vocal sobre la mental. Soy un discípulo muy rezagado. Intuyo que preferirían pronunciar una sola palabra, clara y eterna, en el secreto de su corazón.

Me comenta usted ese apresurado descenso de la Iglesia posconciliar que nuestra generación ha vivido con una mezcla de la excitación de nuestros padres y de la absoluta indiferencia de nuestros hijos. Vaciedad y caza de viento. No es de eso de lo que quisiera tratar. De ese naufragio se salva, sumergida, la confianza en una verdad escondida, como la perla evangélica perdida en el campo.

Con escaso éxito he intentado durante casi una década enseñar a grupos cada vez más reducidos de seminaristas la imagen que despliega San Bernardo sobre la respiración del nuevo Día. A contracorriente he pretendido adentrarlos en el misterio de su gramática. “Ante sane excipiat nos dies respirans, quam nox suspirans absorbeat, aeternae caliginis tenebrae exterioribus involvendos” (In Cant. 72). Con alguna excepción, están interesados, como dijo Léon Bloy, en alcanzar el poder de crucificar cada día a Jesucristo. Verlos romperse psicológica y espiritualmente entre ocultamientos, cuando se les concede su deseo, entristece aún más.

Sospecho que esta carta está cobrando un tinte fúnebre del que un pensamiento “positivo” reniega. Me alegra. No siento nostalgia por otra época. Tampoco esa desesperación que llevó en el último poema de Desolación de la quimera a Luis Cernuda a exclamar: “Si queréis / que ame, devolvedme al tiempo del amor”. En el desengaño se mantiene encendida la lección más alta de un amor desprendido de cualquier sentimiento. Casi con temor, aprenderla me obligará a renunciar al propio desengaño.

Pensaba contarle algunas anécdotas más y reflexionar sobre esa extraña vocación nuestra, semiamputada, que padecemos los letraheridos. Perdone que me vuelva a asaltar la urgencia de rumiar las pocas palabras del Eclesiastés.

Suyo como siempre,

 

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