martes, 23 de abril de 2024

Milenarismo.


Fiesta de san Jorge, mártir

 

San Juan Evangelista en Patmos,
Hyeronimus Bosch (1504-1505)

Aun a trancas y barrancas, ando anotando aforismos con la esperanza de que cobren alguna vez una bizarra unidad. Aunque Gregorio Luri sostiene con no poca razón que el género contiene sólo chispazos, sin ser fuego que calienta, no estoy seguro de que acoja también en ocasiones los destellos de un libro que se hubiera hundido. ¿Señales de un naufragio? Aforismos o versos o citas o glosas: pecios de un pensamiento sumergido.

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Ya he comentado que Luri tal vez sea el único de quien me puedo fiar cuando asegura que mis libros son obra de un teólogo, es decir, de alguien que está poseído por el discurso de un dios. Como escribí en El peregrino absoluto, en el fondo no hablo de ningún dios, sino que tan sólo quiero hablar a Dios, Lector absoluto de nuestras esperanzas.

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Mis volumencicos de ensayos han sido siempre construidos sobre una pauta hipotextual. Cuando empecé mi blog cavalcantesco latía el recuerdo encendido de los capítulos de La luz de la noche de Pietro Citati. Sin embargo, enseguida la Trilogía güelfa tomó su propio camino dantesco, así como El peregrino absoluto se acogió al amparo de la Exégesis de los lugares comunes de Léon Bloy. Poética del monasterio, más ambiciosa, no se conformaba con un modelo. Quería dibujar entre sus líneas la imagen que describía. A su manera, era también, especular, una mise en abyme: un espacio monástico construido por su tempus litúrgico.

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XXI Güelfos

El peregrino absoluto

Poética del monasterio

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Los aforismos que voy desgranando a trompicones emergen – ¿como chisporroteos fatuos? – de intuiciones contenidas en todos esos libros. Si al escribir Poética del monasterio aseguré que tenía muy presente una citas de Henri de Lubac y de Louis Bouyer, ahora toma de nuevo otra advertencia del jesuita francés. Al introducir el primer volumen de su obra La posterioridad espiritual de Joaquín de Fiore, recordaba que la idea de fondo del joaquinismo se podía caracterizar “como algo que ha sustituido la espera (frecuentemente angustiada) de la catástrofe final por la espera (llena de una radiante esperanza) de una nueva era en este mundo”. Siempre he creído que la única manera de combatir el consuelo, angustiado o radiante, moderno o reaccionario, que proporciona esta espera consiste en recuperar la fuerza escatológica de un lugar teológico olvidado: los novísimos.

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¿He de aclarar qué título, exigente e inalcanzable, está hecho a la medida de este opúsculo que caerá como las estrellas del cielo en el tiempo apocalíptico, radiante o angustiado? Milenarismo.

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Apenas comenzado, me abruma el itinerario que me he propuesto, como si hubiese trazado una ruta abrupta que no pudiera concluir, que no quisiera concluir, que temiese concluir. Un libro milenarista debería cumplir sus propias obsesiones: números y figuraciones, es decir, números figurados y figuraciones numéricas. Mil aforismos, entre cuyas partes el diez y el nueve – y, ay, el seis – vayan ritmando sus estrofas y hasta sus hemistiquios imaginarios. ¿A qué paso debe marchar? Al del banquete celestial, no al del oficio de las horas. Del Kyrie al Ite vivimos bajo el reino del Espíritu santo.

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miércoles, 17 de abril de 2024

Una triste búsqueda de alegría.

 

Memoria de S. Roberto de Molesmes, abad

 

Alegoría de la Caverna de Platón,
J. Sanraedam (1604)

Cada nuevo libro de Gregorio Luri es una ocasión para aventurarse en un pensamiento libérrimo. Aunque pudiera parecer circunstancial, un libro de aforismos como el que acaba de publicar en La Isla de Siltolá, bajo el título de Una triste búsqueda de alegría, confirma este presupuesto. Sería un error o, cuando menos, una precipitación, pensar lo contrario. Entre lo mínimo también puede brillar con intensidad especial, escondida, una verdad. En el opúsculo de Luri se encuentran, como chispazos, claves esenciales de su reflexión, bajo una doble aparente fragmentariedad: la de los aforismos y la de sus intereses. Dice de sí mismo en la solapa: “Si me hubiese dedicado a una sola cosa no sería yo”. Poliprágmata, como se autodefine, ofrece a sus lectores un libro cuya reseña definitiva ya está escrita en la contraportada. ¿Para qué intentar hacerse cargo de su contenido si Enrique García-Máiquez, su autor, lo ha descrito de modo insuperable?

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Eppure. Las líneas finales de la solapa biográfica me han ayudado a emprender el itinerario de la lectura por un camino escarpado, quién sabe si incluso temerario. ¿No se habría de proponer una entrada profesada en su monasterio poético bosquejar la etopeya que quizás recoja algún día en mi proyectado Españoles de tres (sub)mundos? Mientras cavilo, concluye Luri: “Lo que no haría es volver a ninguna etapa anterior de mi vida. Llevo bastante bien la relación entre mi vida vivida y mi vida pensada, especialmente desde que el niño que fui se ha empeñado en que así sea. Con su ayuda ando dedicado a entretener, con serenidad, la espera”.

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Cuando el libro enfila su recta final un aforismo deja caer el sentido de su título como de paso -porque los aforismos de este libro salen a nuestro encuentro como si emergiesen de entre las vueltas del pensamiento luriano-: “No reducir la vida a una triste búsqueda de alegría (que es el destino de la filosofía)”. En estas palabras está emboscada una concepción de la filosofía y de la misión del filósofo. Es la suya una mirada de compasión sobre la ambigua – él precisaría: anfibia- condición humana, llena de una exigencia que, sin hacerse la más mínima ilusión, no renuncia a entablar el diálogo en que consiste, radicalmente, la epimeleia, el cuidado del alma, la asunción del límite que alimenta nuestras posibilidades más íntimas, la maravillosa fragilidad que nos conduce a prepararnos para morir bien: “No existe el alma sin heridas. No existe el alma sana”.

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Luri combate, desenfadado e implacable, el historicismo. No somos nosotros, desde la atalaya de nuestro presente, con nuestras emociones y nuestra soberbia, quienes podemos juzgar el pasado, sino que ese pasado, en cuanto no se agota en sí mismo, nos pide cuentas del presente que modelamos. Luri desconfía de los futuribles como de las buenas intenciones. Por ello, siente una reserva admirada sobre lo que denomina mi cronoclastia. Tal vez no sea nuestra disparidad sino una cuestión de enfoque. El presente es el futuro del pasado, entrevistos. En esa retención, entre sus intersticios, asoma deslumbrante una exactitud escatológica que refleja, casi ya proscrita, la gramática temporal del futuro perfecto: habrá sido. Como la ayuda que recibe de aquel niño que fue para entretener, con su alegre seriedad, la espera.

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De Gregorio Luri podría decirse que es nuestro Sócrates del Masnou. Algo de cierto, por aproximación, contendría esa afirmación, como los garabatos trazados en la pared de una caverna también algo insinúan. ¿Acaso su socratismo no vela su condición de alumno díscolo de la Academia? Luri es un discípulo de Platón. Para ser fiel al maestro, decidió darle plantón y regresar a la polis. Interviene, participa, cuestiona. Despliega una actividad que parece inagotable, mientras continúa latiendo allá en el fondo la mirada contemplativa. A veces se inclina hacia delante, para poder oír a su interlocutor, con un gesto de discreta mortificación, apenas perceptible. Al escucharle, cada vez me interesa más detenerme secretamente en los matices de su timbre zigzagueante. Sus palabras se cimbrean con un ritmo que parece sentencioso y que en realidad es una libación escanciada por la inteligencia de sus palabras. Leer sus aforismos debería equivaler, para su público, a leer la partitura de su voz. Me sobrecoge notar el instante en que su dáimon se apodera de él. Admira su capacidad de cincelar en frases rigurosas hondones del ethos humano. Parecen la expresión de un agudo entendimiento. Son, sobre todo, la manifestación de una sobria ebriedad o de un éxtasis noético del que llegan los ecos más depurados a quienes le rodeamos. Me amonesta con afecto; me comprende con prudencia. Me atrevo a llamarle amigo.

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"Para genio, el que comenzó a utilizar el subjuntivo.

Reconocer que está en ti la confirmación de la belleza de afuera.

El matrimonio es una comunidad litúrgica. La primera y el fundamento de cualquier otra.

Ser sabio es, probablemente, mantenerse sereno en el naufragio.

Un rey filósofo quizás no haría otra cosa que rezar a los dioses de la patria.

La caverna es la condición sine qua non de la poesía.

Llegas a una edad en la que no mueren solo personas, lo que vas enterrando es un mundo.

A medida que envejeces descubres que tu adelantado en el futuro es cada vez más aquel niño que fuiste.

Si no amas sus rigores, no amas la libertad. Libre es el que ama vivir a la intemperie. Lo otro es comodidad.

Así como el amigo honesto nos dice lo que no queremos escuchar, la filosofía se empeña en descubrirnos lo que no queremos saber. La verdad no es siempre consoladora.

La sabiduría del filósofo la mide también su silencio.

Hay que mirar y leer siempre con las manos limpias.

El filósofo aun cuando vive en comunidad, vive en otro mundo."

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jueves, 4 de abril de 2024

El deseo herido.

 

Memoria de S. Benito Massarari, ermitaño

 

Eneas transportando a Anquises,
Carle van Loo (1729)

Invitado por Gregorio Luri, participé el otro día en el Seminario de Filosofía Después de la orgía que coordina en la espléndida Fundación Tatiana. Me esperaban al principio del acto un par de sorpresas: el pregón pascual cantado por Dom Erik Varden hace unos años en la Basílica de San Pedro y una presentación dialogada que me animaba a explicar mi itinerario intelectual. Entré a continuación a intentar dar una visión personal de la crisis posconciliar a partir de la obra de Michel de Certeau, con cuya figura, como adelanté desde el principio, me une una afinidad profundamente discordante. Como él escribió al principio de La fábula mística, también hablaba yo en nombre de una incompetencia: me siento exiliado del modelo eclesial y teológico que él encarnó con una extrema singularidad. Entre medias, hasta me atreví a salirme del guion y, en nombre de los Padres, recordar a un público sorprendido que la filosofía tomista no constituye sólo la coronación del pensamiento patrístico, sino que en ese hecho inflige una herida a la Antigüedad con un primer gesto moderno: distinguir entre el plano y el sobrenatural. Tengo la impresión de que, fiel a mi manera de argumentar, zarandeé a mis oyentes que respondieron, como debía ser, con un diálogo final incisivo y exigente. Espoleado por Gregorio acabé revindicando las figuras y las funciones contrapuestas y dinámicas de Pedro y de Juan. Me limito ahora a recoger el final de mi intervención, que insiste en temas que de una y otra manera ya había planteado en Poética del monasterio.

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Decía al principio de esta intervención que había nacido con la Reforma Litúrgica. Quiere decir que pertenezco a la primera generación que no conserva ningún recuerdo de la experiencia eclesial no sólo de los últimos quinientos años, sino de una manera de afrontar, incluso lingüísticamente, la celebración del “misterio” como había acontecido tradicionalmente. Si como dice el adagio Lex orandi lex credendi, y nunca al revés, entonces puede hablarse de una ruptura o, al menos, de una herida. El asunto de la licitud del rito extraordinario de la Misa cobra así una importancia que no se limita a formas. En este horizonte cabe entender los esfuerzos de Benedicto XVI y de Francisco en ese tema… 

Quisiera explicarme. Suele hablarse de una nostalgia. Después de la orgía, ¿qué? ¿Volvemos a casa? ¿Es posible realmente un dolor del hogar? ¿Queda un hogar? ¿Es la nostalgia también un dolor de aquello que falta? ¿No es una ausencia fundacional que remite a una presencia que se desvaneció, que se agotó? De hecho, ¿realmente puede decirse que ese hogar al que se vuelve es aquel que perteneció a nuestros padres?

Las tres generaciones que se están sucediendo desde el 68 no hemos conocido al “padre”. Pueden adoptarse dos roles arquetípicos de la literatura clásica y universal: Telémaco – figura de referencia para el psicoanalista italiano Massimo Recalcati en su libro El complejo de Telémaco- o Eneas, el héroe troyano que funda Roma.

A Odiseo le afecta la nostalgia, el regreso al hogar. Pero nosotros no hemos ido a guerrear contra Troya. Telémaco es un melancólico, que, a diferencia de Hamlet, no desea vengar la afrenta a su padre. Su hogar, más que devastado por los pretendientes, está siendo saqueado. Su búsqueda, su exilio, en busca del padre, no es una navegación desanclada de los orígenes, sino en busca de un anclaje, también a la deriva.

Eneas se pone en marcha, con su padre e hijo a cuestas, después de haber contemplado enloquecido la destrucción de Troya. Recomiendo vivamente la lectura de las tragedias de tema troyano de Séneca para refrescar la crítica a los griegos y muy especialmente a la figura de Odiseo-Ulises. Desanclado de los orígenes, Eneas sale, con el resto de su pueblo, en busca de la nueva y definitiva Troya. Troya va con él en el cuidado de su memoria, en los versos de Virgilio. No quisiera incurrir en ningún milenarismo, sino quizás invitar a ¿perpetrar? una esperanza escatológica, que no sea simplemente un sinónimo eufemístico de una apocalíptica visión de nuestra época.

Creo que Certeau nos enseña también a distinguir entre deseo como carencia y deseo como práctica por ensayar. Después de intelectuales como Certeau -como después de una orgía- nada es lo mismo. Nadie se baña dos veces en el mismo río, porque ni el río, ni el baño ni el bañista son idénticos. ¿Hasta dónde podemos estirar su mismidad? No todo progreso es un avance – ni tampoco un retroceso-. La dialéctica de la repetición y la diferencia incluye una relación espiral por adensamiento de sus estratos.

La construcción de un pasado idílico requiere la sátira de un presente consecuente. La parodia de un pasado que amenaza con regresar obliga a idealizar un presente autónomo. Tal vez no exista más que gramaticalmente un tiempo que pueda llamarse, con propiedad y realismo, futuro perfecto.

Certeau diagnosticó con una lucidez y una precisión al mismo tiempo alucinadas. Su obra exploró con agudeza la historia de la modernidad en la Iglesia católica entre Trento y el Vaticano II. Que algo o mucho se perdiese irreparablemente en su interpretación, convierte en más apasionante no el durante de aquellas acciones sino las posibilidades contenidas o evitables en ellas para su después.

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Comentaba con pasión Luri en la cena que tener penumbras, oscuridades e incluso sentinas en el alma es un privilegio de quienes estamos hechos a imagen y semejanza de Aquel a quien nadie ha visto y cuya figura sólo se puede intuir en el rostro de los hombres. A mí que me mueve, con una furia que a veces amenaza abrasarme, una intensísima sed de luz – jamás de transparencia- me fui a descansar con el mismo deseo de soledad y de silencio de siempre. Guardo para mí unas apostillas que Gregorio nos  hizo llegar como uno de esos dones que se reciben como un viático íntimo de la inteligencia.

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sábado, 30 de marzo de 2024

¿Teólogo/Poeta?

 

Sábado Santo

 


Hace unos meses que tengo desatendido este rincón de mi monasterio. Como si se tratase de una casa de aperos, he ido acumulando en ella bocetos y anotaciones, papeles sueltos, meditaciones y consideraciones. Con las modalidades a mi alcance procuro mantener en pie esta poética mía monástica. Vuelvo a entrar ahora entre sus paredes incitado por la sorpresa de un comentario que acababa de hacerme Gregorio Luri: “Sus libros, don Pego, no tengo la menor duda de que son obra de un teólogo”. 

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Gregorio me ha invitado a participar en un seminario de filosofía que coordina en la Fundación Tatiana titulado Después de la orgía. Como me dio completa libertad, no me cupo tampoco ninguna duda, no sé si para nuestra perdición... Me era preciso hablar de la orgía eclesiástica que ha durado casi sesenta años y que me parece que su prolongación explica todavía ciertos gruñidos de hoy. Hablaré de la presencia que falta según el ¿jesuita? Michel de Certeau, uno de los referentes teológicos declarados del Papa Francisco. “Ne permittas me separari a te”.

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¿Teólogo? He contado en otras ocasiones cómo dos libros marcaron mi vocación en una adolescencia recién estrenada. Precursores fueron los Versos y oraciones del caminante de León Felipe. La Antología de Ezra Pound la confirmó. Ahora bien, sin el descubrimiento de los Profetas y los libros poéticos de la Biblia no habría podido germinar. Aunque había sido asiduo lector de la Biblia Ilustrada para niños, una asignatura de Religión, impartida por el Hno. Raúl Blanco con su implacable severidad como un curso de historia del Antiguo y Nuevo Testamento, se convirtió en un instrumento de la Revelación. Desde entonces me acompañan la oración de Ana, la madre de Samuel; los oráculos de Amós; los Poemas del Siervo de Isaías; la visión de Ezequiel; Qohélet, claro; las cartas menores de Pablo; y, siempre, siempre, el Salterio.

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En la vida suelen cometerse un par de errores que serían irreparables si, hasta extremos imperceptibles, no esquivásemos su sola mención. Cargamos con sus penitencias, avergonzados y discretos. En mi caso, de aquellos pozos no me sacaron ni experiencias, ni testimonios. “Oxford me hizo católico”, sentenció el Cardenal Newman. Pese a mis debilidades, Londres me armó monje. En medio de una seca soledad, sin mérito alguno, donde ojalá habite el olvido de sí, seguiré custodiando poéticamente mis únicos auxilios: la Sagrada Escritura y los Padres.

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[…] la realidad histórica de algunos acontecimientos, así como de algunas personas, no excluye su permanencia en la eternidad y, por consiguiente, tampoco excluye la posibilidad de contemplarlos cuando la conciencia se eleva por encima del tiempo…” (Pável Florenski, El iconostasio).

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Luri, que también me ha definido como «cronoclasta», va siempre más acertado de cuanto me gustaría conceder. Él lo sabe. En su comentario a la Poética de Aristóteles, santo Tomás sostuvo que el filósofo debe ser también philomythos. Tal vez por ello nunca haya perdonado a Platón que, contra su espíritu, apostatase de la poesía, él, el poeta-rey, el rey-filósofo. Sin embargo, entiendo su logos. Ni el recuerdo de los teólogos naturales Heráclito y, sobre todo, Anaximandro me libra de la pesadumbre que se apodera de mi alma ante la poesía grecolatina. La leo como quien asiste a un banquete formidable donde se pueden gustar las más deliciosas viandas y los más exquisitos caldos y hasta corromperse uno, si así se desea, con feroz y feliz desesperación. De la Antología Palatina, por ejemplo, suelo retirarme pronto. En cambio, me siento en casa, con silencio o en el coro, en comunidad y con soledad, entre los Salmos. “Después de cantar el himno (el hallell), salieron para el Monte de los Olivos” (Mt 26,30).

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¿Teólogo? ¿Poeta? Tal vez sean los arquetipos de mi profesión real: lector.

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