Memoria de S. Roberto de Molesmes, abad
Alegoría de la Caverna de Platón, J. Sanraedam (1604) |
Cada nuevo libro de Gregorio Luri es una
ocasión para aventurarse en un pensamiento libérrimo. Aunque pudiera parecer
circunstancial, un libro de aforismos como el que acaba de publicar en La Isla
de Siltolá, bajo el título de Una triste búsqueda de alegría, confirma
este presupuesto. Sería un error o, cuando menos, una precipitación, pensar lo
contrario. Entre lo mínimo también puede brillar con intensidad especial,
escondida, una verdad. En el opúsculo de Luri se encuentran, como chispazos, claves
esenciales de su reflexión, bajo una doble aparente fragmentariedad: la de los
aforismos y la de sus intereses. Dice de sí mismo en la solapa: “Si me hubiese
dedicado a una sola cosa no sería yo”. Poliprágmata, como se autodefine,
ofrece a sus lectores un libro cuya reseña definitiva ya está escrita en la
contraportada. ¿Para qué intentar hacerse cargo de su contenido si Enrique
García-Máiquez, su autor, lo ha descrito de modo insuperable?
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Eppure. Las líneas finales de la solapa biográfica me
han ayudado a emprender el itinerario de la lectura por un camino escarpado,
quién sabe si incluso temerario. ¿No se habría de proponer una entrada profesada
en su monasterio poético bosquejar la etopeya que quizás recoja algún día en mi
proyectado Españoles de tres (sub)mundos? Mientras cavilo, concluye
Luri: “Lo que no haría es volver a ninguna etapa anterior de mi vida. Llevo
bastante bien la relación entre mi vida vivida y mi vida pensada, especialmente
desde que el niño que fui se ha empeñado en que así sea. Con su ayuda ando
dedicado a entretener, con serenidad, la espera”.
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Cuando el libro enfila su recta final un
aforismo deja caer el sentido de su título como de paso -porque los aforismos
de este libro salen a nuestro encuentro como si emergiesen de entre las vueltas
del pensamiento luriano-: “No reducir la vida a una triste búsqueda de alegría
(que es el destino de la filosofía)”. En estas palabras está emboscada una
concepción de la filosofía y de la misión del filósofo. Es la suya una mirada de
compasión sobre la ambigua – él precisaría: anfibia- condición humana,
llena de una exigencia que, sin hacerse la más mínima ilusión, no renuncia a
entablar el diálogo en que consiste, radicalmente, la epimeleia, el
cuidado del alma, la asunción del límite que alimenta nuestras posibilidades
más íntimas, la maravillosa fragilidad que nos conduce a prepararnos para morir
bien: “No existe el alma sin heridas. No existe el alma sana”.
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Luri combate, desenfadado e implacable, el
historicismo. No somos nosotros, desde la atalaya de nuestro presente, con
nuestras emociones y nuestra soberbia, quienes podemos juzgar el pasado, sino
que ese pasado, en cuanto no se agota en sí mismo, nos pide cuentas del presente
que modelamos. Luri desconfía de los futuribles como de las buenas intenciones.
Por ello, siente una reserva admirada sobre lo que denomina mi cronoclastia. Tal
vez no sea nuestra disparidad sino una cuestión de enfoque. El presente es el
futuro del pasado, entrevistos. En esa retención, entre sus intersticios, asoma
deslumbrante una exactitud escatológica que refleja, casi ya proscrita, la
gramática temporal del futuro perfecto: habrá sido. Como la ayuda que
recibe de aquel niño que fue para entretener, con su alegre seriedad, la
espera.
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De Gregorio Luri podría decirse que es nuestro
Sócrates del Masnou. Algo de cierto, por aproximación, contendría esa
afirmación, como los garabatos trazados en la pared de una caverna también algo
insinúan. ¿Acaso su socratismo no vela su condición de alumno díscolo de la
Academia? Luri es un discípulo de Platón. Para ser fiel al maestro, decidió
darle plantón y regresar a la polis. Interviene, participa, cuestiona. Despliega
una actividad que parece inagotable, mientras continúa latiendo allá en el
fondo la mirada contemplativa. A veces se inclina hacia delante, para poder oír
a su interlocutor, con un gesto de discreta mortificación, apenas perceptible. Al
escucharle, cada vez me interesa más detenerme secretamente en los matices de su
timbre zigzagueante. Sus palabras se cimbrean con un ritmo que parece sentencioso
y que en realidad es una libación escanciada por la inteligencia de sus
palabras. Leer sus aforismos debería equivaler, para su público, a leer la partitura
de su voz. Me sobrecoge notar el instante en que su dáimon se apodera de él. Admira su capacidad de cincelar en frases rigurosas hondones del ethos humano.
Parecen la expresión de un agudo entendimiento. Son, sobre todo, la
manifestación de una sobria ebriedad o de un éxtasis noético del que llegan
los ecos más depurados a quienes le rodeamos. Me amonesta con afecto; me
comprende con prudencia. Me atrevo a llamarle amigo.
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"Para genio, el que comenzó a utilizar el subjuntivo.
Reconocer que está en ti la confirmación de la belleza de afuera.
El matrimonio es una comunidad litúrgica. La primera y el fundamento de cualquier otra.
Ser sabio es, probablemente, mantenerse sereno en el naufragio.
Un rey filósofo quizás no haría otra cosa que rezar a los dioses de la patria.
La caverna es la condición sine qua non de la poesía.
Llegas a una edad en la que no mueren solo personas, lo que vas enterrando es un mundo.
A medida que envejeces descubres que tu adelantado en el futuro es cada vez más aquel niño que fuiste.
Si no amas sus rigores, no amas la libertad. Libre es el que ama vivir a la intemperie. Lo otro es comodidad.
Así como el amigo honesto nos dice lo que no queremos escuchar, la filosofía se empeña en descubrirnos lo que no queremos saber. La verdad no es siempre consoladora.
La sabiduría del filósofo la mide también su silencio.
Hay que mirar y leer siempre con las manos limpias.
El filósofo aun cuando vive en comunidad, vive en otro mundo."
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