martes, 23 de abril de 2024

Milenarismo.


Fiesta de san Jorge, mártir

 

San Juan Evangelista en Patmos,
Hyeronimus Bosch (1504-1505)

Aun a trancas y barrancas, ando anotando aforismos con la esperanza de que cobren alguna vez una bizarra unidad. Aunque Gregorio Luri sostiene con no poca razón que el género contiene sólo chispazos, sin ser fuego que calienta, no estoy seguro de que acoja también en ocasiones los destellos de un libro que se hubiera hundido. ¿Señales de un naufragio? Aforismos o versos o citas o glosas: pecios de un pensamiento sumergido.

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Ya he comentado que Luri tal vez sea el único de quien me puedo fiar cuando asegura que mis libros son obra de un teólogo, es decir, de alguien que está poseído por el discurso de un dios. Como escribí en El peregrino absoluto, en el fondo no hablo de ningún dios, sino que tan sólo quiero hablar a Dios, Lector absoluto de nuestras esperanzas.

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Mis volumencicos de ensayos han sido siempre construidos sobre una pauta hipotextual. Cuando empecé mi blog cavalcantesco latía el recuerdo encendido de los capítulos de La luz de la noche de Pietro Citati. Sin embargo, enseguida la Trilogía güelfa tomó su propio camino dantesco, así como El peregrino absoluto se acogió al amparo de la Exégesis de los lugares comunes de Léon Bloy. Poética del monasterio, más ambiciosa, no se conformaba con un modelo. Quería dibujar entre sus líneas la imagen que describía. A su manera, era también, especular, una mise en abyme: un espacio monástico construido por su tempus litúrgico.

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XXI Güelfos

El peregrino absoluto

Poética del monasterio

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Los aforismos que voy desgranando a trompicones emergen – ¿como chisporroteos fatuos? – de intuiciones contenidas en todos esos libros. Si al escribir Poética del monasterio aseguré que tenía muy presente una citas de Henri de Lubac y de Louis Bouyer, ahora toma de nuevo otra advertencia del jesuita francés. Al introducir el primer volumen de su obra La posterioridad espiritual de Joaquín de Fiore, recordaba que la idea de fondo del joaquinismo se podía caracterizar “como algo que ha sustituido la espera (frecuentemente angustiada) de la catástrofe final por la espera (llena de una radiante esperanza) de una nueva era en este mundo”. Siempre he creído que la única manera de combatir el consuelo, angustiado o radiante, moderno o reaccionario, que proporciona esta espera consiste en recuperar la fuerza escatológica de un lugar teológico olvidado: los novísimos.

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¿He de aclarar qué título, exigente e inalcanzable, está hecho a la medida de este opúsculo que caerá como las estrellas del cielo en el tiempo apocalíptico, radiante o angustiado? Milenarismo.

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Apenas comenzado, me abruma el itinerario que me he propuesto, como si hubiese trazado una ruta abrupta que no pudiera concluir, que no quisiera concluir, que temiese concluir. Un libro milenarista debería cumplir sus propias obsesiones: números y figuraciones, es decir, números figurados y figuraciones numéricas. Mil aforismos, entre cuyas partes el diez y el nueve – y, ay, el seis – vayan ritmando sus estrofas y hasta sus hemistiquios imaginarios. ¿A qué paso debe marchar? Al del banquete celestial, no al del oficio de las horas. Del Kyrie al Ite vivimos bajo el reino del Espíritu santo.

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miércoles, 17 de abril de 2024

Una triste búsqueda de alegría.

 

Memoria de S. Roberto de Molesmes, abad

 

Alegoría de la Caverna de Platón,
J. Sanraedam (1604)

Cada nuevo libro de Gregorio Luri es una ocasión para aventurarse en un pensamiento libérrimo. Aunque pudiera parecer circunstancial, un libro de aforismos como el que acaba de publicar en La Isla de Siltolá, bajo el título de Una triste búsqueda de alegría, confirma este presupuesto. Sería un error o, cuando menos, una precipitación, pensar lo contrario. Entre lo mínimo también puede brillar con intensidad especial, escondida, una verdad. En el opúsculo de Luri se encuentran, como chispazos, claves esenciales de su reflexión, bajo una doble aparente fragmentariedad: la de los aforismos y la de sus intereses. Dice de sí mismo en la solapa: “Si me hubiese dedicado a una sola cosa no sería yo”. Poliprágmata, como se autodefine, ofrece a sus lectores un libro cuya reseña definitiva ya está escrita en la contraportada. ¿Para qué intentar hacerse cargo de su contenido si Enrique García-Máiquez, su autor, lo ha descrito de modo insuperable?

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Eppure. Las líneas finales de la solapa biográfica me han ayudado a emprender el itinerario de la lectura por un camino escarpado, quién sabe si incluso temerario. ¿No se habría de proponer una entrada profesada en su monasterio poético bosquejar la etopeya que quizás recoja algún día en mi proyectado Españoles de tres (sub)mundos? Mientras cavilo, concluye Luri: “Lo que no haría es volver a ninguna etapa anterior de mi vida. Llevo bastante bien la relación entre mi vida vivida y mi vida pensada, especialmente desde que el niño que fui se ha empeñado en que así sea. Con su ayuda ando dedicado a entretener, con serenidad, la espera”.

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Cuando el libro enfila su recta final un aforismo deja caer el sentido de su título como de paso -porque los aforismos de este libro salen a nuestro encuentro como si emergiesen de entre las vueltas del pensamiento luriano-: “No reducir la vida a una triste búsqueda de alegría (que es el destino de la filosofía)”. En estas palabras está emboscada una concepción de la filosofía y de la misión del filósofo. Es la suya una mirada de compasión sobre la ambigua – él precisaría: anfibia- condición humana, llena de una exigencia que, sin hacerse la más mínima ilusión, no renuncia a entablar el diálogo en que consiste, radicalmente, la epimeleia, el cuidado del alma, la asunción del límite que alimenta nuestras posibilidades más íntimas, la maravillosa fragilidad que nos conduce a prepararnos para morir bien: “No existe el alma sin heridas. No existe el alma sana”.

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Luri combate, desenfadado e implacable, el historicismo. No somos nosotros, desde la atalaya de nuestro presente, con nuestras emociones y nuestra soberbia, quienes podemos juzgar el pasado, sino que ese pasado, en cuanto no se agota en sí mismo, nos pide cuentas del presente que modelamos. Luri desconfía de los futuribles como de las buenas intenciones. Por ello, siente una reserva admirada sobre lo que denomina mi cronoclastia. Tal vez no sea nuestra disparidad sino una cuestión de enfoque. El presente es el futuro del pasado, entrevistos. En esa retención, entre sus intersticios, asoma deslumbrante una exactitud escatológica que refleja, casi ya proscrita, la gramática temporal del futuro perfecto: habrá sido. Como la ayuda que recibe de aquel niño que fue para entretener, con su alegre seriedad, la espera.

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De Gregorio Luri podría decirse que es nuestro Sócrates del Masnou. Algo de cierto, por aproximación, contendría esa afirmación, como los garabatos trazados en la pared de una caverna también algo insinúan. ¿Acaso su socratismo no vela su condición de alumno díscolo de la Academia? Luri es un discípulo de Platón. Para ser fiel al maestro, decidió darle plantón y regresar a la polis. Interviene, participa, cuestiona. Despliega una actividad que parece inagotable, mientras continúa latiendo allá en el fondo la mirada contemplativa. A veces se inclina hacia delante, para poder oír a su interlocutor, con un gesto de discreta mortificación, apenas perceptible. Al escucharle, cada vez me interesa más detenerme secretamente en los matices de su timbre zigzagueante. Sus palabras se cimbrean con un ritmo que parece sentencioso y que en realidad es una libación escanciada por la inteligencia de sus palabras. Leer sus aforismos debería equivaler, para su público, a leer la partitura de su voz. Me sobrecoge notar el instante en que su dáimon se apodera de él. Admira su capacidad de cincelar en frases rigurosas hondones del ethos humano. Parecen la expresión de un agudo entendimiento. Son, sobre todo, la manifestación de una sobria ebriedad o de un éxtasis noético del que llegan los ecos más depurados a quienes le rodeamos. Me amonesta con afecto; me comprende con prudencia. Me atrevo a llamarle amigo.

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"Para genio, el que comenzó a utilizar el subjuntivo.

Reconocer que está en ti la confirmación de la belleza de afuera.

El matrimonio es una comunidad litúrgica. La primera y el fundamento de cualquier otra.

Ser sabio es, probablemente, mantenerse sereno en el naufragio.

Un rey filósofo quizás no haría otra cosa que rezar a los dioses de la patria.

La caverna es la condición sine qua non de la poesía.

Llegas a una edad en la que no mueren solo personas, lo que vas enterrando es un mundo.

A medida que envejeces descubres que tu adelantado en el futuro es cada vez más aquel niño que fuiste.

Si no amas sus rigores, no amas la libertad. Libre es el que ama vivir a la intemperie. Lo otro es comodidad.

Así como el amigo honesto nos dice lo que no queremos escuchar, la filosofía se empeña en descubrirnos lo que no queremos saber. La verdad no es siempre consoladora.

La sabiduría del filósofo la mide también su silencio.

Hay que mirar y leer siempre con las manos limpias.

El filósofo aun cuando vive en comunidad, vive en otro mundo."

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jueves, 4 de abril de 2024

El deseo herido.

 

Memoria de S. Benito Massarari, ermitaño

 

Eneas transportando a Anquises,
Carle van Loo (1729)

Invitado por Gregorio Luri, participé el otro día en el Seminario de Filosofía Después de la orgía que coordina en la espléndida Fundación Tatiana. Me esperaban al principio del acto un par de sorpresas: el pregón pascual cantado por Dom Erik Varden hace unos años en la Basílica de San Pedro y una presentación dialogada que me animaba a explicar mi itinerario intelectual. Entré a continuación a intentar dar una visión personal de la crisis posconciliar a partir de la obra de Michel de Certeau, con cuya figura, como adelanté desde el principio, me une una afinidad profundamente discordante. Como él escribió al principio de La fábula mística, también hablaba yo en nombre de una incompetencia: me siento exiliado del modelo eclesial y teológico que él encarnó con una extrema singularidad. Entre medias, hasta me atreví a salirme del guion y, en nombre de los Padres, recordar a un público sorprendido que la filosofía tomista no constituye sólo la coronación del pensamiento patrístico, sino que en ese hecho inflige una herida a la Antigüedad con un primer gesto moderno: distinguir entre el plano y el sobrenatural. Tengo la impresión de que, fiel a mi manera de argumentar, zarandeé a mis oyentes que respondieron, como debía ser, con un diálogo final incisivo y exigente. Espoleado por Gregorio acabé revindicando las figuras y las funciones contrapuestas y dinámicas de Pedro y de Juan. Me limito ahora a recoger el final de mi intervención, que insiste en temas que de una y otra manera ya había planteado en Poética del monasterio.

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Decía al principio de esta intervención que había nacido con la Reforma Litúrgica. Quiere decir que pertenezco a la primera generación que no conserva ningún recuerdo de la experiencia eclesial no sólo de los últimos quinientos años, sino de una manera de afrontar, incluso lingüísticamente, la celebración del “misterio” como había acontecido tradicionalmente. Si como dice el adagio Lex orandi lex credendi, y nunca al revés, entonces puede hablarse de una ruptura o, al menos, de una herida. El asunto de la licitud del rito extraordinario de la Misa cobra así una importancia que no se limita a formas. En este horizonte cabe entender los esfuerzos de Benedicto XVI y de Francisco en ese tema… 

Quisiera explicarme. Suele hablarse de una nostalgia. Después de la orgía, ¿qué? ¿Volvemos a casa? ¿Es posible realmente un dolor del hogar? ¿Queda un hogar? ¿Es la nostalgia también un dolor de aquello que falta? ¿No es una ausencia fundacional que remite a una presencia que se desvaneció, que se agotó? De hecho, ¿realmente puede decirse que ese hogar al que se vuelve es aquel que perteneció a nuestros padres?

Las tres generaciones que se están sucediendo desde el 68 no hemos conocido al “padre”. Pueden adoptarse dos roles arquetípicos de la literatura clásica y universal: Telémaco – figura de referencia para el psicoanalista italiano Massimo Recalcati en su libro El complejo de Telémaco- o Eneas, el héroe troyano que funda Roma.

A Odiseo le afecta la nostalgia, el regreso al hogar. Pero nosotros no hemos ido a guerrear contra Troya. Telémaco es un melancólico, que, a diferencia de Hamlet, no desea vengar la afrenta a su padre. Su hogar, más que devastado por los pretendientes, está siendo saqueado. Su búsqueda, su exilio, en busca del padre, no es una navegación desanclada de los orígenes, sino en busca de un anclaje, también a la deriva.

Eneas se pone en marcha, con su padre e hijo a cuestas, después de haber contemplado enloquecido la destrucción de Troya. Recomiendo vivamente la lectura de las tragedias de tema troyano de Séneca para refrescar la crítica a los griegos y muy especialmente a la figura de Odiseo-Ulises. Desanclado de los orígenes, Eneas sale, con el resto de su pueblo, en busca de la nueva y definitiva Troya. Troya va con él en el cuidado de su memoria, en los versos de Virgilio. No quisiera incurrir en ningún milenarismo, sino quizás invitar a ¿perpetrar? una esperanza escatológica, que no sea simplemente un sinónimo eufemístico de una apocalíptica visión de nuestra época.

Creo que Certeau nos enseña también a distinguir entre deseo como carencia y deseo como práctica por ensayar. Después de intelectuales como Certeau -como después de una orgía- nada es lo mismo. Nadie se baña dos veces en el mismo río, porque ni el río, ni el baño ni el bañista son idénticos. ¿Hasta dónde podemos estirar su mismidad? No todo progreso es un avance – ni tampoco un retroceso-. La dialéctica de la repetición y la diferencia incluye una relación espiral por adensamiento de sus estratos.

La construcción de un pasado idílico requiere la sátira de un presente consecuente. La parodia de un pasado que amenaza con regresar obliga a idealizar un presente autónomo. Tal vez no exista más que gramaticalmente un tiempo que pueda llamarse, con propiedad y realismo, futuro perfecto.

Certeau diagnosticó con una lucidez y una precisión al mismo tiempo alucinadas. Su obra exploró con agudeza la historia de la modernidad en la Iglesia católica entre Trento y el Vaticano II. Que algo o mucho se perdiese irreparablemente en su interpretación, convierte en más apasionante no el durante de aquellas acciones sino las posibilidades contenidas o evitables en ellas para su después.

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Comentaba con pasión Luri en la cena que tener penumbras, oscuridades e incluso sentinas en el alma es un privilegio de quienes estamos hechos a imagen y semejanza de Aquel a quien nadie ha visto y cuya figura sólo se puede intuir en el rostro de los hombres. A mí que me mueve, con una furia que a veces amenaza abrasarme, una intensísima sed de luz – jamás de transparencia- me fui a descansar con el mismo deseo de soledad y de silencio de siempre. Guardo para mí unas apostillas que Gregorio nos  hizo llegar como uno de esos dones que se reciben como un viático íntimo de la inteligencia.

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sábado, 30 de marzo de 2024

¿Teólogo/Poeta?

 

Sábado Santo

 


Hace unos meses que tengo desatendido este rincón de mi monasterio. Como si se tratase de una casa de aperos, he ido acumulando en ella bocetos y anotaciones, papeles sueltos, meditaciones y consideraciones. Con las modalidades a mi alcance procuro mantener en pie esta poética mía monástica. Vuelvo a entrar ahora entre sus paredes incitado por la sorpresa de un comentario que acababa de hacerme Gregorio Luri: “Sus libros, don Pego, no tengo la menor duda de que son obra de un teólogo”. 

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Gregorio me ha invitado a participar en un seminario de filosofía que coordina en la Fundación Tatiana titulado Después de la orgía. Como me dio completa libertad, no me cupo tampoco ninguna duda, no sé si para nuestra perdición... Me era preciso hablar de la orgía eclesiástica que ha durado casi sesenta años y que me parece que su prolongación explica todavía ciertos gruñidos de hoy. Hablaré de la presencia que falta según el ¿jesuita? Michel de Certeau, uno de los referentes teológicos declarados del Papa Francisco. “Ne permittas me separari a te”.

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¿Teólogo? He contado en otras ocasiones cómo dos libros marcaron mi vocación en una adolescencia recién estrenada. Precursores fueron los Versos y oraciones del caminante de León Felipe. La Antología de Ezra Pound la confirmó. Ahora bien, sin el descubrimiento de los Profetas y los libros poéticos de la Biblia no habría podido germinar. Aunque había sido asiduo lector de la Biblia Ilustrada para niños, una asignatura de Religión, impartida por el Hno. Raúl Blanco con su implacable severidad como un curso de historia del Antiguo y Nuevo Testamento, se convirtió en un instrumento de la Revelación. Desde entonces me acompañan la oración de Ana, la madre de Samuel; los oráculos de Amós; los Poemas del Siervo de Isaías; la visión de Ezequiel; Qohélet, claro; las cartas menores de Pablo; y, siempre, siempre, el Salterio.

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En la vida suelen cometerse un par de errores que serían irreparables si, hasta extremos imperceptibles, no esquivásemos su sola mención. Cargamos con sus penitencias, avergonzados y discretos. En mi caso, de aquellos pozos no me sacaron ni experiencias, ni testimonios. “Oxford me hizo católico”, sentenció el Cardenal Newman. Pese a mis debilidades, Londres me armó monje. En medio de una seca soledad, sin mérito alguno, donde ojalá habite el olvido de sí, seguiré custodiando poéticamente mis únicos auxilios: la Sagrada Escritura y los Padres.

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[…] la realidad histórica de algunos acontecimientos, así como de algunas personas, no excluye su permanencia en la eternidad y, por consiguiente, tampoco excluye la posibilidad de contemplarlos cuando la conciencia se eleva por encima del tiempo…” (Pável Florenski, El iconostasio).

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Luri, que también me ha definido como «cronoclasta», va siempre más acertado de cuanto me gustaría conceder. Él lo sabe. En su comentario a la Poética de Aristóteles, santo Tomás sostuvo que el filósofo debe ser también philomythos. Tal vez por ello nunca haya perdonado a Platón que, contra su espíritu, apostatase de la poesía, él, el poeta-rey, el rey-filósofo. Sin embargo, entiendo su logos. Ni el recuerdo de los teólogos naturales Heráclito y, sobre todo, Anaximandro me libra de la pesadumbre que se apodera de mi alma ante la poesía grecolatina. La leo como quien asiste a un banquete formidable donde se pueden gustar las más deliciosas viandas y los más exquisitos caldos y hasta corromperse uno, si así se desea, con feroz y feliz desesperación. De la Antología Palatina, por ejemplo, suelo retirarme pronto. En cambio, me siento en casa, con silencio o en el coro, en comunidad y con soledad, entre los Salmos. “Después de cantar el himno (el hallell), salieron para el Monte de los Olivos” (Mt 26,30).

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¿Teólogo? ¿Poeta? Tal vez sean los arquetipos de mi profesión real: lector.

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domingo, 31 de diciembre de 2023

Tres lecturas y media de 2023.

 

Memoria de S. Silvestre I, p.

 

Libro abierto,
Juan Gris (1925)

Suelo llegar tarde a las novedades. De hecho, siempre acabo su lectura con el sentimiento de haberme retrasado. Aunque quiera leerlas con urgencia, me asalta la mala conciencia de no haberlas alcanzado con puntualidad. En cambio, los libros que llegan en su momento están fuera del tiempo. No son necesariamente los clásicos. Poseen una actualidad capaz de crear su tiempo de lectura, su estación interior.

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Pasé el invierno leyendo La vida simple de Sylvain Tesson. Mario Crespo la había recomendado en un artículo de la revista Centinela, donde apuntaba que este diario de la estancia de su autor en un bosque siberiano había sido “una experiencia de aislamiento, casi de ermitaño”. Me dirigí hasta esa cabaña sólo por esas siete palabras capaces de activar algún sentimiento lejanísimo, impreciso. Fui subrayando cada pasaje en que Tesson mencionaba de una u otra manera la palabra ermitaño. Entre los libros que se había llevado a la orilla del lago Baikal su lista contenía unos cuantos de Ernst Jünger, claro. Pero me resonaba por todas partes el nombre de Gaston Bachelard. “Lo imprevisto del ermitaño son sus pensamientos. Sólo ellos rompen el curso de las horas idénticas. Hay que soñar para sorprenderse”, dice el aventurero Tesson. Anotada en un cuaderno encuentro esta cita de Bachelard: “La cabaña del ermitaño es una gloria de la pobreza. De despojo en despojo, nos da acceso al absoluto del refugio”.

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Hace unas semanas, de modo improvisado, introduje en clase una larga reflexión sobre Poética del espacio. De repente me sorprendí relatando un recuerdo sepultado. Tendría cinco años. Los Reyes Magos me habían traído una tienda formada por tres palitroques y una tela bastísima. Me encerré en mi cuarto y le pedí a mi madre comer en ella, con una bandejita. Durante los meses que me refugié allí dentro del adentro ensueño un primer sentimiento de libertad plena, expansiva y abrumada. Me pregunto si leyendo a Tesson iba en busca de aquella imagen…

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Durante la primavera busqué por los catálogos de las bibliotecas universitarias todas las ediciones de Europa de Julio Martínez Mesanza. Fui encontrándolas aquí y allí. He esbozado croquis de la distribución de todos sus poemas, en los márgenes de hojas, en fichas de papel A5, en fichas de cartulina… Tengo a medio escribir uno de esos artículos que sirven de traicionera excusa para justificar una oscura e intrincada exploración que nada tiene que ver con las exigencias de la Academia sino con intimaciones secretas y temidas. Una oscura iluminación, que permanece todavía enigmática, me asaltó ante la cita del trovador Gui de Cavaillon que Mesanza introdujo al final, no al principio, de Entre el muro y el foso: “Nos fam la gaita entre·l mur e·l fossat”. En el punto volado, entre el muro y el foso, siguen encaramados el miedo y la determinación de otro tiempo que no es el del autor ni el del lector, sino que tal vez hubiese sido prefigurado en el sueño de un trobar clus. Vuelvo a abrir mi ejemplar y me detengo en este poema: “Se manifiesta el alma en la extrañeza. // Se manifiesta el alma en la extrañeza, / la forma de no ser ellos que tienen / las horas y lugares conocidos. / La extrañeza y el alma son lo mismo, / el instante en que veo y ya no veo / el quieto tiempo y el lugar que escapa”.

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Desde hace casi veinte años intento leer el ciclo de Browning de Juan Eduardo Cirlot. He leído poemas sueltos, pero no me he atrevido nunca a seguir ningún orden. No se trata de que su lectura sea más o menos arisca. Duele en algún lugar extraño del alma. Las torres de Mesanza, trocaicas o anapésticas, me han conducido por qué extraños caminos hasta el primer libro, leído una y otra vez entre finales del verano y el otoño: “Este sonido triste que solloza / es mi espada románica que piensa. // Mi corazón oscuro la acompaña”.

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En estos días de la Octava de Navidad he dedicado las mañanas acatarradas a internarme en la Septología de Jon Fosse. Es cierto que es un escritor católico, con un estilo hipnótico que traza una reflexión honda sobre el sentido de la existencia humana a través de la representación de la conciencia de su protagonista. No bastan para seguir sin desfallecer sus sucesivos volúmenes. A lo largo de cerca de ochocientas páginas el lector se va introduciendo en la mente de un personaje que recorre, insomne y delirante, durante una semana, que bien podría calificarse de litúrgica, el nevado perfil de un fiordo noruego en el que se encarna, en efecto, su conciencia. Que si Beckett, que si Ibsen, que si el Maestro Eckhart, el protagonista pinta cuadros para borrar de su memoria las imágenes que se le agarran como el óleo al lienzo, ahondando en su oscuridad hasta que extrae de la oscuridad misma su luz. Los personajes se van fundiendo y escindiendo, los tiempos se confunden y se alejan, el autor y el lector se superponen. Confieso que me ha sido arduo acostumbrarme de entrada a su ritmo, como el de una barca que boga de noche bajo una luz que ilumina un instante antes de que la extinga su oscuridad. Me he recordado leyendo durante diez años el Ulysses de Joyce que recomencé hasta tres veces, llegando hasta el capítulo cinco, de nuevo hasta el capítulo quince y finalmente hasta “sí dije sí quiero SÍ”. Sin prever nada, había visto hace unas semanas Fresas salvajes y Persona de Ingmar Bergman. Es misteriosa la jornada que prepara el encuentro no con un libro sino el del libro con uno, como si fuera preciso ir preparando el hospedaje, sin sospechar la proximidad de su huésped.

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Llega Año Nuevo; ojalá logre estar más atento al silencio entre tantísimos ruidos de fuera y de dentro.

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viernes, 17 de noviembre de 2023

Castidad

 

Memoria de S. Hugo de Novara, abad


Detalle del Juicio Final,
Pietro Cavallini (1300)


Como un ejercicio más de su modo de leer, la escritura monacal se caracteriza también por ir rumiando sus reflexiones. La ruminatio no consiste sólo en prestar detallada atención a los rasgos ocultos de sentido que la recitación quisiera acariciar. Avanza con ágil lentitud. No corona cimas, como la mística. Prepara el ascenso. De improviso el lectoescritor siente que se le ensanchan los pulmones y que su respiración se agita levemente. Observa a su alrededor y se descubre en medio de un valle nitidísimo. Sin apenas notarlo ha ido cesando el ruido que lo acompañaba adentro. Su conversación interior se ha ido espaciando, mientras el aire se hace más seco y hiere con más afilada dulzura. Es el momento. Puede entonces uno respirar profundamente y disfrutar de la vista con el cuello del abrigo bien alzado; o bien irse revistiendo, casi ruborizado, de un hábito nuevo, único, propio, cuya medida exacta es tarea de la vida ajustar.

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En un brevísimo lapso de tiempo Erik Varden ha publicado el original inglés y la traducción española de Castidad (La reconciliación de los sentidos). Castidad no es un tratado, ni un manual, ni una apología, ni una homilía, ni siquiera, apurando sus amplios límites, un simple ensayo. En toda la amplitud del término aspira a ser una oratio: un discurso que invite a la contemplación. Un monje tiene muy presente la recomendación de S. Pablo: “Vuestra conversación sea siempre agradable, con su pizca de sal, sabiendo cómo tratar a cada uno” (Col 4,6). Es decir, comparte un logos, una razón que da gracias, una palabra en vela.

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Rumiar es recordar. En la ruminatio despliega su poder curativo la anamnesis. Castidad debe leerse en estricta continuidad con el libro anterior de Varden, La explosión de la soledad. Entre ambos se reconoce un mismo estilo, cuidado y próximo, que repite el procedimiento hermenéutico, en absoluto ajeno a la tradición monástica, de utilizar el ejemplo de obras poéticas, musicales y artísticas. La explosión de la soledad invitaba a recordar – es decir, a pasar de nuevo por el corazón, sacando del olvido a la luz del Resucitado- el camino desde la Creación a una nueva Creación. Castidad nos anima a habitar el monte santo donde el Edén y la nueva Jerusalén están ya secretamente desposados en nuestra historia redimida. Dice el autor: “Habitar el mundo castamente es verlo en verdad y verse a uno mismo y a la humanidad de modo verdadero en él; es decir, convertirse en contemplativo”.

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La argumentación de Dom Varden apunta a la castidad no tanto como un programa de virtud cristiana, sino sobre todo como un icono que manifiesta la realidad ontológica de la existencia humana. Por supuesto asume el horizonte de los afectos humanos, a la luz de un concepto integral de intelecto que no escinda el entendimiento como una potencia independiente y superior que debiera regir y sujetar la voluntad. Reconciliándose el uno y la otra por la memoria, el comentario desea remontar, más allá de la interpretación literal y moral de la palabra castidad, a su significado alegórico y anagógico, trinitario. No es la castidad del Hombre en la Caída la que atrae en primer término la atención – el hombre desnudo, recubierto de pieles-, sino la expectativa del Hombre restaurado en su dignidad original, revestido de una túnica de gloria. Como dice el obispo de Trondheim, "la condición cristiana es el arte de esforzarse por responder a una vocación a la perfección mientras sondeamos la profundidad de nuestra imperfección sin desesperar y sin renunciar al ideal".

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Como un midrash cristiano, Dom Varden glosa La cueva de los tesoros, un texto siriaco del siglo IV. En una época como la nuestra, considera que su contenido “posiblemente consiga ir más allá que las admirables pero austeras definiciones de la teología escolástica”. Bajo esta delicada monición, el lector se asoma a un enfoque que, en su humildad, es inverso, pero no opuesto, al de la escolástica que lleva prolongándose durante los dos últimos siglos. Si Dom Varden no propone la castidad en términos punitivos, se debe a que sostiene, provocativamente, que la castidad es el estado natural del ser humano que se perdió con el pecado. El orden de la gracia recupera así la plenitud de la que caímos. Es preciso una anamnesis que es también una anábasis.

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La castidad debe meditarse en su horizonte escatológico. No es una carga sino un servicio. No es un munus sino un officium. La Caída nos arrastra a un desorden cada vez más abismal. La Misericordia, con una ardua ligereza, nos alza a un nuevo orden edénico. La castidad no es únicamente un combate moral contra los instintos, sino la paz que recobra nuestro polvo modelado a imagen y semejanza de su Creador. Su sentido en la economía de la salvación es esencialmente litúrgico, como se declara en diversos momentos del libro. Dice con precisión Dom Varden: “Al principio, la naturaleza humana formaba parte perfectamente de este orden perfecto. Estaba orientada a la vida eterna y a la manifestación de la gracia sustancial de Dios. […] Su misma existencia tenía un carácter unificador, sacerdotal. […] El hombre fue invitado a elegir la bienaventuranza. Esto significa que era libre de rechazarla. Su sacrificio sacerdotal residía en ordenar su libre albedrío según la llamada de Dios”.

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Las tensiones que atraviesan la vida humana no se reducen a contrastes. Contienen también fuerzas creativas. Orden y desorden, eros y muerte apuntan a la búsqueda de una reconciliación – y no meramente un equilibrio- entre cuerpo y alma como entre libertad y ascesis. Hombre y mujer, matrimonio y virginidad suponen un anhelo – concepto clave en el pensamiento de Dom Varden- de perfección, o mejor dicho, de plenitud -de integridad- que sólo se reconcilia en el éxtasis del reencuentro en el otro. De todos los sacramentos, solamente uno recuerda el estado paradisiaco: las nupcias, que, a lo largo de la espiritualidad cristiana – y bíblica-, han alegorizado la intimidad del ser humano y Dios, de Cristo y su Iglesia.

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En las primeras páginas de Castidad Dom Varden establece una filiación con las acepciones empleadas por Aristóteles y Cicerón. La Poética y las Disputaciones Tusculanas remiten simultáneamente a un proceso de purificación y a un estado de pureza. No son una adquisición, sino una disposición largamente trabajada. La castidad ni sublima ni apacigua la pasión: “Reconoce un destello de eternidad en la pasión”. No libra del cuerpo; lo libera para que sea de nuevo él mismo. Le devuelve el descanso sabático. Por ello, me ha conmovido un dicho conciso de los Padres del Desierto citado por Dom Varden: “La medida del cristiano es su imitación de Cristo”. La acepción poética que resuena en el término griego de mímesis no se limita a la imitatio latina. Radicaliza su significado. A la medida del cristiano no le basta con reflejar a Cristo. Su acción está impelida a re-presentar el sentido mismo del obrar de Cristo. Es Cristo quien obra en él cuando él actúa. La castidad es la manera del ver el mundo con la claridad del nuevo Adán que gobierna sus pasiones con la simplicidad de la Creación recién terminada de hacer. Quien es casto ve el mundo con los ojos mismos del amor de Dios. ¿Cómo no oír de fondo resonando la bienaventuranza de Jesús? “Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios" (Mt 5,6).

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En el hermoso andante final Dom Varden va comentando el fresco del Juicio final de Pietro Cavallini. Todas sus figuras dirigen su mirada hacia Jesucristo, Juez de misericordia. Aunque la pintura está dañada, siguen intactas las llagas de una mano y de los pies y la herida del costado. Ligeramente inclinado hacia delante, porque ni siquiera el trono de su poder puede retener su cercanía, nos mira mientras detenemos la mirada en Él. Aunque no seamos monjes, solos ante sus ojos, deberíamos repetirnos, con el anhelo herido de una añorada pureza: “Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor” (Sal 27,8). Con Castidad Erik Varden acompaña los pasos de esa búsqueda.

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sábado, 21 de octubre de 2023

Secretos, cronoclastas y conservadores

 

Memoria de S. Hilarión, abad

 




Hace poco me decía Álvaro Petit que Anti(pos)modernos españoles le parecía una propuesta estética que mostraba una militancia política pero no partidista. En efecto, no quiere reducirse a un tratadito de estética conservadora. Aunque sea una apuesta conservadora, rehúye todo tipo de clasificaciones y etiquetas. En el prólogo se dice que quiere ser a la vez un “opúsculo” y un “libelo”. Tal vez se haya convertido también ex post facto en un “prontuario”: una obrilla polémica que anota brevemente diversas cuestiones que deberían ser tratadas con más detenimiento en una obra posterior.

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Anti(pos)modernos españoles no pretende ofrecer un canon de la literatura conservadora española del siglo XX. Sería incompleto. Sin embargo, apunta una muestra alternativa que no complementa la oficial, sino que, no obviando sus tensiones ideológicas, intenta liberarlo de una polarización que lo condene a un ostracismo sectario. Ni todos los autores comparten las mismas ideas políticas, ni todos ellos se ajustan un credo religioso único. Omite cualquier taxonomía por promociones o grupos, a fin de resaltar un espacio geográfico y político común que atraviesa la península de cabo a rabo. Ese diálogo mantiene vivo el fuego que alimenta la actitud anti(pos)moderna acogiéndose a unas libertades que no tienen temor en inspirarse en la tradición sin quedar apresada en ella. Experimentan con ella, crean con ella y gracias a ella. En ese sentido atribuyo a todos esos autores la categoría de cronoclastas: rompen con la idea de progreso entendida en un sentido teleológico, como ley historicista a la que la estética también debería estar sometida.

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Anti(pos)modernos españoles procura sorprender al lector eligiendo el género en principio con el que menos se identificaría su crítica de la posmodernidad. Trata así también de profundizar en los motivos que forman otra categoría básica de análisis del libro: su condición secreta. Al invocar, por ejemplo, a Jiménez Lozano la poesía, no el ensayismo o el diarismo, orienta la búsqueda. Al recordar a Luis Rosales, no la poesía, sino su ensayismo. De Pemán, en vez del articulismo, su teatro.

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Advierto a posteriori que el libro se acaba con mi generación. ¿Se debe acaso esta ausencia al ombliguismo generacional al que nadie parece inmune? Pudiera ser, aunque también podría deberse a otra causa. La generación que ha precedido a la mía ha sido y sigue siendo todavía tan omnipresente – tan asfixiante e implacable – que, por un lado, me parecería casi hasta inmoral atreverme a enseñar a quienes alcanzan ahora su madurez cómo deben leerse. Al mismo tiempo, siento que, tan engolfada en sí misma, la mía no puede permitirse abdicar de una responsabilidad: la de transmitir una manera suya de leer el pasado en el que ya está entrando. ¿Quién sabe si tendré el valor y la fuerza para compensar esta ausencia siguiendo con un proyecto en germen, juanrramoniano, que me gustaría titular Españoles de tres submundos?  

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En este blog he dejado constancia de haberme dedicado a meditar el Eclesiastés durante un par de años, recién cumplida la cincuentena. Con insistencia me detengo en dos de sus pasajes: “Lo torcido no se puede enderezar, / lo que falta no se puede calcular” y “Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras. Lleva siempre vestidos blancos y disfruta de la vida con la mujer que amas, mientras dure esta vana existencia que te ha sido concedida bajo el sol. Esa es tu parte en la vida y en los afanes con que te afanas bajo el sol”. Ojalá supiera de veras aplicarme un programa tan conservador y sensato. Más que pesimista, contra toda evidencia, debería aprender a sostener una serenidad con las gotas de un escepticismo (sobre)naturalísimo.

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