Solemnidad de S. Esteban, protomártir
Hace unos meses caí en la cuenta
de que no había leído nunca ni de modo continuado ni completo, sino salteados, los sermones de
san Bernardo al Cantar de los Cantares. Nunca he encontrado la fuerza
para enfrentarme de frente a sus ochenta y seis sermones. Así que encargué un
ejemplar de la clásica edición de la BAC en la librería Claret. Con él ya en la
mano seguía pensativo, mientras hojeaba la introducción, maravillosa y
estimulante como todo lo suyo, de Dom Leclercq. Al leer que san Bernardo los
compuso a lo largo de más de veinte años, como si los fuese a pronunciar día
tras día en el capítulo de Claraval, comprendí que debía acudir diariamente a
recibir su enseñanza. Se celebraba en aquel momento las Vísperas de la
Solemnidad de los Santos Arcángeles. He cerrado el volumen la víspera de
Nochebuena.
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Apenas
dos semanas después de empezar a atender las lecciones diarias de san Bernardo,
comenté a Mons. Varden que con frecuencia me sentía amonestado por sus
palabras. El abad de Claraval manejaba de modo prodigioso los periodos latinos,
con la que la traducción castellana combate sabiéndose vencida. En su justa
medida era capaz de combinar a la vez la profundidad espiritual, la
sensibilidad poética y la más punzante de las ironías. Con ellas sentía que sigue
corrigiendo con un afecto implacable los defectos de hoy. Debe reconocerse que
deja de nuevo al descubierto los pecados más íntimos de cualquiera de sus
audiencias. Podría reprochársele la retórica exegética, pero sería
una excusa insostenible. La agilidad verbal de Bernardo no nos absuelve de nuestra
tartamudez moral. Entre tanta pesadumbre gozosa, Dom Erik me dio un consejo inolvidable.
“No dejes que te reconvenga demasiado. Escúchale como a un amigo que lee para
ti en voz alta”.
***
He
ido subrayando con lápiz, sobre las líneas o en los márgenes, aquellas frases en
que el genio literario de Bernardo deslumbraba la interpretación de un
sintagma, un sustantivo o un adverbio. Piénsese que, tras quinientas páginas, apenas llegó al primer versículo del tercer capítulo del Cantar.
De
acuerdo con el método exegético de la Patrística, se detiene al principio de cada perícopa a presentar el sentido literal con una precisión que sorprendería a no
pocos pragmatistas. A continuación, desencadena una espiral de observaciones
morales y alegóricas desde las que se lanza a degustar las más altas cotas espirituales.
Contra
todos los prejuicios modernos, san Bernardo demuestra un conocimiento del amor
humano y de los movimientos del alma asombroso. Puede dedicar páginas que
marean por su pulso narrativo a los distintos órdenes angélicos y dar de
inmediato un salto a los más delicados y eróticos sentimientos esponsales. Para
nuestro abad cada uno lleva dentro de sí una Betania donde conviven Marta y
María. Es evidente que, hombre de su época, sitúa la vida monástica en la cima,
pero sería una mezquindad no advertir su alegría ante el testimonio de fidelidad
de quienes viven en el mundo.
Se
dirige a sus monjes, consciente del artefacto de la presunta oralidad
de sus sermones, como si secretamente le divirtiese y le estimulase alcanzar
con su escritura los oídos ausentes de una multitud anhelante. Del mismo modo
que en De consideratione introduce una digresión en forma de apología sobre
el desastre de la II Cruzada, aquí no duda en detener el curso de sus
comentarios para dedicar un sermón sollozante a la muerte de su hermano Gerardo,
un auténtico prodigio de amor fraterno y de estremecimiento creyente ante la
inmensidad del misterio de nuestra finitud.
Su
estilo posee un trazo firmísimo, capaz de prolongarse sin descanso entre
meandros de subordinadas, antes de hacer un alto y encadenar ráfagas brevísimas
de oraciones simples que se despliegan mediante armonías contrapunteadas por
interrogativas. He descubierto en sus secretos las resonancias más hondas de
mis tanteos literarios. Gracias a su ritmo, he conseguido descifrar algunos pasajes
inexplorados de la poética monástica en los que mi Oficio de lectura en
curso no se acababa de atrever a aventurarse.
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Dom
Jean Leclercq explica que la obra de san Bernardo aborda todos los lugares que las
Sentencias de su época requerían, pero no de una manera sistemática sino
poética. ¡Qué gran consuelo una cristología escatológica así!
No
escasean delicadas alusiones sarcásticas contra los “filósofos”. En ellas no se
atisba el más mínimo antintelectualismo. Al contrario. La crítica a la filosofía,
muy a menudo puesta a la par del desarrollo de las herejías y de la denuncia rigurosa
de los excesos eclesiásticos, reivindica un modo de pensar y una manera de
decir que el auge de las escuelas catedralicias empezaba a amenazar. Más que de
defenderse contra ellas, nos recuerda que el pensamiento monástico, gramatical
y escatológico, no es simplemente el precursor de la plenitud dialéctica y
racional de la filosofía cristiana. En el fondo, la metafísica de los
filósofos es una epistemología que convierte el olvido del ser en un análisis
del ente. La exégesis de los monjes es una poética que hace de la memoria una
liturgia de alabanza. Aunque pueda parecer paradójico, el filósofo no busca la
sabiduría sino el conocimiento. El monje, como Bernardo, se sumerge en las
Escrituras.
***
En un par de sermones finales san Bernardo demuestra el rigor intelectual de su pensamiento, basado siempre en las figuras de la antítesis y la paradoja. Tras enfrentarse con el tema del libre albedrío y la esclavitud del pecado, entona un himno majestuoso al amor nupcial de Dios con el alma, sobre la pauta del versículo “En mi lecho, por la noche, buscaba al amor de mi alma” (Cant 3,1a). Recogido en el oficio de lectura del común de los santos varones, dice así uno de sus fragmentos más espléndidos:
“El amor basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo por amar. […] Entre todas las mociones, sentimientos y afectos del alma, el amor es lo único con lo que la criatura puede corresponder a su Creador, aunque en un grado muy inferior, lo único con que puede restituirle algo semejante a lo que él le da. En efecto, cuando Dios ama, lo único que quiere es ser amado: si Él ama, es para que nosotros lo amemos a Él, sabiendo que el amor mismo hace felices a los que se aman entre sí” (Sermón 83).
Dom
Erik estaba en lo cierto. El Padre Bernardo me ha instruido con paciencia hasta
ese momento en que me he percatado de que “lo buscaba y no lo encontraba”
(Cant. 3,1b).
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