viernes, 26 de diciembre de 2025

In Cantica Canticorum

 

Solemnidad de S. Esteban, protomártir

 


Hace unos meses caí en la cuenta de que no había leído nunca ni de modo continuado ni completo, sino salteados, los sermones de san Bernardo al Cantar de los Cantares. Nunca he encontrado la fuerza para enfrentarme de frente a sus ochenta y seis sermones. Así que encargué un ejemplar de la clásica edición de la BAC en la librería Claret. Con él ya en la mano seguía pensativo, mientras hojeaba la introducción, maravillosa y estimulante como todo lo suyo, de Dom Leclercq. Al leer que san Bernardo los compuso a lo largo de más de veinte años, como si los fuese a pronunciar día tras día en el capítulo de Claraval, comprendí que debía acudir diariamente a recibir su enseñanza. Se celebraba en aquel momento las Vísperas de la Solemnidad de los Santos Arcángeles. He cerrado el volumen la víspera de Nochebuena.

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Apenas dos semanas después de empezar a atender las lecciones diarias de san Bernardo, comenté a Mons. Varden que con frecuencia me sentía amonestado por sus palabras. El abad de Claraval manejaba de modo prodigioso los periodos latinos, con la que la traducción castellana combate sabiéndose vencida. En su justa medida era capaz de combinar a la vez la profundidad espiritual, la sensibilidad poética y la más punzante de las ironías. Con ellas sentía que sigue corrigiendo con un afecto implacable los defectos de hoy. Debe reconocerse que deja de nuevo al descubierto los pecados más íntimos de cualquiera de sus audiencias. Podría reprochársele la retórica exegética, pero sería una excusa insostenible. La agilidad verbal de Bernardo no nos absuelve de nuestra tartamudez moral. Entre tanta pesadumbre gozosa, Dom Erik me dio un consejo inolvidable. “No dejes que te reconvenga demasiado. Escúchale como a un amigo que lee para ti en voz alta”.

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He ido subrayando con lápiz, sobre las líneas o en los márgenes, aquellas frases en que el genio literario de Bernardo deslumbraba la interpretación de un sintagma, un sustantivo o un adverbio. Piénsese que, tras quinientas páginas, apenas llegó al primer versículo del tercer capítulo del Cantar.

De acuerdo con el método exegético de la Patrística, se detiene al principio de cada perícopa a presentar el sentido literal con una precisión que sorprendería a no pocos pragmatistas. A continuación, desencadena una espiral de observaciones morales y alegóricas desde las que se lanza a degustar las más altas cotas espirituales.

Contra todos los prejuicios modernos, san Bernardo demuestra un conocimiento del amor humano y de los movimientos del alma asombroso. Puede dedicar páginas que marean por su pulso narrativo a los distintos órdenes angélicos y dar de inmediato un salto a los más delicados y eróticos sentimientos esponsales. Para nuestro abad cada uno lleva dentro de sí una Betania donde conviven Marta y María. Es evidente que, hombre de su época, sitúa la vida monástica en la cima, pero sería una mezquindad no advertir su alegría ante el testimonio de fidelidad de quienes viven en el mundo.

Se dirige a sus monjes, consciente del artefacto de la presunta oralidad de sus sermones, como si secretamente le divirtiese y le estimulase alcanzar con su escritura los oídos ausentes de una multitud anhelante. Del mismo modo que en De consideratione introduce una digresión en forma de apología sobre el desastre de la II Cruzada, aquí no duda en detener el curso de sus comentarios para dedicar un sermón sollozante a la muerte de su hermano Gerardo, un auténtico prodigio de amor fraterno y de estremecimiento creyente ante la inmensidad del misterio de nuestra finitud.  

Su estilo posee un trazo firmísimo, capaz de prolongarse sin descanso entre meandros de subordinadas, antes de hacer un alto y encadenar ráfagas brevísimas de oraciones simples que se despliegan mediante armonías contrapunteadas por interrogativas. He descubierto en sus secretos las resonancias más hondas de mis tanteos literarios. Gracias a su ritmo, he conseguido descifrar algunos pasajes inexplorados de la poética monástica en los que mi Oficio de lectura en curso no se acababa de atrever a aventurarse.

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Dom Jean Leclercq explica que la obra de san Bernardo aborda todos los lugares que las Sentencias de su época requerían, pero no de una manera sistemática sino poética. ¡Qué gran consuelo una cristología escatológica así!

No escasean delicadas alusiones sarcásticas contra los “filósofos”. En ellas no se atisba el más mínimo antintelectualismo. Al contrario. La crítica a la filosofía, muy a menudo puesta a la par del desarrollo de las herejías y de la denuncia rigurosa de los excesos eclesiásticos, reivindica un modo de pensar y una manera de decir que el auge de las escuelas catedralicias empezaba a amenazar. Más que de defenderse contra ellas, nos recuerda que el pensamiento monástico, gramatical y escatológico, no es simplemente el precursor de la plenitud dialéctica y racional de la filosofía cristiana. En el fondo, la metafísica de los filósofos es una epistemología que convierte el olvido del ser en un análisis del ente. La exégesis de los monjes es una poética que hace de la memoria una liturgia de alabanza. Aunque pueda parecer paradójico, el filósofo no busca la sabiduría sino el conocimiento. El monje, como Bernardo, se sumerge en las Escrituras.

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En un par de sermones finales san Bernardo demuestra el rigor intelectual de su pensamiento, basado siempre en las figuras de la antítesis y la paradoja. Tras enfrentarse con el tema del libre albedrío y la esclavitud del pecado, entona un himno majestuoso al amor nupcial de Dios con el alma, sobre la pauta del versículo “En mi lecho, por la noche, buscaba al amor de mi alma” (Cant 3,1a). Recogido en el oficio de lectura del común de los santos varones, dice así uno de sus fragmentos más espléndidos: 

El amor basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo por amar. […] Entre todas las mociones, sentimientos y afectos del alma, el amor es lo único con lo que la criatura puede corresponder a su Creador, aunque en un grado muy inferior, lo único con que puede restituirle algo semejante a lo que él le da. En efecto, cuando Dios ama, lo único que quiere es ser amado: si Él ama, es para que nosotros lo amemos a Él, sabiendo que el amor mismo hace felices a los que se aman entre sí” (Sermón 83).

Dom Erik estaba en lo cierto. El Padre Bernardo me ha instruido con paciencia hasta ese momento en que me he percatado de que “lo buscaba y no lo encontraba” (Cant. 3,1b).

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