viernes, 22 de noviembre de 2019

En clave menor



Memoria de Santa Cecilia

Cavalcanti estaba a punto de espirar su ascensión cuando tuve noticia de que a Un sí menor, el último poemario de José Mateos, le faltaban unos pocos días para salir publicado. Era consciente de que no llegaría a leerlo con esa honda y reservada admiración que siempre le había dedicado en sus reseñas.

Como queriendo recobrar fuerzas de su melancólica ausencia, pedí a Joan Cabó, su discípulo blanchotiano, que me ilustrase sobre la clave del Sí menor antes de ejecutar mi lectura del libro de Mateos. Como buen organista, me sugirió los matices de la afinación y el motivo infinito que parecen encerrar tanto el Preludio del primer libro del Clave bien temperado como la fuga “pro organo pleno” de J. S. Bach.




Confieso que la música de Bach, místico del sonido más puro, me impresiona, pero casi no logra conmoverme. Sin embargo, en las notas tecleadas del Preludio atisbé avant la léttre el misterioso cauce órfico que remonta, cada vez más esencial, la poética de Mateos. Es la voz encarnada en la vocal apenas emitida, bajo la armonía de un trazo que rima el mundo contemplado, la que explora cada vez más densa y claramente el poeta jerezano.

Me había propuesto renunciar a la reseña, a la que el delicado despliegue de la incipiente melodía de Bach me impide sustraerme. A través de ella sospecho que es errado buscar en la corriente de la «poesía del silencio» española de fines del siglo XX el interlocutor de Mateos. Algo desafina en aproximar estas notas alejadas de las de José Ángel Valente. Puede que la comparación tenga un valor historiográfico, pero de algún modo violenta el hermético e inmediato secreto de sus nubes, sus gotas de agua, sus almendros, los restos de la memoria naufragada en la mesa del lar materno… A la poética de Mateos le casaría mejor el adjetivo apofática.

Me ha sorprendido que las críticas elogiosas de su sí a la vida, atravesado por la asunción del sentido íntimo de la muerte, hayan pasado por alto dos referencias fundamentales de su propio quehacer poético. Este libro ha destilado hasta su última gota la deuda de su autor con la letra y la mirada de Ramón Gaya, hasta el punto que no pocos de sus poemas son ecos y variaciones, y viceversa, de las acuarelas que ha ido dibujando estos años.

Entre sus versos no he podido dejar de meditar, de manera natural, en la (in)actualidad educativa de la poesía… 

martes, 19 de noviembre de 2019

Port-Royal y Claraval



Memoria de Santa Matilde de Hackeborn


En la que fuera mi primera colaboración en El Debate de hoy me detuve a reflexionar sobre mi experiencia de leer a José Jiménez Lozano entre Port-Royal y Claraval…




Salí a delimitar las primeras marcas poéticas de este incipiente monasterio virtual que Cavalcanti había atisbado en la intimidad desolada de un jardín edénico. Sus lindes se habían trazado en enigma a la vista de una niebla mañanera que recortaba, hasta difuminarlo, el perfil de Poblet. Bajo el cielo clarísimo de otro mediodía, sobre el fondo de cipreses de la clausura –y el eco del agua en la piedra del lavatorio- recuerdo que mi amigo el búho había asentido a tal empresa.

Antes de emprenderla, he corrido a ocultarme bajo la música arisca e independiente de Sainte-Colombe. A la espera de que quede su cámara en silencio, ¿seguirá susurrando en ella, con toda su compleja personalidad, el legado de san Bernardo? Si su fruto más acabado fue un arte despojado y simplicísimo y un modo de vida, personal y social, basado en la piedad y en la comprensión redimida de nuestra naturaleza caída, ¿podré todavía reconocer el eco de su autoridad? 

En un pasaje de unas notas que transcribe en El mendigo ingrato, Léon Bloy recrimina agriamente a san Bernardo que no encabezase la expedición de la II Cruzada, de cuya predicación, aunque no encontró motivo para arrepentirse, su conciencia jamás había logrado recobrarse. "San Bernardo es un Santo de Jesús, un Santo del Verbo abofeteado, un Santo del Pobre crucificado. En ese sentido tuvo razón de rehusar. Y está en su lugar en los altares del Hombre de los Dolores. Pero un Santo del Espíritu Santo hubiera actuado de otra manera". Alucinado y milenarista, explica entonces por qué los Santos de Jesús "serán juzgados de nuevo por el Amor por lo que no hicieron, y la OMISIÓN será el ciclón de llamas que quemará todos los tabernáculos".

Cuanto más silencioso y callado bruñía San Bernardo su estilo, tal vez los espacios en blanco de sus periodos levantaban más limpios sus arcos de media punta. O quizás no, como Dante habría podido descubrir bajo el hábito blanco del padre de Claraval. En su escritura no le bastaba alzar un plano sobre el que otros edificaran las formas de una esperanza entrevista. Construía en los corazones de sus lectores una comunidad en que el tiempo quedaba suspendido entre unas figuras retóricas cuyo sentido político quedaba adelgazado a su más nítida dimensión escatológica.

Como un anticipo de la Resurrección, la literatura transfigura la realidad, tamiza la hojarasca y la hojalata de nuestra vida cotidiana. Ver la gloria de lo verdadero en medio de la fealdad más evidente es obra del amor. La gracia concedida al lector es asomarse a la desnudez esencial, vulnerable y herida, que constituye la dignidad irrevocable del ser humano.

Desaparecido con la edad todo rastro de ingenuidad e inocencia, frente a la innoble tentación del cinismo, queda perseverar en la búsqueda de la simplicidad, como recomienda la inquietante máxima evangélica sobre las serpientes y las palomas. Entretanto, mientras acabo esta hoja, me gustaría estar bajando la vista, casi avergonzado, como si realmente fuera un copista de Godofredo de Auxerre, el secretario de Bernardo.

martes, 12 de noviembre de 2019

El proceso



Memoria de San Nilo, abad


De adolescente, las mentes piadosas de mi escuela se escandalizaban de mi férrea determinación a estudiar filología. Un hombre de mi prodigiosa memoria debía dedicarse a opositar, no sé, Notarías. Mientras los de Letras Puras regresábamos de clase de griego, el Hermano Maximino amonestaba a sus discípulos entre risillas: “He ahí a los futuros barrenderos. ¡Y ése además por puro gusto!”. Entre firma y firma, pensarían, podía dedicarme a leer La tentación de San Antonio de Flaubert.

Circunspecto, a mi padre le horrorizaba pensar que, si se seguía el camino de las leyes, decidiese acabar de juez. Lleno de escrúpulos, un amigo suyo había perdido el juicio ejerciendo la magistratura. Absolvía a conciencia a delincuentes de poca monta. Atribuía sus delitos a la ofuscación, social y económica. Pasaba noches en vela sopesando las sentencias. Mi padre le recordaba sudoroso y con los ojos desencajados. Le abrieron expediente y enseguida empezó a entrar y salir de lo que entonces llamaban frenopático. A mi padre la locura y el escándalo le aterraban.

En el fondo nadie entendió ni que hubiese decidido malgastar mi talento ni que mis padres lo permitiesen. Ese mundo evaporado…

Hace un par de años Daniel Capó me invitó a colaborar en la sección Los libros que no he leído de su blog. Con aquella excusa quise atisbar el futuro de mis hijos en el olvido de quien fui…

domingo, 3 de noviembre de 2019

Léon Bloy, escritor absoluto


En el aniversario de la muerte de Léon Bloy





Entre los papeles póstumos de Cavalcanti mantengo en una esquina de la mesa el manuscrito de El peregrino absoluto. Como decía ayer, soy cada vez más consciente de que, amén de inescribible y antes que impublicable, es hasta cierto punto doloroso ilegible. No obstante, en el aniversario de la muerte de Léon Bloy, escritor absoluto, como lo definí en un artículo, me siento obligado a transcribir la dedicatoria a quien Cavalcanti consideraba uno de sus maestros.



A Léon Bloy


Piense, mi querido maestro, tras haber atravesado hace un siglo el umbral del Apocalipsis, la lección de soledad que su escritura mantiene todavía hoy con pulso firme, como un recordatorio del Edén, para sus dispersos y silenciosos discípulos. Es la distancia infinita entre los Ojos del Juez y los lugares comunes que desde su época continúan acechándonos y devorándonos como el león que ruge en el desierto la que las páginas de este libro pretenden sondear y jamás medir, a riesgo de incurrir en la peor de las idolatrías: desesperar de la comunión de los santos. 

Puede que lo santo se haya repartido sin descanso y con sonrisas entre los gruñidos satisfechos de una inmensa piara abandonada. No obstante, su testimonio de ingratitud -de humildad- impulsa a no dejar de peregrinar en busca de lo Absoluto, vendiendo todo lo que se posee para obtener la perla preciosa de la Palabra. Sacrificio agradable y despreciado, me inclino ante tal acto enloquecido de Amor. Usted nos ha enseñado -nos ha recordado- que una sola gota de la sangre del Justo, vertida en el cáliz de sus Escrituras, bastaría para redimir a la humanidad entera si ésta quisiera beberla realmente. Tarea del escritor invendible es dejarse rebosar de su oceánica singularidad.

Desde este yermo me dirijo, pues, a su encuentro con el deseo insensato de dar un salto por encima de la eternidad que nos separa. Conservo intacta la confianza de que el Juez exacto de nuestras infamias sea, ante todo, el Lector absoluto de nuestras esperanzas. Que su Crítica consuele las llagas y las heridas que infligen a nuestro lenguaje cotidiano las manos de un nuevo filisteísmo que usted fustigó con pasión. Samaritanos en un tiempo posthumanista, ¿no es acaso nuestra obligación no pasar de largo ante el depósito saqueado de la tradición?

Monasterio de Poblet, 19 de marzo de 2017

sábado, 2 de noviembre de 2019

Poética del monasterio



Conmemoración de los Fieles Difuntos


En otro lugar, bajo otras circunstancias, hoy, día de los fieles difuntos, sábado en su ocaso, doy comienzo a este nuevo blog que lleva por título Poética del monasterio. Tras Donna mi prega y, a punto de que concluya el itinerario póstumo de El peregrino absoluto, me adentro en una hora que tal vez hubiera de seguir retrasando. Solo, sin la compañía de Cavalcanti, emprendo otra peregrinación al fondo de un claustro cada vez más esencial. Quizás a mi soledad se le haya dado la única posibilidad de ejercer su independencia con perseverancia virtual.



Le comentaba a Ander Mayora en una entrevista de próxima publicación que “en los umbrales de una época transhumanista no es posible renunciar a la esperanza de una Ley que se transmite de generación en generación y que se revela en lo más íntimo de nuestra soledad personal”. El Padre, el Maestro y el Monje son las tres figuras únicas que podrían garantizar la continuidad de tal Tradición. Sobre ellos descansa no una apologética, sino una poética del Monasterio.

No serán estas entradas sino notas dispersas, tomadas de aquí y de allá, de enlaces a otras colaboraciones, de apuntes de campo, de pequeños engastes… A su propio ritmo, impropiamente litúrgico. Debieran poder formar el hilo de un breviario, destinado a aquellos huéspedes que topasen con esta filiación de mi Petit Clairvaux. Como si sólo fuera una guía sin pretensiones, de paso.

Como preludio de esa poética, he mostrado a unos pocos amigos el manuscrito derivado de El peregrino absoluto. Les había anticipado que era ilegible e impublicable. Con tacto exquisito, uno de ellos ha expresado su punzante opinión: “Es un libro inescribible”. Un elogio y una advertencia al mismo tiempo. Me alivia saber que no habré defraudado a Léon Bloy. En términos literarios, podré ya morir en paz.