Memoria de San Nilo, abad
De adolescente, las mentes piadosas de mi escuela se
escandalizaban de mi férrea determinación a estudiar filología. Un hombre de mi
prodigiosa memoria debía dedicarse a
opositar, no sé, Notarías. Mientras los de Letras Puras regresábamos de clase
de griego, el Hermano Maximino amonestaba a sus discípulos entre risillas: “He
ahí a los futuros barrenderos. ¡Y ése además por puro gusto!”. Entre firma y
firma, pensarían, podía dedicarme a leer La
tentación de San Antonio de Flaubert.
Circunspecto, a mi padre le horrorizaba pensar que,
si se seguía el camino de las leyes, decidiese acabar de juez. Lleno de
escrúpulos, un amigo suyo había perdido el juicio ejerciendo la magistratura.
Absolvía a conciencia a delincuentes de poca monta. Atribuía sus delitos a la ofuscación,
social y económica. Pasaba noches en vela sopesando las sentencias. Mi padre le
recordaba sudoroso y con los ojos desencajados. Le abrieron expediente y
enseguida empezó a entrar y salir de lo que entonces llamaban frenopático. A mi
padre la locura y el escándalo le aterraban.
En el fondo nadie entendió ni que hubiese decidido
malgastar mi talento ni que mis padres lo permitiesen.
Ese mundo evaporado…
Hace un par de años Daniel Capó me invitó a colaborar
en la sección Los libros que no he leído de su blog. Con aquella excusa quise
atisbar el futuro de mis hijos en el olvido de quien fui…
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