martes, 19 de noviembre de 2019

Port-Royal y Claraval



Memoria de Santa Matilde de Hackeborn


En la que fuera mi primera colaboración en El Debate de hoy me detuve a reflexionar sobre mi experiencia de leer a José Jiménez Lozano entre Port-Royal y Claraval…




Salí a delimitar las primeras marcas poéticas de este incipiente monasterio virtual que Cavalcanti había atisbado en la intimidad desolada de un jardín edénico. Sus lindes se habían trazado en enigma a la vista de una niebla mañanera que recortaba, hasta difuminarlo, el perfil de Poblet. Bajo el cielo clarísimo de otro mediodía, sobre el fondo de cipreses de la clausura –y el eco del agua en la piedra del lavatorio- recuerdo que mi amigo el búho había asentido a tal empresa.

Antes de emprenderla, he corrido a ocultarme bajo la música arisca e independiente de Sainte-Colombe. A la espera de que quede su cámara en silencio, ¿seguirá susurrando en ella, con toda su compleja personalidad, el legado de san Bernardo? Si su fruto más acabado fue un arte despojado y simplicísimo y un modo de vida, personal y social, basado en la piedad y en la comprensión redimida de nuestra naturaleza caída, ¿podré todavía reconocer el eco de su autoridad? 

En un pasaje de unas notas que transcribe en El mendigo ingrato, Léon Bloy recrimina agriamente a san Bernardo que no encabezase la expedición de la II Cruzada, de cuya predicación, aunque no encontró motivo para arrepentirse, su conciencia jamás había logrado recobrarse. "San Bernardo es un Santo de Jesús, un Santo del Verbo abofeteado, un Santo del Pobre crucificado. En ese sentido tuvo razón de rehusar. Y está en su lugar en los altares del Hombre de los Dolores. Pero un Santo del Espíritu Santo hubiera actuado de otra manera". Alucinado y milenarista, explica entonces por qué los Santos de Jesús "serán juzgados de nuevo por el Amor por lo que no hicieron, y la OMISIÓN será el ciclón de llamas que quemará todos los tabernáculos".

Cuanto más silencioso y callado bruñía San Bernardo su estilo, tal vez los espacios en blanco de sus periodos levantaban más limpios sus arcos de media punta. O quizás no, como Dante habría podido descubrir bajo el hábito blanco del padre de Claraval. En su escritura no le bastaba alzar un plano sobre el que otros edificaran las formas de una esperanza entrevista. Construía en los corazones de sus lectores una comunidad en que el tiempo quedaba suspendido entre unas figuras retóricas cuyo sentido político quedaba adelgazado a su más nítida dimensión escatológica.

Como un anticipo de la Resurrección, la literatura transfigura la realidad, tamiza la hojarasca y la hojalata de nuestra vida cotidiana. Ver la gloria de lo verdadero en medio de la fealdad más evidente es obra del amor. La gracia concedida al lector es asomarse a la desnudez esencial, vulnerable y herida, que constituye la dignidad irrevocable del ser humano.

Desaparecido con la edad todo rastro de ingenuidad e inocencia, frente a la innoble tentación del cinismo, queda perseverar en la búsqueda de la simplicidad, como recomienda la inquietante máxima evangélica sobre las serpientes y las palomas. Entretanto, mientras acabo esta hoja, me gustaría estar bajando la vista, casi avergonzado, como si realmente fuera un copista de Godofredo de Auxerre, el secretario de Bernardo.

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