martes, 13 de diciembre de 2022

Completas en Barcelona


Memoria de Sta. Lucía, v. y mr.



 

Un par de semanas antes de las Laudes en Sevilla celebramos unas Completas barcelonesas. A fin de iniciar las presentaciones públicas de Poética del monasterio, nada podría en apariencia resultar más sorprendente y lógico que oficiarlas en mi nueva casa de La Salle, cabe la proximidad espiritual, escondida y noble, de la estatua de su fundador. Adquirió el acto la tonalidad de una velada entre amigos, a media luz, cuando se extingue el rumor ajetreado de un día en un Campus universitario. Afuera se escuchaban todavía ecos apagados. Adentro se formó un silencio de voces nítidas.

***

Rosa Maria Alsina, menuda y decidida, con la energía suave y firme de una ingeniera que lee a George Bernanos con la misma naturalidad con que investiga el procesado de la señal, dio la bienvenida con una profundidad sencilla y certera. Que una persona de vocación tecnocientífica incorpore como irrenunciable la formación humanista, por más excepcional que hoy en día parezca esta conjunción, en una y otra dirección, me resultó providencial para introducir una obra solitaria que, como no me he cansado de repetir, presenta tanto el plano de un monasterio, simbólico y físico, como los dispositivos históricos y sociales de su construcción: una arquitectura en el tiempo, su poética.

***

Desde joven me ha mortificado que una mayoría de lectores sienta la obligación, que agradezco, de excusar las que consideran sus limitaciones ante mi escritura por su dificultad. Sobreentendidos, asumo que guardan una objeción y un reproche que seguramente merezca. Confieso que nunca he sabido explicarles que esa falta es la muestra de mi respeto, y hasta de mi amor, por ellos. La famosa frase de Ortega: “La claridad es la cortesía del filósofo”, siempre me ha parecido sobrevalorada. Contiene quizás un punto de condescendencia cínica, como si viniera a decir: “Contemplad, lectores, y admirad este hermoso jardín que he cultivado para vosotros, oh maravillosos inútiles, incapaces ni de ayudar ni de acompañar la tarea de roturarlo”. Como no soy un genio, simplemente propongo al lector que me acompañe en la búsqueda que emprendo, nunca al buen tuntún, jamás con el programa detallado de actividades incluido en el paquete turístico de una agencia de viajes. En todo peregrino debería latir el aventurerismo del espíritu. Al lector de mis libros no le presento solamente los resultados de mi investigación, ni tampoco le proporciono informaciones generales como si participase de una visita guiada. Con él, simplemente, comparto la aventura personal de un desierto por descubrir y en el que debe adentrarse, sin ninguna garantía, detrás de mí. Puede ser irritante e incluso desesperante en ocasiones, pero, honradamente, quiere cumplir con (no) dar lo que (no) ofrece.

***

Del P. Borja Peyra, O. Cist., robusto y habitado, no cabe esperar sino un sí, sí o un no, no. No quiere decir que no sea flexible para atemperar sus ondas, pero no dejan de resonar rotundos. Comenzó su intervención disintiendo sobre el efecto sugestivo del título. Como buen monje, teme los efectos de la fascinación estetizante que los monasterios suelen ejercer. San Bernardo, dijo, siempre fue refractario a los intelectuales y, sin embargo, jamás había cesado de escribir y de argumentar. Por ello, confesó, aliviado, que a la tercera página se habían disuelto sus reticencias. Me emocionaron los dos comentarios con que continuó. En la sucesión de citas que inundan el libro, no había advertido erudición sino a un hombre que se descubría a sus lectores en todo aquello que había leído y meditado, como había enseñado a hacer la tradición monástica a lo largo de los siglos. Por ello, en las partes cuya lectura más le había costado seguir descubrió que ejercían la función de aquellos lugares escondidos (pasillos, cuartos, casitas, cementerios…) que integran también un monasterio y que, sin ser esplendorosos como la iglesia o el coro o el claustro, son indispensables, en su sencillo abigarramiento, para su construcción. En conjunto quiso destacar que el esfuerzo gramatical del libro se apoya en el horizonte escatológico que debiera fundar la vida cristiana. Tras estas reflexiones, sin hacer uso de ninguna ficha, el P. Borja inició una homilía sobre la relación entre la crisis de las tres instituciones que intenta describir el libro (Familia, Escuela, Iglesia) y el motivo teológico de la Caída que creo que dejó a toda la audiencia en una atención suspendida de sus palabras. Seguramente peco de parcialidad, pero me pareció que le había sido inspirada por su padre, el abad de Claraval.

***

Como los huéspedes de un monasterio, también mi Poética se alegra de acoger tres tipos de lectores. De uno ya hablé en este cuaderno: siempre quejoso, henchido de razones, susurrará los defectos y las inconsistencias, ciertas y reales, de sus materiales y de su espíritu. Otro poco a poco podrá ir descubriendo el sentido de esa nada literal que parece extenderse entre las diferentes horas del Oficio que pautan la jornada. En ella aprenderá a dejar emerger las fuentes más secretas e incómodas de su creatividad. Al margen de que sea o no su sitio el monasterio, advertirá que en este se pone en juego algo decisivo que le dirige hacia sí mismo. Por último, ojalá algún lector encuentre en ella materiales para edificar su propia ermita interior. Lo propio de un monasterio no es proporcionar asilo, sino ofrecer hospitalidad. Con su ritmo cotidiano, lleno de repeticiones, introduce una discontinuidad en la rutina. Al captarla, se puede regresar al “mundo” sin aferrarse al silencio y la soledad, consciente de una esperanza: estar cara a cara con Dios pasa por una hospitalidad que sobrepasa cualquier arte para que brille lo imprevisto de la virtus: el encuentro fraterno entre dos personas. Los tres lectores son bienvenidos a este claustro. En cada uno de ellos se ha ido perfilando el rostro de su leescritor.

 ***

sábado, 3 de diciembre de 2022

Laudes en Sevilla


Memoria de S. Francisco Javier, pb.

 

Virgen de la Antigua,
Anónimo (siglo XV)

Se han cumplido seis años desde que presentamos en Sevilla Memorias de un güelfo desterrado. Mi heterónimo Cavalcanti escribió la crónica de aquel acto íntimo e intenso como si fueran unas vísperas güelfas. Hace unos pocos días volví a la ciudad hispalense, con su recuerdo bien presente y de nuevo casi en intimidad, a celebrar la presentación de Poética del monasterio. En su memoria, misteriosamente, me esperaban unas laudes imprevistas.

***

Repetiré siempre que de Ignacio Trujillo, hospitalario como pocas personas que haya conocido, recibí en mi primera visita sevillana la confirmación de ser escritor. Hasta que uno no siente las palabras que ha redactado en la voz de un lector, notándolas extrañamente familiares, pero ya no suyas, porque han pasado a circular por otro torrente sentimental capaz de comunicarlas, hasta en susurros, a nuevos lectores, no puede decir que su vocación se haya cumplido.

***

En una gratísima comida en el Real Círculo de Labradores, a la que me extendieron una amable invitación acompañando al amigo Ignacio, pude hablar con los notables comensales que nos tocaron al lado, con sencillez, de espiritualidad y de cultura, de realidades sociales y políticas. Me escucharon con respeto y discreción defender principios Tradicionales con los que seguramente no comulgaban del todo. ¡No sabrán cómo se agradece en este tiempo mantener una conversación civilizada! Al final el Presidente tuvo la amabilidad de anunciar el acto de presentación de la tarde y de agradecer mi presencia, llegada, dijo, desde “tierras lejanas”. Me salió del alma exclamar: “¡Cercanas! ¡Cercanas!”. Ignacio y otro comensal próximo asentían sonrientes.

***

Mi padre nació en La Habana. De niño vivió en Madrid, pasó la Guerra en Sevilla y su juventud la completó entre la cuenca minera y Oviedo, antes de regresar a la villa y corte. He crecido en ella, me forjé en Londres y he amado en Barcelona. No hay un solo paisaje de esta península nuestra, siempre a punto de desgarrarse, que no extreme fibras de mi sensibilidad, como la nota final, lejana, del Cuarteto número 11 para cuerda de Shostakovich.

***

Camino de la estación a primera hora, Lutgardo García me había enviado como bienvenida su delicada, y generosísima, Tribuna Abierta publicada esa misma mañana en ABC. Entre “Raros y antimodernos” sentí la carga ligera y abrumadora de ser empujado, como si me acercase de rondón, a la mesa de grandes maestros: Léon Bloy, Marcelino Menéndez Pelayo, Aquilino Duque, Nicolás Gómez Dávila o José Jiménez Lozano. Admiro muchísimo la prosa exquisita de Lutgardo, y su finísimo verso, que ya había degustado en La llave misteriosa y que, después del acto, volvería a regalarme con El caudal infinito. Escucharlo otra vez ahora, con la precisión barroca de su dicción natural, renovaba y ampliaba la alegría de hace seis años. Sé que callaba que tal vez había debido declinar un compromiso imprevisto surgido a esa misma hora. Esas pruebas de amistad jamás se olvidan, porque obligan a un silencio que no puede medirse. Concluyó su intervención con la certeza, dijo, de que Bloy me habría acogido como al último de sus ahijados. Peregrino de lo absoluto, se lo habrá recompensado con la disipada ingratitud de sus oraciones más pródigas.

***

Ignacio y yo vagábamos entre las calles sevillanas al atardecer, entre la casa donde Cernuda pasó su primera infancia y la casa donde naciera el Cardenal Wiseman. Justo delante de otra gran casa, señorial, nos detuvimos un instante, mientras me explicaba su historia con unos detalles que me la hacían imaginar en su fantástica integridad. Fue reemprender la marcha y topar con sus dueños. Como si fuéramos arrebatados por una claridad sobrerreal recorrimos, en la voz y la compañía del amigo de Ignacio, estancias, comedores, bibliotecas y patios mudéjares, emergiendo aquí unas columnas con mármoles de Carrara, allí el pavimento con un mosaico romano, todo entretejido de vida familiar y de historia. Un Zurbarán discutido, un extraordinario Pacheco y, sobre todo, un san Jerónimo penitente, atisbado al final de un pasillo, filtraban dentro de mí una luz que casi se disolvía en mi respiración. Salimos hipnotizados, creo. Recién anochecido, desembocamos en la Plaza de la Escuela de Cristo, de una blancura traspasada de un imposible y cierto añil alimonado.

***

Lo mejor de presentar un libro -en su fondo, secreto- lo proporciona desvirtualizar personas que nos seguimos por las redes. Casi podría decirse que es milagrosa la comunión espiritual que retazos de nuestras vidas suscitan en otros. A veces una palabra inoportuna destroza una relación humana. ¿No es, al contrario, una maravilla que palabras pronunciadas en apariencia ocasionalmente y casi al azar hayan alcanzado a alguien como si le estuvieran dirigidas especialmente y, al reencontrarnos, fuera lo más natural continuar la charla que habría quedado en suspenso?

***

Al día siguiente me propuse oír Misa en la catedral. Se celebraba en la Capilla de la Antigua. Me senté en un lateral en la parte trasera. Nos invitó el sacerdote a reconocer nuestros pecados. Alcé un poco los ojos y quedé pasmado. Los ojos de la imagen de la Virgen me miraban con fijeza entrañable -y, por qué no, irónica también-. Quizás fuera la posición, la iluminación o las emociones acumuladas durante un día. Aquella mirada entablaba un diálogo conmigo que no requería la más mínima palabra. Debía sostenérsela para que siguiese mirándome con una melancolía transcendida. Comprendí perfectamente que el Niño la observase hechizado. Seguía la Misa con una extraña atención, sin poder apartar la vista de Ella. Señalándose la rosa en el pecho, parecía decirme que, si quería descubrir su secreto, debía volver los ojos dentro de mí: allí encontraría su cifra. A los pies de esta imagen, con facciones tardías del gótico flamenco, se postraron hace quinientos años los marineros que lograron regresar de la vuelta al mundo. Ahora seguía conservando intacta la belleza de su rostro adolescente, tras cuyas facciones pintadas por una humilde mano anónima asomaba una sabiduría tan inalcanzable como cercana. No salí de la capilla transfigurado. Simplemente noté el resplandor incendiado de mi niñez antigua.

***

Al final de la presentación, con vehemencia, defendí que la desaparición del padre, del maestro y del monje era sólo el objetivo penúltimo antes de poder asaltar definitivamente el Edén y así acabar de profanarlo. Custodia su interior, como un altar eucarístico, la Madre, que es Esposa y es Hija.

***