viernes, 25 de marzo de 2022

Nueva parábola del publicano y el fariseo


Solemnidad de la Anunciación del Señor

 

Interior del Templo en la parábola del Fariseo y el Publicano,
Dirck Van Delen (1658)

Caracteriza nuestra época la aplicación exhaustiva del principio de no-no contradicción. Uno de sus procedimientos más habituales consiste en reducir la categoría a anécdota, a fin de que la anécdota se convierta en categoría indiscutible. Cualquier argumento debe contener un tufo moralista. Sólo así nuestro nihilismo aquilatará hasta el extremo la inversión de valores que requiere su expansión. La fluidez no disuelve ningún binario, sino que los reutiliza. No afirma ni niega ningún ser. Jalea las simultáneas posibilidades de ser.

***

En los ambientes eclesiásticos el principio de no-no contradicción se ha desarrollado a trompicones y con eficacia, entre pensamientos de almanaque piadoso y estampas de payasitos sonrientes. No es que lo “malo” se haya convertido en bueno y viceversa, sino que “lo” malo no puede dejar de ser bueno y “lo” bueno no puede esconder que no es perfecto. Fariseo, malo: rigorista, inflexible, soberbio. Publicano, bueno: dialogante, dúctil, humilde. Pero ¿acaso no es posible sospechar que, tras un fariseo, late el corazón de un publicano y que el disfraz publicano apenas oculta el enésimo truco autojustificador del fariseísmo?

***

Si la fidelidad es tachada a menudo de infiel al espíritu, ¿debe aceptarse sin replicar que la infidelidad a la letra depurará la fe? Aun con temor, me atrevo a experimentar el procedimiento con una parábola evangélica, por si demuestra su “operatividad” (Lc 18, 9-14).

***

Dijo también esta parábola a algunos que desconfiaban de los demás por considerarlos justos y se compadecían de sí mismos: «Dos personas subieron al templo a orar. Uno era publicano; el otro, fariseo. El publicano, erguido, oraba así exteriormente: “¡Oh, Dios!, te doy gracias porque podría ser como los demás hombres: ladrones y adúlteros, y no como ese fariseo. Hago voluntariado todos los días en las redes sociales y pago el diezmo de todas mis emociones”. El fariseo, en cambio, encogido, se atrevía a levantar los ojos alrededor, y, sin darse golpes de pecho, decía: “¡Oh, Dios!, sana nuestros pecados”. Os digo que este subió a su casa ridiculizado y aquel no. Porque todo el que se lamente será ridiculizado y el que se ridiculice será festejado».

***

 

sábado, 19 de marzo de 2022

Biblioplano

 

Solemnidad de San José, Patriarca


Plano de la abadía de Fontenay,
Lucien Bégule (1912)

 

He llegado a la redacción de las últimas páginas de mi Poética del monasterio. El ritmo se desacelera. Un sentimiento de impotencia me abate, como si se hubiesen agotado las fuerzas antes de alcanzar el fin. Deambulo entre sus páginas fatigado, apenas sin detenerme. Distraído a propósito, evito fijarme en los defectos de sus detalles. ¿Y si toda su construcción hubiera fallado?

***

No temo haber exagerado la cita de autores desconocidos de nuestra tradición; ni haber utilizado un estilo entre ensayístico y académico; ni tan siquiera haberme empeñado en la defensa moral y anagógica de la familia, sin disculparme con adjetivos y sin haber logrado su objetivo último. He sopesado cada uno de esos motivos, desafiantes y suicidas, y he incurrido en ellos con plena conciencia.

***

Recuerdo de joven que un antiguo compañero de colegio se me acercó con una chispa maliciosa en los ojos para espetarme: “He leído algo tuyo y me disculparás. La verdad es que no me ha gustado nada. Me parece muy malo”. Sin pestañear, le repliqué: “Nunca he confiado en tu gusto”. Esbozó el rictus de humillación que había saboreado por anticipado ver que se dibujaría en mi cara. Pasan los años y no consigo dominar mi temperamento.

***

Un libro no es un museo, sino un espacio que debe ser habitado. Debe esperar que sus lectores culminen la tarea de proyectar la textura que hubiera querido para sí. Un libro a punto de estrenar es apenas una brizna de papel. Un libro leído y anotado, abandonado o de consulta, respetado o bajo maltrato, graba la huella del tiempo que había previsto.

***

« Je puis bien aimer l’obscurité totale, mais si Dieu m’engage dans un état à demi-obscur, ce peu d’obscurité qui y est me déplaît, et parce que je n’y vois pas le mérite d’une entière obscurité il ne me plaît pas. C’est un défaut et une marque que je me fais une idole de l’obscurité séparée de Dieu. Or il ne faut adorer qu’en son ordre. »

(Pascal, Pensées).

***

La belleza de un templo no se limita a la perfección de sus arcos o a la elegancia del ábside o a la solución de su cúpula. Con su visita los espectadores no justifican una obra; con sus oraciones, los fieles cumplen la misión que tiene encomendada. Recorro vacías las dependencias de mi monasterio y no dejo de preguntarme si alguna comunidad de solitarios acabará encontrando en ellas, aunque sea de paso, la función de hospitalidad y paz que habría deseado construir.

***

“And for what, except for you, do I feel love?

Do I press the extremest book of the wisest man

Close to me, hidden in me day and night?

In the uncertain light of single, certain truth,

Equal in living changingness to the light

In which I meet you, in which we sit at rest,

For a moment in the central of our being,

The vivid transparence that you bring is peace.”

 

(Wallace Stevens, Notes Towards a Supreme Fiction)

***

Cumplido y exhausto, permaneceré en él.

***

 

 

 

 


viernes, 11 de marzo de 2022

De monjes y editores

 

Memoria de S. Sofronio de Jerusalén, obispo

 

La imprenta de Bernardo Cennini,
Tito Lessi (1906)

No es infrecuente encontrar entre los asiduos de los monasterios un huésped que, nada más llegar, empieza a pontificar sobre cómo debería funcionar la vida de la comunidad. De un vistazo sabe perfectamente si está actualizada o si es demasiado laxa, si no es necesario emplear el latín o si escasea, si el Oficio es demasiado largo o es demasiado corto, qué debería introducirse para atraer más vocaciones o qué comportamientos que observan las deben de espantar. Han alcanzado el discernimiento de Juan Casiano por compromiso infuso.

Suelen pasearse por la huerta boqueando y mirando por todas partes para poder entablar a la mínima una conversación. Los monjes suelen ser sus presas más codiciadas. No suelen encajar muy bien que se les lleve la contraria, aunque lo deseen para rezongar sobre la falta de humildad o para lanzar una mirada de condescendiente perplejidad. Invariablemente tiendo a comportarme con ellos como un lunático mudo y melancólico.

Aunque pueda estar inmolándome, a los editores suelo contemplarles como un monje a sus huéspedes. En principio, daría la impresión de que la situación es la contraria, pues el autor suele persiguir a un editor intentándole convencer de la necesidad de publicar su obra, mientras éste no sabe cómo esquivar la impertinencia y la vanidad de quien está convencido de su genialidad. Mi solidaridad completa acompaña en este caso al editor. Es inevitable herir a quien se cree Chéjov o Paul Auster. El auténtico editor sabe que tampoco es él Faber & Faber y que carece del ingenio de la Szymborska en sus comentarios. A quienes, por el contrario, se sienten un dechado de sensibilidad lectora y de agudeza comercial hay que temerlos, porque su suficiencia y su ironía exigen mucha caridad.

Al editor que da largas o que se sume en el silencio no hay que importunarle. Cuando publique, ilusionado, un libro y lo dé a conocer, ya tendrás la ocasión de asentir calladamente. Es una de esas venganzas refinadas que logran enquistar los rencores mutuos. Al editor que te explica con feroz amabilidad por qué tu libro es impublicable, ya que carece de público potencial, es difícil no ofenderle. Considera que te está haciendo un favor. Sufro especialmente al notar que algunos están pensando que quizás se han pasado de frenada y entonces ya se precipitan en caída libre aconsejándote cómo deberías haberlo escrito y mostrando su disposición a atender un futuro libro, porque han percibido “potencial”. Requiere mucho ayuno contenerse para no intentar consolarlos haciéndoles ver que no han entendido nada.

Muchos autores están tan ansiosos que proyectan en un público imaginario su deseo de que sus presuntos libros sean publicados. Otros querríamos crear la comunidad de nuestros lectores. Es nuestro deber estar a la altura de la exigencia que les proponemos. El gran editor es capaz de percibir ese fondo oscuro. Podrá arriesgarse o no, por factores comerciales o por otras razones respetables, pero habrá leído a fondo la obra. Podrá recomendar o sugerir, pero sabe que una obra, se publique o no, es. He tenido la suerte de coincidir con editores de este tipo.

***



José Jiménez Lozano, Advenimientos (Valencia: Pre-textos, 2006).