lunes, 28 de diciembre de 2020

La Cruz en la Cruzada

 Fiesta de los Santos Inocentes

 

San Jerónimo y un joven monje,
Fra Filippo Lippi (1435-1436)

En cierta ocasión peregrina crucé brevemente algunos mensajes con Alonso Pinto (1986). Atento entonces a la singular humildad con que comentaba entusiasmado el borrador del volumen que guardaba en el hondón de su camisa, me ha alegrado recibir un reciente ejemplar de su obra que, revisada a fondo, se ha publicado con el título de Colectánea (Una cruzada contra el espíritu del siglo).

A pesar de su juventud, Alonso Pinto posee los rasgos de un Padre del Desierto. Novicio, ha adquirido por sí solo la prudencia del abba que su escritura (y sus lecturas) no deberían dejar de seguir persiguiendo sin descanso. Con la inquietud del profeta y la certidumbre del místico, atraviesa con paz la noche ululante de nuestros días.

En soledad, su ingenio talla con detalle, con airada mansedumbre, entre tentaciones apodícticas, la denuncia contra las trampas que la modernidad sigue tendiendo en un juego que siempre ha mantenido amañado. Proclama en fragmentos, que son tanto imprecaciones como acción de gracias, su inexpugnable fe en una esperanza que, de tan tenue en apariencia, deslumbra inextinguible.

Enrique García-Máiquez ha definido con razón a Pinto como “un reaccionario misericordioso”. Del partido güelfo, su reaccionarismo es la última túnica que cubre la búsqueda desnuda de una contemplación definitiva.

Para Pinto la política no es sino el atajo que la teología debe recorrer en un mundo donde la Caída, irrefutable, es el dato empírico de nuestra naturaleza. En ella sigue en juego el misterio -la economía entera- de la Salvación. Su Cruzada contra el siglo es una imprecación escatológica. Debe afrontar las objeciones de la teodicea con la noticia eterna de una nueva Creación. Nada hay que conservar porque todo está por llegar. Cuanto antes nos deshagamos de los obstáculos que la Revolución, como un katéjon monstruoso e irónico, intenta consumar por la vía factual, antes se cumplirá proféticamente el milagro de la Redención. “Ven, Señor Jesús”. Cada una de estas tres palabras debería pronunciarse, como se esfuerza nuestro autor, con la seriedad de un juramento novísimo.

Podría dar la impresión de que esta Colectánea se acoge al género de los aforismos. Tal afirmación caería bajo una apariencia de este mundo. En efecto, en él se combinan fórmulas breves y esbozos de ensayos bajo las distintas dimensiones de la forma aforística. Su distribución continua, sin capítulos ni separaciones, podría hacer pensar también en una suma de fragmentos cuyo argumento sólo se manifestaría entre las renuncias a las que somete a sus lectores una firme ascesis literaria. La fatiga de la Caída no permite otro descanso.

Esta escritura se entrega a una función apologética y confesional, incluso en la fidelidad a los modos más clásicos de su argumentación. Entre líneas se advierte que de nada sirve la borrosa luz de la razón sin la ceguera nítida de la fe. No al revés. No es posible razonar sin creer. Cualquier intento de invertir este orden o de suprimir esta jerarquía es una figuración de la rebelión primera. Por ello resulta tan satánica nuestra época como no menos digna de esperanza. Oportet enim orare semper.

Pinto ha leído a san Agustín y a Tertuliano; a Joseph de Maistre y a Ernst Hello; a Donoso Cortés y a Léon Bloy. En el umbral del Apocalipsis, Pinto es un templario errante.

Al cerrar las páginas de Colectánea uno comprende que, en verdad, “hay libros que son el prólogo de su segunda lectura”.


Los reaccionarios no pretendemos tanto restablecer lo abolido como abolir lo establecido en su contra.

En la modernidad cada hombre forma parte de la barricada contra su interior.

Tanto más sublime es una música cuanto más tiempo parece formar parte de ella el silencio que le pone fin.

La fe sólo confía sus pruebas a quien la ha aceptado sin ellas.

El axioma preferido del moderno es que todo cuanto ha sido prohibido por la tradición debe esconder un secreto placer. Hay quienes descubren tarde que se trataba de una sabia prevención contra el sufrimiento.

Si no te conmueve el llanto de tu ladrón has perdido para siempre lo que no te robó.

Un cristiano debe entregar su vida como un niño entrega su diente de leche: con la misma alegría, por el mismo motivo.

Sólo a la humildad está reservada la rara capacidad de aprender de los aciertos.


domingo, 20 de diciembre de 2020

Con una medida remecida


Memoria de Santo Domingo de Silos


Homenaje a Velázquez. Las Meninas.
Ramón Gaya (1996)

Antes de su desvanecida ascensión, a su tiempo Cavalcanti solía acudir con puntualidad monástica a reseñar los libros de Enrique García-Máiquez. Diarios, poesía o aforismos no se le aparecían como virtuosas demostraciones de su dominio sobre las más variadas modalidades literarias. Antes bien, se le presentaban como claves de un itinerario implícito en pos de una «obra total», cuya memoria juanramoniana, ruborizada, no deja de perseguir el (in)conciente creativo de los mejores escritores de nuestra generación.

En Palomas y serpientes (2015), su primer libro de aforismos, Cavalcanti había advertido un cambio de ritmo, que no de orientación, en la producción de García-Máiquez. El vaso medio lleno (2020), su nueva incursión en el género, confirma aquella sospecha a la que previamente la última entrega de sus diarios, Un largo etcétera (2016), y el poemario Mal que bien (2019) daban carta de naturaleza.

A la poesía y al diario cabe sumar el aforismo como el tercer vértice en que se apoya la evolución inquieta y atrevida de una estética muy personal y coherente en sus riesgos. García-Máiquez se ha decidido a experimentar con el peso de un realismo cada vez más adensado, capaz de aunar la intensidad del deslumbramiento lírico con la teleología del sentido narrativo. El aforismo, naturalmente, se ha convertido en la piedra de toque de esta investigación literaria y también ética.

El tema central que atraviesa y obsesiona la escritura de nuestro autor consiste seguramente en cómo representar la vida. Del aforismo a la entrada diarística (y viceversa) lo había planteado así: “La novela es a nuestros diarios lo que la épica a las novelas. (La poesía, en cambio, no cambia)”. ¿Acaso esa relación de analogía se puede reducir a un cambio en el modo de enunciación o a una revisión, por más honda que sea, de la percepción de los objetos de su trama?

Intuyo que afecta sobre todo al compromiso que la obra nos obliga a contraer, dibujando el rostro del autor con los trazos que sólo nuestra lectura puede ayudar a dar forma. “Si todo libro implica la colaboración del lector, aquí se le exige más: él tiene que trazar la línea entre los puntos, suspensivos, que yo he ido dejando como un Pulgarcito tímido y levemente indolente. Tiene que imaginarse todo lo que ese largo etcétera da por supuesto”, se apuntaba en Un largo etcétera. En El vaso medio lleno se advierte, en consecuencia, que “Una colección de aforismos es una contradicción en los términos que terminará salvando la mala memoria del lector bueno”. Puede que los tonos y los temas subrayen que cada aforismo va por libre, como también es cierto que cada lector debe ir pasándolos a limpio según su voluntad.

A una buena parte del éxito de García-Máiquez contribuye que sus lectores más fieles sientan que los poemas, los aforismos y las aventuras cotidianas que va tejiendo les refleja a ellos mismos. Se sorprenden de verse sencillamente reconocidos en sus líneas. Esta identificación sería imposible sin el exigente esfuerzo de distanciamiento que el propio autor ejerce sobre su escritura. Como expresa en uno de sus nuevos aforismos: “En toda conversación auténtica, el silencio tiene que ser un interlocutor más y hasta llevar la voz cantante”. Optimista y conservador, García-Máiquez confía que el lector lo juzgue completándolo con su misma medida, rebosante, generosa, remecida…

Nuestro autor entonces no vacila en entregarse con decisión a que sus buenos lectores procuren esbozar la imagen de él en los blancos que cada una de sus páginas airean como puntos de fuga escatológicos. La resurrección de los cuerpos sería incierta sin la fe desnuda y operante en la comunión de los santos. Como dice en uno de sus últimos poemas, “Yo trato de saltar sobre un abismo, / y en una y otra orilla estoy yo mismo / y el vértigo de ver que no hay puente”. Es esta concordancia trascendente que la palabra poética se empeña en arrancar del pedernal de la acción narrativa el que el aforismo se esfuerza por conjugar.

Toda imitación de la vida supone, pues, una exploración a fondo de la experiencia del tiempo, agustiniana en su forma y en su fondo autobiográficos, así como barroco en el contentamiento ascético que procura su feliz desengaño. Cervantes y Velázquez, Quevedo y Garcilaso se dan cita entre las bambalinas del convite de este libro que presupone convivencia optimista y alegre esperanza.


Muchas veces (si lo sabré yo) contamos tanto nuestra vida porque estamos tratando de darle así un sentido, siquiera sea narrativo.

La frontera entre el hombre interior y el exterior es el espejo. Por eso son tan inquietantes.

Lo más frágil no es el espejo, sino nuestra necesidad de mirarnos en él, reafirmándonos, a cada instante. La fragilidad del espejo es otro reflejo.

Luego, la literatura es el jardín de los senderos que se bifurcan, pero al principio hay dos grandes avenidas en el cruce principal: la que va a la catarsis, la que va a la mímesis.

 

García-Máiquez sigue desplegando en estos aforismos los mismos procedimientos lingüísticos y morales que han caracterizado su trayectoria anterior, pero ejerce sobre ellos una depuración tanto más estricta cuanto más imperceptible. Concepto y realidad consuman su maridaje en el acto seminal de paradojas de sorprendente nitidez.  

Siendo indudable el fondo de moralista francés y de aforista español, tanto el uno como el otro se sostienen sobre la tradición sapiencial bíblica, del Eclesiastés y los Proverbios a los logia de Jesús. “Sí, sí; no, no”, la más extensa de todo el volumen, contiene las bienaventuranzas que proclama en la siguientes secciones brevísimas. Apuntadas como pinceladas de un claro cubismo, de volúmenes aéreos en planos abiertos, en ellas se alzan en escorzo los brindis de un diálogo ininterrumpido y entrecortado por las risas y las lágrimas que una lectura atenta y festiva debe celebrar por todo lo alto.

Confesional aplicado a la literatura de García-Máiquez es un adjetivo que, destilado, se rejuvenece en la envejecida barrica de roble de una robusta pietas clásica, religiosa y cívica.

Siendo ambos güelfos contra viento y marea, él en su castillo portuense, yo en mi marino claustro, monjes y guerreros, nos encontramos ahora en este refectorio donde sólo soy capaz de servirle, para concluir, estos pocos aforismos suyos con que emborrono mis rasgos:

 

Auténtica elección: la que no se termina nunca de hacer.

¿Sabe la dulce melancolía que está salvando lo que lamenta haber perdido?

«Yo sé quién soy» sólo puede decirse sin caer en el ridículo cuando los que te rodean no terminan de saber muy bien quién eres.

El solo de viola del viento entre los árboles.

El trabajo del crítico literario consiste en poner en negrita las entrelíneas.

La relectura es una utopía. Cada lectura es novísima.

Llega el momento en el que al fin puedes decirte: «Yo sé quién soy»; y, a partir de entonces, empieza lo difícil.

 

domingo, 1 de noviembre de 2020

Recusante


Fiesta de Todos los Santos




Quizás la frase más rotunda y equívoca que haya escrito abrió el primer volumen de mi Trilogía güelfa. Bajo la voz imperativa de Cavalcanti la esculpí así: “Este libro es reaccionario, a su pesar”. Su reticencia oblicua no podía sino reforzar la impresión inicial. Cualquier aclaración posterior apenas podría difuminarla. ¿Soy acaso reaccionario? ¿Hasta qué punto una obra puede escapar a la etiqueta, tanto más compleja cuanto más simplista, con que su propio autor la marca?

Reacción y reaccionario pertenecen a ese campo semántico cuyo recorrido una historia conceptual ha seguido con exaltada delectación. Desde los niveles más elementales de su plano lexicográfico, entre sus definiciones pueden advertirse unas inflexiones llenas de sugerentes matices.

Según una antigua versión en papel de Le Petit Robert el conservador no sería realmente el adversario del progresista, aunque en línea ya se identifique la reacción con la derecha política, así en bruto. Hasta ahora ambos habrían reconocido su procedencia, más o menos a disgusto, de la misma matriz liberal. Por el contrario, el reaccionario sería « qui va contre le progrès social et l’évolution des mœurs ». Como su principal sinónimo, se apresuraría a escoger el término retrógrado. En esta consideración un retrógrado se opone al progreso intentando restablecer un estado precedente. 

El conservador suele contentarse con que las costumbres no cambien tanto que se haga irreconocible el legado de donde las había recibido en herencia. El conservador tiene así algo de un progresista a cámara lenta, como un samurái de Akiro Kurosawa.

Para el diccionario francés también son retrógradas las rimas, las frases o los versos que se pueden leer en orden inverso. ¿Acaso, antimoderno, no cabe temer que un reaccionario no pueda acabar resultando sino un palíndromo político del progresista? Seguramente Francisco Canals lo admitiría en el caso de Félicité de Lamennais.

Más sutil, quizás, y caballeroso, por naturaleza conservador hasta hace poco, nuestro DRAE en su tercera acepción de la edición de 1992 caracterizaba la reacción como “tendencia tradicionalista en lo político opuesta a las innovaciones”. Hoy ya se limita a englobar bajo esta palabra toda "actitud opuesta a las innovaciones". Dentro del gran cauce del Tradicionalismo, el reaccionario habría integrado la especie de quienes lucharían contra las novedades, consideradas así en general, mediante una “propensión” a restablecer el orden abolido. Por descontado, actualmente ni se considera la posibilidad de que a alguien en su sano juicio se le pase por la imaginación restituir nada a unos orígenes que han sido ya proscritos hasta de los diccionarios.

Sin la antigua tendencia retórica de la lengua francesa, el reaccionario español parecía estar inundado de una oceánica melancolía. La combate a veces furioso, a veces escéptico, como un náufrago que mira el horizonte desde una playa desierta. Aunque deba asumirlo en su fuero interno, no está dispuesto a admitir, solitario entre indígenas revolucionarios, que jamás regresará el hermoso galeón que se fue a pique dejándolo a la deriva. Noble como Donoso Cortés, cartografía con exactitud la sinrazón de las nuevas costumbres. Contra ellas no le duelen prendas en utilizar las estrategias que concede, cada vez más restringidas y casi ahogadas, el régimen advenedizo.

Pudiera ser que me sintiese más cómodo en el contenido que el historiador John Lukacs otorga a palabra tan decisiva. En una de sus obras más importantes caracterizó a Churchill como el verdadero «reaccionario», frente al «revolucionario» Hitler (y Stalin). Él fue “la encarnación de la resistencia de un viejo mundo, de las viejas libertades, de los viejos criterios frente a un hombre que encarnó una fuerza espantosamente eficiente, brutal y nueva”. En vez de oponerse, el «reaccionario» inglés habría actuado -y salvado nuestra civilización- resistiendo

Mientras el nuevo mundo se dedica a instaurar su eficiente brutalidad, al antiguo mundo, ya desvanecido, le deberían quedar aún el residuo de sus últimas y exangües fuerzas para testimoniar, con sus defectos, la verdad que jamás ha dejado de estar a punto de ser negada.

El Oxford Dictionary define al «recusante» como "a person who refuses to do what a rule or person in authority says that they should do". Todavía el Cambridge Dictionary recuerda que era “someone in the past who refused to go to Church of England's services (=religious ceremonies)", especialmente los católicos. 

Fieles al viejo mundo, a las viejas libertades y a los viejos criterios, aquellos recusantes se comportaban como ácratas que, reconociendo los poderes y las dominaciones de este mundo con sensatez, no renunciaron a la única autoridad, que, como todo don, siempre acaba viniendo de lo alto.

No, tal vez no sea reaccionario. Me bastaría ser digno de la herencia recusante.   


domingo, 25 de octubre de 2020

Las lágrimas de Sócrates


Memoria de S. Bernardo Calbó, ob.


Crucifixión,
Maestro de Budapest (c. 1500)

En El nombre de la rosa la discusión crucial entre Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos reproduce, con las cartas marcadas, la antigua quaestio de si Cristo rio o no. En un sentido literalmente explícito los Evangelios subrayan en varias ocasiones que Cristo lloró o se conmovió hasta el sollozo, sin mencionar siquiera que llegara a esbozar una sonrisa. ¿Quién podría entonces negarle al nominalista perseguir la búsqueda de la Comedia, el libro perdido de la Poética de Aristóteles? Por eco el lector corriente habrá repudiado entre muecas la intransigencia medieval del monje bibliotecario. A fin de cuentas, ¿no siente vibrar cercana la exclamación de Antonio Machado? “¡No puedo cantar ni quiero / al Jesús del madero, / sino al que anduvo en el mar!”.

***

En los diálogos platónicos Sócrates, dueño de sus emociones, no deja correr ninguna lágrima, según advirtiera Erasmo. Pagano, bajo la acción de un dáimon dionisiaco, su vida fue un esfuerzo tenaz de alcanzar la gloria de Apolo. En el Fedón, viendo cómo se echaban a llorar sus discípulos ante su muerte inminente, les conminó enérgico:


“¿Qué es lo que hacéis, hombres extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente, para que no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Ea, pues, estad tranquilos y mostraos fuertes”.


Como se ha solido recordar -en Nietzsche, casi con el furioso desprecio de la admiración-, las últimas palabras de Sócrates se dirigieron a la deuda contraída con Asclepio. Entre tormentos, tras pronunciar las palabras del Salmo, Jesús expiró dando un fuerte grito.

***

Sócrates sonríe ante la ciudad. Jesús llora sobre la ciudad. Atenas, desvanecida entre las ruinas de una presencia permanente. Jerusalén, destruida sobre la memoria de una ausencia inexorable. Sócrates, pedagogo, obedeció la Ley hasta su cuestionamiento extremo. Jesús, profeta, la desbordará, cumpliendo con su letra más pequeña, la que mata, el anticipo de la Gracia.

***

Sócrates, maravillado, observa la necesidad suprema —la άνανκή— del cosmos (y de la πόλις). Excitado, no cesará de investigar la serena erótica de la verdad. Embriagado y distante, habrá contemplado absorto el cuerpo de Alcibíades por unos instantes. Sócrates se ha acogido por siempre a la sombra de un plátano, cabe la orilla del Iliso, para explorar el destino del alma y la dialéctica de su misión retórica.

***

Jesús, con estremecido entusiasmo, sigue proclamando la libertad del Espíritu (y del reino). Desértico, se parará ante el pozo de Jacob a conversar en verdad con una samaritana sobre la plenitud de los tiempos. Sobrio e íntimo, arrasado de lágrimas llamará al cadáver de su amigo Lázaro desde las sombras al vislumbre de la gloria eterna. Las palabras del autor de la Carta a los Hebreos resuenan en la piedra del monte de la Ascensión como un eco nuevo de su agonía en Getsemaní:


Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer”.

 

***

Entre Sócrates y Jesús, como entre Atenas y Jerusalén, el dinamismo del deseo que ha movido la cultura de Occidente hasta su actual apocalipsis nihilista se basa en una herida —en una cesura— irrestañable. En su fondo más radical, acaba reclamando una decisión (pen)última. Más allá de las apariencias de su formulación, esa es la intuición sin concesiones de Tertuliano. Pascal, Kierkegaard, Chestov han medido el grado de las réplicas modernas de aquel seísmo fundacional de Europa. Tal vez la fuerza de esta aporía consista en que es irresoluble. ¿Abrazar la cruz de Cristo no dejará de ser desde entonces una lección socrática? ¿Acaso no puede ser alcanzado el conocimiento socrático de nuestra finitud sino bajo la piedra rodada ante el sepulcro del Gólgota?

***

La alegría y el dolor son dones igualmente preciosos, que deben ser íntegramente saboreados, tanto uno como otro, cada uno en su pureza, sin tratar de mezclarlos. Por la alegría la belleza del mundo penetra en nuestra alma. Por el dolor entra en el cuerpo. Sólo con la alegría no podríamos ser amigos de Dios […] El alma no ama como una criatura, con un amor creado. El amor que hay en ella es divino, increado, pues es el amor de Dios hacia Dios que pasa por ella. Sólo Dios es capaz de amar a Dios. Lo único que nosotros podemos hacer es renunciar a nuestros sentimientos propios para dejar paso a ese amor en nuestra alma. Sólo para este consentimiento hemos sido creados. […] Por esta dimensión maravillosa, el alma puede, sin dejar el lugar y el instante en que se encuentra el cuerpo al que está ligada, atravesar la totalidad del espacio y del tiempo y llegar a la presencia misma de Dios. El alma se encuentra en la intersección de la creación y el creador, que es el punto en que se cruzan los dos brazos de la Cruz.”   
(Simone Weil, A la espera de Dios).

***

jueves, 15 de octubre de 2020

Palimpsestos


Memoria de Sta. Teresa de Jesús, v. y dra.

 

Codex Nitriensis

Entre esos libros académicos que dejan una huella que afecta a una forma de comprender la disciplina literaria no he dejado de rumiar el sistema que Gérard Genette pretendió desplegar en Palimpsestos (1982). A posteriori podría resultar satisfactorio señalar las limitaciones, las carencias o los malentendidos que se colaron entre sus categorías y sus conceptos. Era la obligación de cualquier paper con pretensiones científicas. A priori, sin embargo, dio consistencia y orden a las intuiciones de un creador de segundo grado como El peregrino absoluto.

***

En la Exégesis de otros lugares comunes mi peregrino absoluto ha ejercido hasta el exceso todos los tipos de relaciones transtextuales. Ha citado, ha plagiado (en cursiva), ha aludido otros textos. Ha introducido una dedicatoria, un prólogo y un epílogo. Ha convertido la exégesis en una crítica de las frases hechas que inundan el discurso cotidiano, convertido ya en la grotesca réplica de la jerga informativa. Ha construido su discurso sobre la percepción de géneros breves, tanto en el nivel formal (el aforismo, el poema en prosa, la glosa…) como histórico (barroco, simbolismo, deconstrucción). Y, sobre todo, no ha ocultado su operación de transformar como hipotexto la Exégesis de los lugares comunes del maestro Léon Bloy. A su manera, es un libro anti(pos)moderno.

***

En la primera parte de su libro, Genette incluyó esquemas que resumían las posibilidades teóricas de su investigación. Reabro el cuaderno de cuadrícula en el que fui anotando con cuidado hace casi treinta años mi lectura de Palimpsestos. Encuentro girado a la izquierda, en un lateral de una hoja vuelta, el “Cuadro general de las prácticas hipertextuales”. Según el criterio del régimen -serio- y de la relación -de imitación-, debería incluir el itinerario de mi peregrino en la imitación seria o forgerie.

***

Mientras ojeo las líneas, voy topándome con las dificultades que el estilo de Bloy plantea a cualquiera de sus imitadores. Es un campo minado. Lo más fácil sería parodiarlo: parodiar la parodia anularía, con una seriedad ridícula, el esfuerzo paródico. Como un mimotexto, mi peregrino ha sido consciente de que, como “es imposible imitar un texto”, “sólo se puede imitar un estilo, es decir, un género”. Toda imitación, por la matriz que la impulsa, es siempre indirecta, está separada de su origen. En tanto que pastiche es un homenaje. En tanto que hace de la seriedad de este homenaje el esfuerzo de replicar el sentido polémico y satírico de su hipotexto, pone a prueba la norma no sólo estilística sino también genérica que moviliza su deseo. A su modo, asume la Ley del Padre.

***

Decía Genette: “la esencia misma del pastiche implica una saturación estilística considerada no sólo como aceptable, sino como deseable, puesto que en ella descansa lo esencial de su atractivo, en régimen lúdico, o de su valor crítico, en régimen satírico”. Siendo en la relación filial del peregrino (de lo) absoluto indisociables uno y otro régimen, la capacidad de simbolizar sitúa el sentido de la trama, borrada, en otro lugar. Para Genette era una ley histórica la incompatibilidad de una continuación alógrafa y la conservación de esbozos autógrafos. En esta nueva peregrinación la prolongación sólo puede ser alógrafa. Forma parte del misterio de la transmisión.

***

A Genette le interesaba sobre todo la categoría de la narratividad, el tejido imaginario de un mundo ordenado. A Bloy, la escritura, la energía fatigada de una Palabra en caída.

***

Leo ahora uno de los lugares comunes de Bloy. Avergonzado, bajo la cabeza.

 


martes, 6 de octubre de 2020

El lector andante

 

Memoria de S. Bruno, pb. y fdr.


San Bruno,
Anónimo (Siglo XVII)

No puedo lamentar del todo que el término “reaccionario” goce de un irreversible desprestigio. En su incomprensión lleva la penitencia. Hasta el triunfo de la propaganda cultural a nadie se le habría ocurrido asociar por defecto a un progresista con un agente de la Securitate rumana o a un conservador con el dueño de una plantación colonial. Estas comparaciones empiezan a resultar tímidas.

***

Entre los reaccionarios el de perfil más nítido y parodiable añora un mundo que jamás existió. En lugar de restaurarlo, querría que le rindiésemos un tributo inalcanzable. Padece la melancolía incurable de su duelo ideal. Por eso, al final, alterados o desengañados, acaban siendo los solitarios de una lealtad desvanecida.

***

Consciente de su caída, incluso como una provocación biopolítica, el reaccionarismo estético que profeso admira, por encima de todo, la íntegra singularidad de Pier Paolo Passolini. Me recito entre murmullos este poema de I pianti (1944), un ciclo sobre la muerte de su abuela: 


Perdonaci  

anche questo ultimo inganno, 

saperti morire. 

Non per questo gridiamo 

 a Cristo 

il suo dono spietato. 

Né ci strappiamo la chioma. 

Vivi, 

affolliamo la stanza 

nel ciglio della tua eternità.


***

Con desconsuelo debo admitir que Gregorio Luri, como casi siempre, tiene plena razón al asegurar que la retórica es el antídoto de la cicuta. Discrepo quizás en matices de fondo. Sócrates no bebe la cicuta, ni Jesús ruega que pase de él el cáliz que ha de beber hasta las heces, como si, noblemente empecinados, dejasen un testimonio de fidelidad: “¡Dejadme solo, dejadme solo!”. La retórica de los diálogos, o de las parábolas, a riesgo de corromperse en la sofistería, contienen en ellos mismos el umbral que sólo el hombre-dios puede atravesar mediante el acto definitivo de su libertad que consiste radicalmente en un acto de renuncia a sí mismo. La muerte es, inevitable, el fin; no, su condena.

***

Bajo el hechizo de René Girard, sospecho que Sócrates y Jesús sabían que la ciudad necesita siempre una víctima para reparar la herida que la hace vivir y la corroe. Con una extraña generosidad que no es fácil de reconocerles, se adelantaron a asumir ese papel. El «chantaje de la perfección» que les atribuyó George Steiner -la virtud, poner la otra mejilla- obligó a sus respectivas ciudades a no dejar de asumir desde entonces el precio de su constitución. Sócrates y Jesús, cada uno a su manera, destruyeron Atenas y Jerusalén. Sin sus muertes, una y otra polis se habrían disuelto en el sueño historicista que los herederos de sus verdugos no les dejan de recriminar: “Mirad, farsantes, lo que nos obligasteis a haceros. Pero hemos aprendido vuestra lección para que no os vuelva a ocurrir”.

***

Conversaba el otro día con un amigo sobre la grandeza del autor que se asoma al abismo de su escritura y no se detiene. Precisa también él de una hybris trágica que funde, hasta extremos insoportables, la compasión y el arrojo. La suya es una heroicidad piadosa o una piedad temeraria. Ningún lector posee el derecho de reclamársela; solo el de agradecerla.

***

He estado hojeando de nuevo la Vida de Don Quijote y Sancho de Miguel de Unamuno. De repente, como entre la niebla, me ha asaltado la duda de si la obra de Cervantes no estaría tematizando también un debate entre el autor y su lector. Como el personaje principal, sus antagonistas, desde el cura y el barbero al bachiller Carrasco, desde los Duques a Don Álvaro de Tarfe, son todos lectores. Don Quijote, el Lector Andante, el Crítico de la Triste Figura, es el único que, ante la mirada del Creador, asume las consecuencias del poder de su imaginación. La cicuta o la locura.

***

miércoles, 30 de septiembre de 2020

En caída

Memoria de S. Jerónimo, pb. y dr.


Finis gloriae mundi,
Juan de Valdés Leal (1670-1672)

Un 30 de septiembre, hoy perenne, Léon Bloy daba comienzo a su primera serie de la Exégesis “bajo la advocación de San Jerónimo, autor de la Vulgata, bedel de todos los Profetas, recopilador glorioso de los lugares comunes eternos”. En homenaje a su libro, un 20 de agosto, ayer fugaz, daba yo término a mi peregrinación absoluta “bajo la invocación de San Bernardo, autor de los Sermones al Cantar de los Cantares, último de los Padres de Occidente, gramático de los Lugares Comunes gloriosos”.

***

Ojeo caducas las hojas de mi breviario. Con alivio no me siento del todo culpable. Aunque pueda indignarles o logre a ratos inducirles cierto entusiasmo o incluso les llegue a ocasionar aburrimiento, sus lectores deberán admitir que de ningún modo les ha estafado. De una integridad antipática, me consuelo suponiendo que cumple con su anuncio de ser un libro en duermevela, escatológico y poético. “De la noche de Getsemaní, a los pies de un olivo”. Aborda el motivo de la Caída no como un dogma sino como una evidencia empírica, grabada antes que nada en su propia carne.

***

Hace un tiempo, el lector casual de una de sus entradas en el blog, especialista en humanidades digitales, la ninguneó en Twitter asegurando que cualquier programa corriente de Inteligencia Artificial habría redactado mejor. Es característico del temperamento del filisteo despreciar con plana condescendencia. Al arrogarse en alto grado unas arcanas competencias demuestra que su talento es tan prescindible como para exigir que se le abone una renta vitalicia de probo funcionario, como a uno de esos caseros horrendos que desahuciaban a Léon Bloy por impagos de usura. Temeroso, mi filisteo concluía retando a que no se ofendiese alguien. Imposible fue no sentirse halagado.

***

Pierre Glaudes ha subrayado que “decir que la Palabra se ha hecho carne o que el Espíritu de Dios es Amor no es un término vano para Bloy, quien extrae de él todas las consecuencias: el estilo de Dios, aquí abajo, no debería limitarse al estilo sublime. La presencia divina puede manifestarse, aunque enigmáticamente, en el estilo bajo, incluso en el registro de lo grotesco”. Si el Creador de la vida, si la Sabiduría oculta antes de todos los siglos, toma sobre sí el pecado del mundo para revelar el poder ardiente de su caridad, la ironía y el sarcasmo, restos de una inteligencia natural, son también, como los clavos de la Cruz, humildes instrumentos de la Redención.

***

Como he repetido aquí y allá, no me he privado de saquear a conciencia la palabrería chocarrera y a menudo estéril de la tradición barroca española. Con tanto daño y tanta gloria como han infligido sobre el cuerpo de nuestra lengua aquellos epígonos conceptistas o culteranos, de tan pesada digestión, he intentado sumergir a su sombra la memoria del olvido de las lecciones que aprendí a sorbos en los tratados de Baltasar Gracián. Como en una de sus máximas, conviene siempre reservarse las últimas tretas del arte. Nada más imprudente y hasta provocador en nuestra época que el discernimiento de un arte oracular de la prudencia. En todo retruécano brilla acerada la herida de un error de las figuras clásicas de la lógica. Tal vez esas hayan sido las penúltimas tretas de mi incierto arte.

***

Leía en diagonal hace unos días que está proscrito el uso de los adjetivos en la anomia actual del buen estilo. En cambio, mi librillo está saturado de una adjetivación que tanto ocupa todas sus posiciones posibles como desempeña aquellas funciones que puedan poner en riesgo, bajo el máximo respeto, la norma misma. Acepto que este rasgo estilístico moleste y hasta irrite a ratos. Sírvame quizás de disculpa que no haya dejado de preguntarme por esa insistencia obsesiva, casi rayana en una paradójica penitencia ascética. He sospechado en él la profunda ansiedad que me producían aquellos interminables ejercicios del libro de Lengua Española del COU que obligaban al alumno que fui a elegir correctamente, entre todo tipo de nombres, aquel que correspondiese al sentido de las frases. Irrumpir, Prorrumpir, Interrumpir, Corromper... Vgr. El público corrompió con vítores la lección del filósofo. Entomólogo, he querido diseccionar la gusanera adjetivada del cadáver de nuestra lengua.

***

Flemático como soy en apariencia y sanguíneo como parezco en realidad, he acudido puntual a realizar las autopsias de nuestros lugares comunes con la memoria impactada de la visita años atrás al Hospital de la Caridad en Sevilla. Finis gloriae mundi.

***

 

jueves, 24 de septiembre de 2020

En absoluto


Fiesta de Ntra. Sra. de la Merced




Hace casi un año iniciaba el itinerario de esta poética del monasterio con la memoria del libro sin por venir que la prefiguraba. No me he ahorrado calificar El peregrino absoluto de impublicable y hasta de inescribible. Acaba de ver la luz en la colección Jánica de la editorial Cypress Cultura.

***

Mientras redactaba ese libelo, a Cavalcanti también le asaltaron dudas sobre su razón de ser. Espigó en los Diarios de Bloy algunas entradas de 1902 sobre los sentimientos que le habían asediado ante la publicación de su Exégesis de los lugares comunes. Habiéndole dedicado finalmente este nuevo libro, he vuelto a meditar, como el salto de una caída, la distancia entre sus reflexiones al acabar la segunda serie en 1913 y el resultado que ahora cobijo a su sombra, tal vez aterida, tal vez aliviada.

 

20 de febrero. Los que se rían con mis Lugares Comunes, encontrándome endiabladamente inspirado, no sabrán que lo que les divierte ha brotado de mi tristeza y a menudo de mi angustia. Lo saben ya algunos y se asombran; yo mismo, en primer lugar.

14 de abril. Fin de mi Exégesis de los lugares comunes (nueva serie). Agobiado por ese trabajo y para despedirme de mis lectores, me decido a agrupar los lugares comunes que todavía quedan sobre la conciencia, y aplicarlos tal cual en un post scriptum impertinente en beneficio del hombre valiente que sienta la tentación de continuar mis explicaciones y mis glosas.

***

Al ir corrigiendo las pruebas, sentí, abrumado, que los lugares comunes jamás envejecen, porque a cada instante su insustancialidad engendra, como por palingénesis, una multitud cancerosa y pujante de nuevos términos. Los que he taxonomizado se han apergaminado. La pandemia del COVID-19 ha inoculado con renovado vigor en nuestro malhadado lenguaje las ilimitadas mutaciones que la estupidez jamás dejará de infligirle mientras la fatiga de la Caída se prolongue en su insondable abismo.

***

El peregrino absoluto nace en el cruce entre los Diarios y la Exégesis de Bloy, aunque carece de su inspirada angustia. No es tampoco divertido. Quizás no sea sino un libro temerario. Poder solo velar la tristeza del maestro recompensaría su esfuerzo. Sentado a los pies de un olivo digital, debería dirigirme su pregunta: “¿Quién, en esta época, es capaz de leer un libro en el que se habla continuamente de Dios?”. En la nuestra, ni siquiera sería admisible que se sobreentienda.

***

Sospecho que sus páginas sufren una profunda contradicción. He procurado encajar con escrúpulo escatológico las teselas del mosaico aleatorio que las dio a conocer en el formato de un blog. Un comentario de Ander Mayora me descubrió la (in)certidumbre de esa antítesis cuya obra requería la publicación en papel. Él habría propuesto aligerar el estilo y la saturación de imágenes, pero reconocía que “es lo que es gracias a ese estilo y a esas ideas; no pretende ser lo que no es, ni desea contentar a nadie. Como Bloy, claro”. Histérico o visionario, habría sido imperdonable, como un pecado contra la oscuridad, que no hubiese mantenido fidelidad hasta el extremo de sus propias fuerzas.

***

En el fondo guardaba la secreta confianza de que tal peregrinación no sería leída; que no debería serlo. Que un solo lector sea la refutación de esta convicción la habrá ratificado.

***

Podrá desvanecerse el eco de una palabra pronunciada. Irreversible queda el peso de su ausencia. Enterradas, estas glosas quisieran permanecer expectantes hasta que se abra el Libro último.

***