Memoria de S. Bruno, pb. y fdr.
San Bruno, Anónimo (Siglo XVII) |
No puedo lamentar
del todo que el término “reaccionario” goce de un irreversible desprestigio. En
su incomprensión lleva la penitencia. Hasta el triunfo de la propaganda
cultural a nadie se le habría ocurrido asociar por defecto a un progresista con
un agente de la Securitate rumana o a un conservador con el dueño de una
plantación colonial. Estas comparaciones empiezan a resultar tímidas.
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Entre los
reaccionarios el de perfil más nítido y parodiable añora un mundo que jamás
existió. En lugar de restaurarlo, querría que le rindiésemos un tributo
inalcanzable. Padece la melancolía incurable de su duelo ideal. Por eso, al
final, alterados o desengañados, acaban siendo los solitarios de una lealtad
desvanecida.
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Consciente de su caída, incluso como una provocación biopolítica, el reaccionarismo estético que profeso admira, por encima de todo, la íntegra singularidad de Pier Paolo Passolini. Me recito entre murmullos este poema de I pianti (1944), un ciclo sobre la muerte de su abuela:
Perdonaci
anche questo ultimo inganno,
saperti morire.
Non per questo gridiamo
a Cristo
il suo dono spietato.
Né ci strappiamo la chioma.
Vivi,
affolliamo la stanza
nel ciglio della tua eternità.
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Con desconsuelo
debo admitir que Gregorio Luri, como casi siempre, tiene plena razón al
asegurar que la retórica es el antídoto de la cicuta. Discrepo quizás en matices
de fondo. Sócrates no bebe la cicuta, ni Jesús ruega que pase de él el cáliz
que ha de beber hasta las heces, como si, noblemente empecinados, dejasen un testimonio de fidelidad: “¡Dejadme
solo, dejadme solo!”. La retórica de los diálogos, o de las parábolas, a riesgo
de corromperse en la sofistería, contienen en ellos mismos el umbral que sólo
el hombre-dios puede atravesar mediante el acto definitivo de su libertad que consiste radicalmente en un acto de renuncia a sí mismo. La
muerte es, inevitable, el fin; no, su condena.
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Bajo el hechizo
de René Girard, sospecho que Sócrates y Jesús sabían que la ciudad necesita siempre una víctima para
reparar la herida que la hace vivir y la corroe. Con una extraña generosidad que no es fácil de reconocerles, se adelantaron a asumir
ese papel. El «chantaje de la perfección» que les atribuyó George Steiner -la
virtud, poner la otra mejilla- obligó a sus respectivas ciudades a no dejar de asumir desde
entonces el precio de su constitución. Sócrates y Jesús, cada uno a su manera,
destruyeron Atenas y Jerusalén. Sin sus muertes, una y otra polis se habrían disuelto en el sueño
historicista que los herederos de sus verdugos no les dejan de recriminar: “Mirad,
farsantes, lo que nos obligasteis a haceros. Pero hemos aprendido vuestra
lección para que no os vuelva a ocurrir”.
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Conversaba el
otro día con un amigo sobre la grandeza del autor que se asoma al abismo de su
escritura y no se detiene. Precisa también él de una hybris trágica que funde, hasta extremos insoportables, la
compasión y el arrojo. La suya es una heroicidad piadosa o una piedad
temeraria. Ningún lector posee el derecho de reclamársela; solo el de
agradecerla.
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He estado
hojeando de nuevo la Vida de Don Quijote
y Sancho de Miguel de Unamuno. De repente, como entre la niebla, me ha asaltado la duda de si la
obra de Cervantes no estaría tematizando también un debate entre el autor y su lector. Como
el personaje principal, sus antagonistas, desde el cura y el barbero al
bachiller Carrasco, desde los Duques a Don Álvaro de Tarfe, son todos lectores.
Don Quijote, el Lector Andante, el Crítico de la Triste Figura, es el
único que, ante la mirada del Creador, asume las consecuencias del poder de su
imaginación. La cicuta o la locura.
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El problema del socratismo radica en la ironía de Platón, no en la de Sócrates. Jesús llora ante Jerusalem; Sócrates ríe ante Atenas. Tras la cicuta, la reclusión en la Academia. Platón sacó (¿o rescató?) la filosofía del ágora.
ResponderEliminarTras la Cruz, la reclusión en el Cenáculo. La tristeza se volvió alegría. A la ironía de Platón le corresponde la fe pascual -¿carismática?- de los evangelistas. Desde el Gólgota, a las afueras, los Apóstoles regresan a las puertas del templo. En efecto, la tensión entre Jerusalén (cristiana) y Atenas es también una dialéctica de espacios.
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