lunes, 28 de diciembre de 2020

La Cruz en la Cruzada

 Fiesta de los Santos Inocentes

 

San Jerónimo y un joven monje,
Fra Filippo Lippi (1435-1436)

En cierta ocasión peregrina crucé brevemente algunos mensajes con Alonso Pinto (1986). Atento entonces a la singular humildad con que comentaba entusiasmado el borrador del volumen que guardaba en el hondón de su camisa, me ha alegrado recibir un reciente ejemplar de su obra que, revisada a fondo, se ha publicado con el título de Colectánea (Una cruzada contra el espíritu del siglo).

A pesar de su juventud, Alonso Pinto posee los rasgos de un Padre del Desierto. Novicio, ha adquirido por sí solo la prudencia del abba que su escritura (y sus lecturas) no deberían dejar de seguir persiguiendo sin descanso. Con la inquietud del profeta y la certidumbre del místico, atraviesa con paz la noche ululante de nuestros días.

En soledad, su ingenio talla con detalle, con airada mansedumbre, entre tentaciones apodícticas, la denuncia contra las trampas que la modernidad sigue tendiendo en un juego que siempre ha mantenido amañado. Proclama en fragmentos, que son tanto imprecaciones como acción de gracias, su inexpugnable fe en una esperanza que, de tan tenue en apariencia, deslumbra inextinguible.

Enrique García-Máiquez ha definido con razón a Pinto como “un reaccionario misericordioso”. Del partido güelfo, su reaccionarismo es la última túnica que cubre la búsqueda desnuda de una contemplación definitiva.

Para Pinto la política no es sino el atajo que la teología debe recorrer en un mundo donde la Caída, irrefutable, es el dato empírico de nuestra naturaleza. En ella sigue en juego el misterio -la economía entera- de la Salvación. Su Cruzada contra el siglo es una imprecación escatológica. Debe afrontar las objeciones de la teodicea con la noticia eterna de una nueva Creación. Nada hay que conservar porque todo está por llegar. Cuanto antes nos deshagamos de los obstáculos que la Revolución, como un katéjon monstruoso e irónico, intenta consumar por la vía factual, antes se cumplirá proféticamente el milagro de la Redención. “Ven, Señor Jesús”. Cada una de estas tres palabras debería pronunciarse, como se esfuerza nuestro autor, con la seriedad de un juramento novísimo.

Podría dar la impresión de que esta Colectánea se acoge al género de los aforismos. Tal afirmación caería bajo una apariencia de este mundo. En efecto, en él se combinan fórmulas breves y esbozos de ensayos bajo las distintas dimensiones de la forma aforística. Su distribución continua, sin capítulos ni separaciones, podría hacer pensar también en una suma de fragmentos cuyo argumento sólo se manifestaría entre las renuncias a las que somete a sus lectores una firme ascesis literaria. La fatiga de la Caída no permite otro descanso.

Esta escritura se entrega a una función apologética y confesional, incluso en la fidelidad a los modos más clásicos de su argumentación. Entre líneas se advierte que de nada sirve la borrosa luz de la razón sin la ceguera nítida de la fe. No al revés. No es posible razonar sin creer. Cualquier intento de invertir este orden o de suprimir esta jerarquía es una figuración de la rebelión primera. Por ello resulta tan satánica nuestra época como no menos digna de esperanza. Oportet enim orare semper.

Pinto ha leído a san Agustín y a Tertuliano; a Joseph de Maistre y a Ernst Hello; a Donoso Cortés y a Léon Bloy. En el umbral del Apocalipsis, Pinto es un templario errante.

Al cerrar las páginas de Colectánea uno comprende que, en verdad, “hay libros que son el prólogo de su segunda lectura”.


Los reaccionarios no pretendemos tanto restablecer lo abolido como abolir lo establecido en su contra.

En la modernidad cada hombre forma parte de la barricada contra su interior.

Tanto más sublime es una música cuanto más tiempo parece formar parte de ella el silencio que le pone fin.

La fe sólo confía sus pruebas a quien la ha aceptado sin ellas.

El axioma preferido del moderno es que todo cuanto ha sido prohibido por la tradición debe esconder un secreto placer. Hay quienes descubren tarde que se trataba de una sabia prevención contra el sufrimiento.

Si no te conmueve el llanto de tu ladrón has perdido para siempre lo que no te robó.

Un cristiano debe entregar su vida como un niño entrega su diente de leche: con la misma alegría, por el mismo motivo.

Sólo a la humildad está reservada la rara capacidad de aprender de los aciertos.


domingo, 20 de diciembre de 2020

Con una medida remecida


Memoria de Santo Domingo de Silos


Homenaje a Velázquez. Las Meninas.
Ramón Gaya (1996)

Antes de su desvanecida ascensión, a su tiempo Cavalcanti solía acudir con puntualidad monástica a reseñar los libros de Enrique García-Máiquez. Diarios, poesía o aforismos no se le aparecían como virtuosas demostraciones de su dominio sobre las más variadas modalidades literarias. Antes bien, se le presentaban como claves de un itinerario implícito en pos de una «obra total», cuya memoria juanramoniana, ruborizada, no deja de perseguir el (in)conciente creativo de los mejores escritores de nuestra generación.

En Palomas y serpientes (2015), su primer libro de aforismos, Cavalcanti había advertido un cambio de ritmo, que no de orientación, en la producción de García-Máiquez. El vaso medio lleno (2020), su nueva incursión en el género, confirma aquella sospecha a la que previamente la última entrega de sus diarios, Un largo etcétera (2016), y el poemario Mal que bien (2019) daban carta de naturaleza.

A la poesía y al diario cabe sumar el aforismo como el tercer vértice en que se apoya la evolución inquieta y atrevida de una estética muy personal y coherente en sus riesgos. García-Máiquez se ha decidido a experimentar con el peso de un realismo cada vez más adensado, capaz de aunar la intensidad del deslumbramiento lírico con la teleología del sentido narrativo. El aforismo, naturalmente, se ha convertido en la piedra de toque de esta investigación literaria y también ética.

El tema central que atraviesa y obsesiona la escritura de nuestro autor consiste seguramente en cómo representar la vida. Del aforismo a la entrada diarística (y viceversa) lo había planteado así: “La novela es a nuestros diarios lo que la épica a las novelas. (La poesía, en cambio, no cambia)”. ¿Acaso esa relación de analogía se puede reducir a un cambio en el modo de enunciación o a una revisión, por más honda que sea, de la percepción de los objetos de su trama?

Intuyo que afecta sobre todo al compromiso que la obra nos obliga a contraer, dibujando el rostro del autor con los trazos que sólo nuestra lectura puede ayudar a dar forma. “Si todo libro implica la colaboración del lector, aquí se le exige más: él tiene que trazar la línea entre los puntos, suspensivos, que yo he ido dejando como un Pulgarcito tímido y levemente indolente. Tiene que imaginarse todo lo que ese largo etcétera da por supuesto”, se apuntaba en Un largo etcétera. En El vaso medio lleno se advierte, en consecuencia, que “Una colección de aforismos es una contradicción en los términos que terminará salvando la mala memoria del lector bueno”. Puede que los tonos y los temas subrayen que cada aforismo va por libre, como también es cierto que cada lector debe ir pasándolos a limpio según su voluntad.

A una buena parte del éxito de García-Máiquez contribuye que sus lectores más fieles sientan que los poemas, los aforismos y las aventuras cotidianas que va tejiendo les refleja a ellos mismos. Se sorprenden de verse sencillamente reconocidos en sus líneas. Esta identificación sería imposible sin el exigente esfuerzo de distanciamiento que el propio autor ejerce sobre su escritura. Como expresa en uno de sus nuevos aforismos: “En toda conversación auténtica, el silencio tiene que ser un interlocutor más y hasta llevar la voz cantante”. Optimista y conservador, García-Máiquez confía que el lector lo juzgue completándolo con su misma medida, rebosante, generosa, remecida…

Nuestro autor entonces no vacila en entregarse con decisión a que sus buenos lectores procuren esbozar la imagen de él en los blancos que cada una de sus páginas airean como puntos de fuga escatológicos. La resurrección de los cuerpos sería incierta sin la fe desnuda y operante en la comunión de los santos. Como dice en uno de sus últimos poemas, “Yo trato de saltar sobre un abismo, / y en una y otra orilla estoy yo mismo / y el vértigo de ver que no hay puente”. Es esta concordancia trascendente que la palabra poética se empeña en arrancar del pedernal de la acción narrativa el que el aforismo se esfuerza por conjugar.

Toda imitación de la vida supone, pues, una exploración a fondo de la experiencia del tiempo, agustiniana en su forma y en su fondo autobiográficos, así como barroco en el contentamiento ascético que procura su feliz desengaño. Cervantes y Velázquez, Quevedo y Garcilaso se dan cita entre las bambalinas del convite de este libro que presupone convivencia optimista y alegre esperanza.


Muchas veces (si lo sabré yo) contamos tanto nuestra vida porque estamos tratando de darle así un sentido, siquiera sea narrativo.

La frontera entre el hombre interior y el exterior es el espejo. Por eso son tan inquietantes.

Lo más frágil no es el espejo, sino nuestra necesidad de mirarnos en él, reafirmándonos, a cada instante. La fragilidad del espejo es otro reflejo.

Luego, la literatura es el jardín de los senderos que se bifurcan, pero al principio hay dos grandes avenidas en el cruce principal: la que va a la catarsis, la que va a la mímesis.

 

García-Máiquez sigue desplegando en estos aforismos los mismos procedimientos lingüísticos y morales que han caracterizado su trayectoria anterior, pero ejerce sobre ellos una depuración tanto más estricta cuanto más imperceptible. Concepto y realidad consuman su maridaje en el acto seminal de paradojas de sorprendente nitidez.  

Siendo indudable el fondo de moralista francés y de aforista español, tanto el uno como el otro se sostienen sobre la tradición sapiencial bíblica, del Eclesiastés y los Proverbios a los logia de Jesús. “Sí, sí; no, no”, la más extensa de todo el volumen, contiene las bienaventuranzas que proclama en la siguientes secciones brevísimas. Apuntadas como pinceladas de un claro cubismo, de volúmenes aéreos en planos abiertos, en ellas se alzan en escorzo los brindis de un diálogo ininterrumpido y entrecortado por las risas y las lágrimas que una lectura atenta y festiva debe celebrar por todo lo alto.

Confesional aplicado a la literatura de García-Máiquez es un adjetivo que, destilado, se rejuvenece en la envejecida barrica de roble de una robusta pietas clásica, religiosa y cívica.

Siendo ambos güelfos contra viento y marea, él en su castillo portuense, yo en mi marino claustro, monjes y guerreros, nos encontramos ahora en este refectorio donde sólo soy capaz de servirle, para concluir, estos pocos aforismos suyos con que emborrono mis rasgos:

 

Auténtica elección: la que no se termina nunca de hacer.

¿Sabe la dulce melancolía que está salvando lo que lamenta haber perdido?

«Yo sé quién soy» sólo puede decirse sin caer en el ridículo cuando los que te rodean no terminan de saber muy bien quién eres.

El solo de viola del viento entre los árboles.

El trabajo del crítico literario consiste en poner en negrita las entrelíneas.

La relectura es una utopía. Cada lectura es novísima.

Llega el momento en el que al fin puedes decirte: «Yo sé quién soy»; y, a partir de entonces, empieza lo difícil.