jueves, 30 de septiembre de 2021

De camino


Memoria de San Jerónimo, pb. y dr.

 



Hoy en día el desarrollo de nuestras vidas se ha retrasado diez o quince años. Nos olvidamos de abandonar la adolescencia, nos resistimos a afrontar la larga jornada de la muerte. La famosa crisis existencial de los cuarenta años nos alcanza cuando debiéramos celebrar el jubileo de la existencia. Traicionando el sentido original, monástico, que los Padres del Desierto, y en especial Juan Casiano, atribuían al pecado de la acedia, Paul Bourget situó en ella la tentación del demonio del meridiano, como si todo le confirmase a nuestra época que nos aburrimos tanto que sólo nos queda aferrarnos a unos instintos cuyo vigor empieza suavemente a declinar.

Caigo en la cuenta de que una de las causas de haber estado meditando -de  haber rumiado- el libro de Qohélet casi sin pausa durante los últimos meses quizás haya sido, inconscientemente, enfrentarme a la sombra de mi meridiano. Aquí y allí no he dejado de sembrar alusiones al humo en que todas las ilusiones de nuestro pasado se desvanecen. No desespera uno de la falta de sentido, sino de no alcanzar la paz de abrazarla con alegría. Como con un santo disimulo, tal vez debamos contemplar el rayo de trascendencia que sólo podemos negar como niños enfurruñados que no aceptan que toda fiesta contiene en su esplendor, como su núcleo más original, el dolor de saberla transitoria.

El demonio del meridiano suele desplegar ante uno los futuros imposibles o descartados del pasado. No basta con aferrarse al presente para conjurar su asedio. Como el Ulises de Kafka, resulta imposible sustraerse al canto mudo de sus sirenas. Atormentan la conciencia mostrándole la inutilidad de cualquiera de las obras que a duras penas haya podido cumplir. Angustiada, suele estallar en un riguroso juicio de su niñez y de su juventud. Lo salva y lo condena, le recrimina sus pesares y le disculpa sus gozos. Todo también vanidad. Cabría rendir sólo a una y a otra el piadoso culto filial de la elegía fúnebre, sabiendo que, a fin de cuentas, lo único que no ha muerto del todo es aquello que se ha logrado conservar a salvo de la intemperie del tiempo.

Decía Qohélet que lo torcido no se puede enderezar. Me parecía un grito sin respuesta. Sospecho que nada más se aleja tanto de la realidad. Formula la pregunta de quien ha empezado a dominar su derrota. La nada jamás se da por vencida. Por ello, el inaudible murmullo de nuestro paso por el mundo es una leve victoria que no debiera encerrarnos, aún melancólicos, en la nostalgia. Dice Qohélet que el sabio no pregunta por qué el pasado resulta mejor que el presente (Ecl 7,10). Bajo el signo de la antítesis, creo firmemente que la adversidad próspera es un bien que no debiéramos dejar que nos arrebate una adversa prosperidad.

Debiera ir callando. Cada vez soporto menos a quienes, en nombre de la ciencia o de las convicciones cívicas, desprecian con la hueca voz de los burgueses que fustigó Léon Bloy: “¡Déjese de metafísicas! Poético, pero falaz. Irrelevante”. En ocasiones, el arma más poderosa, la palabra que conmueve el universo entero, es el silencio. Pilatos, fuera de sí, espetó a Jesús: “¡A mí no me contestas! ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y para crucificarte?” (Jn 19,10). Mientras llega el juicio último, nada cabe retener, sino apresurar el paso, sin distracciones. 

A fin de cuentas, no hay tema serio que no sea en su fondo teológico, como la lectura o el canto de un pájaro.


domingo, 19 de septiembre de 2021

Qohélet y la creación

  

Memoria de S. Genaro, ob. y mr.

 

Vanitas con libros, manuscritos y una calavera,
Edwaert Collier (1666)

Sigo absorto ante la imagen del soplo de aire que el libro de Qohélet no deja de inspirar últimamente mi lectura de José Jiménez Lozano. Frente a la tentación de la vanidad -el único pecado que los Padres del Desierto descubrían como la raíz de todos los otros males- sólo nos puede proteger el recuerdo de la condición creada de nuestra naturaleza, cuya custodia la poesía tiene encomendada.

Con una extraordinaria finura narrativa el autor del primer capítulo del Génesis se había cuidado de mencionar explícitamente el concepto filosófico y teológico de la creación «ex nihilo» que se deriva necesariamente de su primer versículo: “Al principio hizo Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1).

Por más que la tierra estuviese informe y vacía o invisible y desordenada es imposible empezar a narrar antes de haberse instaurado cualquier tiempo. Pronunciar la primera palabra supone haber salido ya “de la nada”. Dios, el narrador absoluto de la vida, la trasciende desde el primer momento. Su espíritu se cierne sobre las aguas, como la tiniebla sobre el abismo (Gen 1,2).

Para el Elohista, todo principio –el inicio de todo comienzo- es, misteriosamente, una liberación. Contiene en sí, en el contrapunto de un silencio eterno, el afán de la Creación entera. Hasta la pregunta de Leibniz de por qué hay algo en lugar de nada conserva, al fondo, otra cuestión decisiva: ¿por qué debe volver a haber nada existiendo algo? “Dijo Dios: «Hágase la luz». Y hubo luz” (Gn 1,3). Y sustrajo la luz a la tiniebla, porque vio que era buena (Gn 1,4).

El relato entero de la Creación hace de la Creación el relato de Dios. Advierte que todo relato es la réplica de aquel primero. Como el hombre, llega siempre “después”. El hombre siempre empieza a crear “tarde”. Hubo algo antes; habrá algo después. Resulta imposible fijar su ansia. Aun divino, su origen le recuerda que brota de esa tiniebla “super faciem abyssi”. Su principio es lo infundamentado: promesa de libertad, amenaza de disolución.

La lectura del Eclesiastés empuja a sospechar que la insistencia de Qohélet en el tiempo y en su repetición, así como su desolada afirmación de que tanto la búsqueda de la sabiduría como la entrega fácil al placer sean vanidad y caza de viento, no corresponde simplemente a la constatación nihilista de una derrota.

Quohélet explora de modo radical, sin concesiones, ese núcleo sin fondo que constituye nuestra existencia. En él, a tientas y por vencido, sigue la condición de sentido de la narración que anhela ver registrado en el Libro de la Vida. Jacques Ellul entendía así la sabiduría de Qohélet: “La realidad es que todo es vanidad. La verdad es que todo es don de Dios”. La una sin la otra nos arrastraría al suicidio.

Qohélet no cuenta. Qohélet alterna el argumento roto de la prosa y el ritmo quebrado de la poesía. Avanza y retrocede; recae; se lamenta y, aun a disgusto, se exalta y celebra. La vida es sinsentido. Su escritura gira sobre el significado de la preposición “sin”: lo que ilumina al oscurecer. Da cuenta del terror primigenio, de la indiferenciación primera a la que de un modo u otro no escapamos “al fin”. El paréntesis de la existencia manifiesta algo monstruoso: ni escapamos por completo de la nada ni el ser da asiento seguro a ninguna de nuestras posibilidades: “Y así aborrecí la vida, pues encontré malo todo lo que se hace bajo el sol; que todo es vanidad y caza de viento” (Ecl 2,17)

En pocos autores como Qohélet la conciencia ontológica y política están tan antitéticamente abrazadas. No porque sean inútiles sus obras el hombre puede prescindir de hacerlas. Sólo haciéndolas puede llegar a descubrir su sinsentido. A un paso transhumano, Qohélet grita de espanto que “el hombre no supera a los animales. Todos caminan al mismo lugar, todos vienen del polvo y todos vuelven al polvo” (Ecl 3,19-20). No obstante, exclama a continuación: “el único bien del hombre es disfrutar con lo que hace” (22).

Aunque el peso de esta conciencia nos humilla, aunque nos devuelve a esa masa de fango en la que Dios inspiró un espíritu de vida que parece estar desvaneciéndose tan pronto como es soplado, Qohélet no cesa de amonestarnos para que no nos dejemos vencer por la desesperación: “En tiempo de prosperidad, disfruta; en tiempo de adversidad, reflexiona: Dios ha creado estos dos contrarios para que el hombre no pueda averiguar su porvenir” (Ecl 7,14).

La enseñanza de Qohélet conecta con el sentido misterioso de la Creación, desde el abatimiento de la Caída. Tinieblas y retorno a la nada nos asedian, sí, pero también se alza una voz que sostiene la dignidad herida de la naturaleza humana que no se resigna a dejar de afirmar que somos, aunque sea a-penas. Humo o sombra, llegar a ser es haber sido amado.