lunes, 29 de agosto de 2022

Una década después


Memoria del Martirio de San Juan Bautista


Seis poetas toscanos,
Giorgio Vasari (1544)

Diez años después celebro hoy la memoria de mi precursor. Con el inicio de Donna mi prega, Cavalcanti, mi heterónimo, mi hermano, el lector que siempre he querido ser, me salvó del Tedio de trabajar en una de esas instituciones de titularidad eclesiástica que siempre – siempre, ay- hacen pagar la inteligencia y la libertad con sonrisas y falsedades, con el hedor de una buena conciencia presta a silenciar y a escabullirse de cualquiera de sus malas palabras. Cavalcanti, que jamás ocultó nuestros pecados, guarda para sí las llagas de su misericordia. Agradecidos, dentro de tres días unos cuantos laicos hemos encontrado la fortuna de comenzar una nueva etapa académica en otro lugar. En mi caso he decidido no mirar jamás atrás. Podrán cumplir así con más holgura y al precio justo de treinta monedas, su voluntad largamente acariciada: Muertos, enterrarán a sus muertos.

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Más allá de la operatividad a estas alturas de los blogs, no es fácil explicar el sentimiento de libertad restituida que ha significado para unos cuantos poder publicar determinados posts. ¿Cómo no parecer que se están contando batallitas a gente indignada que plantea recursos en la universidad porque su TFM ha sido calificado con un 8,5? Todavía en los mitificados 90 el catedrático de turno, furioso, podía espetar entre risotadas o esputos a alumnos que, a punto de terminar sus tesis, manifestaban la más ligera resistencia a seguir siendo avasallados o explotados: “Usted, usted no volverá a publicar ni en un fanzine”. No, no todos los abuelitos son buenos ni dulces, aunque quién discutirá que siguen transmitiendo una sabiduría ancestral. El prototípico boomer supo escalar sobre las pilas de compañeros amontonados cuyos restos, remilgado, solía apartar con cuidado y poniéndose siempre de lado. Hoy, en el también prototípico millenial ha encontrado la horma de su zapato. Como entonces y como ahora, los demás tenemos que seguir sufriéndolos con paciencia.

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Siete años, trescientas entradas, casi trescientas mil visitas constituyen el balance de Donna mi prega. Bajo sus discretos números, late una vida. Como diría Ortega parafraseando a Dilthey, en esos datos se condensa una mezcla de vocación, destino y azar. ¿Inútil, frustrado, adverso? Desde que a los catorce años me puse a leer sus epístolas, soy férreamente paulino.

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Por curiosidad he desplegado las estadísticas del blog. Aunque el pico de la atención se hubiese concentrado en el medio del camino, algunas entradas iniciales han seguido atrayendo, con una constancia sorprendente, la atención de quién sabe qué lectores y de qué algoritmos de los motores de búsquedas.

Tal vez porque continúo inmerso en una de mis fases surrealistas, no puedo sino atribuir al «azar objetivo» que, en lo más alto y a distancia, brillen entre lo más leído los temas esenciales de mi stilnovismo claravalense: poesía, política y teología. ¿Acaso no es justicia poética que los amores de Cavalcanti estén escoltados, bajo la condena de Prometeo, por la esperanza de la santidad que solo entrevé y que su incierta política esté disculpada por el ejemplo de la amistad? He aquí, pues, la lista:

  1. Las baladas de Guido Cavalcanti.
  2. Güelfos blancos, negros.
  3. Defensa de la santidad.
  4. Enrique García-Máiquez, entre palomas y serpientes.
  5. El arcángel del Cáucaso.

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Hace un par de años preparé un archivo impublicable que recogía el conjunto de la Trilogía güelfa a la que se sumaba, como un apéndice, un inédito Epílogo güelfo. Cien entradas, como cien cantos, pretendían formar una comedia secundaria con el título de Cavalcanti en Claraval. Bajo la falsilla del prólogo cervantino de Persiles y Segismunda, quise cerrar con siete llaves, hasta que sonase la trompeta de mi Juicio, aquel periodo que he exhumado para su reducción en estas ya excesivas líneas.

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sábado, 20 de agosto de 2022

Mallarmé (y Mann) en blanco

 

Memoria de San Bernardo de Claraval, ab. y dr.




La chair est triste

et j’ai lu tous les livres.


Siempre que he oído o he visto citados estos dos versos de Mallarmé ha sido en reuniones mundanas, o en escrituras mundanas, alto standing. Siempre. Son dos versos para sacar de quicio a cualquiera, son pura mentira, ¿por qué iban a ser poesía?


(José Jiménez Lozano, La luz de una candela)

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Desde hace años, a mediados de agosto me empeño en acometer la lectura de una novela clásica de dimensiones físicas y morales capaces de desafiar mi resistencia sentimental. No me basta con ir leyéndolas, como quien pasa las páginas de una partitura; necesito sumergirme en ella, ser ejecutado por ella, no resistirme a leerla sin desmayo en el plazo más breve posible, con una disciplina espartana, como si ejercitara una ascesis lustral. En una semana o diez días envejezco años del espíritu.

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De Vida y destino de V. Grossman o de Los demonios de F. Dostoievski regresé transfigurado. De La conciencia de Zeno de I. Svevo, perplejo. De La gran trilogía de G. Von Rezzori, exhausto. Preciso que el uso de cada adjetivo carece de valor axiológico. Solamente pulsan, más que un estado de ánimo, una constelación de emociones. Sombrías o luminosas, no enseñan nada; se limitan a forjar a fuego secreto ciertas zonas inconscientes de la sensibilidad.

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Escribo estas líneas mientras hago una pausa en la lectura estival. Con distancia, con rigor, con una atención imposible de mantener, intento seguir los meandros de la biografía de Adrian Leverkühn. Para un lego musical todas las digresiones que el alquimista Thomas Mann despliega con una superioridad intelectual que no entiende de concesiones pueden llegar a resultar indignantes. También ello es una trampa de su genio narrativo. Como buen alemán, Mann ha aprendido que la misericordia de Dios ha dispuesto las llamas abrasadoras del infierno para calmar eternamente la gelidez satánica. En Doktor Faustus la cima de la lucidez narrativa de su autor refleja hasta los extremos más dolorosos la autoconciencia impotente de su narrador.

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Mientras escribo y leo, mientras leescribo no puedo dejar de escuchar una y otra vez la sonata 32 op. 111 de Beethoven que el profesor Kretzschmar sigue tartamudeando en los balbuceos literarios que el amante Serenus Zeitblom transcribe con una obsesiva exactitud demoníaca. Agitadas, las interpretaciones de Glenn Gould resaltan la urgencia de una forma musical que había alcanzado la plenitud en su aparente incompletitud. Kretzschmar destila las explicaciones de la falta de un tercer movimiento. Daniel Baremboim detiene, técnico, a sus oyentes en las tres notas de la arietta. Por eso, quizás mi hijo me recomienda que, a tientas, por mera confianza, me esfuerce con la precisa ansiedad de la versión de Igor Levit. “Se abandonan las apariencias del arte, el arte acaba siempre repudiando las apariencias del arte”, decía Zeitblom que sentenciaba Kretzschemar. Y, sin embargo, el silencio siempre se retrasa…

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Quién sabe, decía Kretzschmar, si el deseo profundo de la música es el de no ser oída, ni siquiera vista o tocada, sino percibida y contemplada, de ser ello posible, en un más allá de los sentidos y del alma misma”.

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Por asociación de ideas he vuelto a leer esa densa página y media del prólogo de Un golpe de dados. Creo que Mallarmé es un poeta mucho más radical e implacable que Rimbaud, y más agudo. Contiene en sí toda la Vanguardia, en su desesperación más auténtica y no por ello menos discutible. Mallarmé jamás abolirá el azar llevándolo hasta el extremo como la dodecafonía nunca proscribirá el contrapunto ni la armonía. Su poema se extiende como una partitura de silencios que se han convertido en pecios del ritmo: sus espacios en blanco: “yo no transgredo esta medida, sólo la disperso”.

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Blanchot, Barthes o Derrida, en sus momentos climáticos, no recitan sino notas a pie de página de Mallarmé.

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Jiménez Lozano repudió, con razón, las escrituras mundanas y sus mentiras. ¿Habría compadecido D. José a Mallarmé de haber visto que los poderes de alto standing se habían apropiado del lamento de su verso y de la aspiración frustrada, ante la brisa marina, de remontarse con el canto pareado de los marineros hasta el cielo de sus aves?

 

“¡Huir! ¡Muy lejos! ¡Siento la embriaguez de las aves

errando entre la espuma ignorada y los cielos!

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Sobre el papel vacío guardo su desértica blancura…

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jueves, 11 de agosto de 2022

El libro por venir


Memoria de Santa Clara, v.

  

Arlequín,
Pablo Picasso (1923)


Hace casi una década, a la aventura, sin carta de navegación, inicié el blog Donna mi prega. Como he relatado en muchas ocasiones, durante siete años exactos, con un esfuerzo de puntualidad anglófila, alquímico y numérico, fui construyendo el «stilnovismo claravalense» que se condensara en mi oculta Trilogía güelfa.

Si a continuación El peregrino absoluto tenía encomendada alguna misión, no fue otra que allanar en su desierto el camino – y el plano- de esta Poética del monasterio a la que una y otra vez ha temido no poder dar cumplimiento el sacrificio de su escritura. Neurótico, he dudado de su realidad como quien ora impetrando la gracia de su culminación. Como las Horas litúrgicas celebradas en una celda tanto física como alegórica, ese libro por venir se publicará dentro de unos meses. Quien busca, encuentra.

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Declarada la muerte de Dios, del sujeto, del autor, y en espera de la del lector, en nada he creído poder poner la fe que no sea en una radical esperanza escatológica: Et iterum venturus est. Ni la gloria ni el juicio, por fortuna, me corresponden.

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En esta última etapa he encontrado también caridad en un par de amigos que han aligerado el camino mientras alcanzaba posada editorial.

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Daniel Capó es un mallorquín bergmaniano. En su conversación vibra, ostinato y escondido, el eco angustiado de una nota creadora. La depura hasta que, nítida, se hace imperceptible. Animoso, la vela con una cálida, no menos distanciada, seriedad.

Escribe breve por convicción. Posee el timbre lírico de los lieder, pero aspira a dominar el ritmo de las sonatas. Parece rehuir la autoría porque, al escribir, no desea dejar de ser un lector, un oyente, un contemplador. Quiere experimentar la trascendencia de ese instante creativo siempre por sostener. Admira el estilo de Celibidache.

El mallorquín es enigmático por naturaleza. No incomprensible, ni huidizo. Impenetrable, resiste náufrago a los rompientes de la isla. Es preciso aceptar que la cifra de sus secretos brilla en sus silencios. En un laberinto de espejos dispone los reflejos de sus ángulos ciegos. Requiere del interlocutor que aprenda, derrotado, a escuchar lo sustraído; a mirar lo callado; a tocar lo desvanecido.

¿Nos asomará Capó a la lectura abismal de sus silencios, como el rumor continuo de ese mar que suena a lo lejos, interior?

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“Sólo importa el libro tal y como es, lejos de los géneros, fuera de las designaciones, prosa, poesía, novela, testimonio, bajo las que se niega a colocarse y a las que deniega el poder de fijar su lugar y determinar su forma” (M. Blanchot, El libro por venir).

También, el ensayo.

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Armando Zerolo posee la ductilidad de la sencillez. Aunque se empeñe en definirse defendiendo lo moderno, o mejor dicho, como ensalzaría Rémi Brague, lo moderadamente moderno, lo asume con una candidez que no puede sino desarmar a sus contradictores, como si a él, paradójicamente, le fuesen ajenos la burla o el sarcasmo y el estupor y la irritación que pudiera provocar en unos y otros. Esa inocencia es una virtud muy poca moderna.

Como a Zerolo le produce curiosidad mi deseo de buscar otro modo de ser (que) moderno, estoy expectante por la noticia de la próxima aparición de un libro suyo de título tan provocador como Época de idiotas. Supongo que desarrollará su tesis de que la literatura de los idiotas – el loco, el foll, el fool…- es una creación de la modernidad, cuya figura tutelar habría sido Don Quijote. Será la oportunidad de seguir debatiendo con él en esa tierra de nadie, combatida, de la que querríamos ser pacíficos herederos. Me temo que acabaré llevándole la contraria inclinándome por el Rey Lear que tanto disgustaba a Tolstoy y a Wittgenstein…

Esa idea suya del idiota como el héroe moderno casa muy bien y, al mismo tiempo, lo distingue de la modernidad que reclama. En ese sentido me impresiona la inocencia de Zerolo, porque posee una carga lejana de la santa simplicidad de Francisco de Asís. Puede que haya adquirido un vago aire rosselliniano que le lleva a plantar flores y restaurar los tejados de su casa en Peñafiel. 

Con una seriedad que no es fácil de reconocer, y a costa de sus contradicciones, Zerolo es consciente de que ser moderno a su manera le exige resistir el vendaval de destrucción que comporta la modernidad. Sin menosprecio de corte y con alabanza de aldea, le impulsa a restaurar la costumbre sin incurrir en la nostalgia y a acoger la melancolía sin desistir del activismo. Será discutible, pero a ver quién desmiente su secreta coherencia...

Por encima de afinidades y de convicciones compartidas, creo que nada nos liga con más fuerza que ser tocayos. No debería subestimarse esta boutade. Hay a quienes les une llevar el nombre de un emperador o de un fundador, de un mártir o del Precursor. A nosotros, que ni tan siquiera sabremos con certeza en qué fecha, y si realmente es posible, celebrar nuestra onomástica, nos consta, solidarios y solitarios, que, aun desnudo y hasta ligero, nomen est omen.

Susceptibles y tercos, discutiríamos el sentido reaccionario o liberal de El genio del cristianismo o de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, pero acabaremos abrazados recitando en cualquier taberna, castellana o bretona, pasajes de la Vida de Rancé. Bajo la advocación del fundador de la Trapa, hemos disfrutado, sobreentendidos y distantes, “esos días llamados felices que transcurren ignorados en la oscuridad de los quehaceres domésticos, y que no dejan al hombre ni el deseo de perder ni el de recomenzar la vida”. Estas líneas de mi Poética del monasterio quieren agradecérselo.

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“El escritor moderno es y no es Abraham: le es forzoso estar simultáneamente fuera de la moral y en el lenguaje; le es necesario hacer lo general con lo irreductible, reencontrar la amoralidad de su existencia a través de la generalidad moral del lenguaje; este peligroso pasaje constituye la literatura” (R. Barthes, El grado cero de la escritura).

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