Memoria de Santa Clara, v.
Arlequín, Pablo Picasso (1923) |
Hace casi una década, a la aventura, sin carta de
navegación, inicié el blog Donna mi prega. Como he relatado en muchas
ocasiones, durante siete años exactos, con un esfuerzo de puntualidad anglófila,
alquímico y numérico, fui construyendo el «stilnovismo claravalense» que se
condensara en mi oculta Trilogía güelfa.
Si a continuación El peregrino absoluto tenía encomendada alguna misión, no fue otra que allanar en su desierto el camino – y el plano- de esta Poética del monasterio a la que una y otra vez ha temido no poder dar cumplimiento el sacrificio de su escritura. Neurótico, he dudado de su realidad como quien ora impetrando la gracia de su culminación. Como las Horas litúrgicas celebradas en una celda tanto física como alegórica, ese libro por venir se publicará dentro de unos meses. Quien busca, encuentra.
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Declarada la muerte de Dios, del sujeto, del autor, y en espera de la del lector, en nada he creído poder
poner la fe que no sea en una radical esperanza escatológica: Et iterum
venturus est. Ni la gloria ni el juicio, por fortuna, me corresponden.
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En esta última etapa he encontrado también caridad en un par de amigos que han aligerado el camino mientras alcanzaba posada editorial.
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Daniel Capó es un mallorquín bergmaniano. En
su conversación vibra, ostinato y escondido, el eco angustiado de una
nota creadora. La depura hasta que, nítida, se hace imperceptible. Animoso, la
vela con una cálida, no menos distanciada, seriedad.
Escribe breve por convicción. Posee el timbre
lírico de los lieder, pero aspira a dominar el ritmo de las sonatas.
Parece rehuir la autoría porque, al escribir, no desea dejar de ser un lector, un
oyente, un contemplador. Quiere experimentar la trascendencia de ese instante creativo
siempre por sostener. Admira el estilo de Celibidache.
El mallorquín es enigmático
por naturaleza. No incomprensible, ni huidizo. Impenetrable, resiste náufrago a
los rompientes de la isla. Es preciso aceptar que la cifra de sus secretos brilla
en sus silencios. En un laberinto de espejos dispone los reflejos de sus
ángulos ciegos. Requiere del interlocutor que aprenda, derrotado, a escuchar lo
sustraído; a mirar lo callado; a tocar lo desvanecido.
¿Nos asomará Capó a la lectura abismal de sus
silencios, como el rumor continuo de ese mar que suena a lo lejos, interior?
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“Sólo importa el libro tal y como es, lejos de
los géneros, fuera de las designaciones, prosa, poesía, novela, testimonio,
bajo las que se niega a colocarse y a las que deniega el poder de fijar su
lugar y determinar su forma” (M. Blanchot, El libro por venir).
También, el ensayo.
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Armando Zerolo posee la ductilidad de la
sencillez. Aunque se empeñe en definirse defendiendo lo moderno, o
mejor dicho, como ensalzaría Rémi Brague, lo moderadamente moderno, lo asume con
una candidez que no puede sino desarmar a sus contradictores, como si a él,
paradójicamente, le fuesen ajenos la burla o el sarcasmo y el estupor y
la irritación que pudiera provocar en unos y otros. Esa inocencia es una virtud muy poca moderna.
Como a Zerolo le produce
curiosidad mi deseo de buscar otro modo de ser (que) moderno, estoy expectante
por la noticia de la próxima aparición de un libro suyo de título tan
provocador como Época de idiotas. Supongo que desarrollará su tesis de que la literatura de los idiotas – el loco, el foll, el
fool…- es una creación de la modernidad, cuya figura tutelar habría sido
Don Quijote. Será la oportunidad de seguir debatiendo con él en esa tierra de
nadie, combatida, de la que querríamos ser pacíficos herederos. Me temo que acabaré llevándole la
contraria inclinándome por el Rey Lear que tanto disgustaba a Tolstoy y a
Wittgenstein…
Esa idea suya del idiota como el héroe moderno casa muy bien y, al mismo tiempo, lo distingue de la modernidad que reclama. En ese sentido me impresiona la inocencia de Zerolo, porque posee una carga lejana de la santa simplicidad de Francisco de Asís. Puede que haya adquirido un vago aire rosselliniano que le lleva a plantar flores y restaurar los tejados de su casa en Peñafiel.
Con una seriedad que no es fácil
de reconocer, y a costa de sus contradicciones, Zerolo es consciente de
que ser moderno a su manera le exige resistir el vendaval de
destrucción que comporta la modernidad. Sin menosprecio de corte y con alabanza de aldea, le impulsa a restaurar la costumbre sin incurrir
en la nostalgia y a acoger la melancolía sin desistir del activismo. Será discutible, pero a ver quién desmiente su secreta coherencia...
Por encima de afinidades y de convicciones compartidas, creo que nada nos liga con más fuerza que ser tocayos. No debería subestimarse esta boutade.
Hay a quienes les une llevar el nombre de un emperador o de un fundador, de un
mártir o del Precursor. A nosotros, que ni tan siquiera sabremos con
certeza en qué fecha, y si realmente es posible, celebrar nuestra onomástica, nos consta, solidarios y solitarios, que, aun desnudo y hasta ligero, nomen est omen.
Susceptibles y tercos, discutiríamos el sentido reaccionario o liberal de El genio del cristianismo
o de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, pero acabaremos abrazados recitando en cualquier taberna, castellana o bretona, pasajes
de la Vida de Rancé. Bajo la advocación del fundador de la Trapa, hemos disfrutado, sobreentendidos y distantes, “esos días llamados felices que
transcurren ignorados en la oscuridad de los quehaceres domésticos, y que no
dejan al hombre ni el deseo de perder ni el de recomenzar la vida”. Estas
líneas de mi Poética del monasterio quieren agradecérselo.
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“El escritor moderno es y no es Abraham: le es
forzoso estar simultáneamente fuera de la moral y en el lenguaje; le es
necesario hacer lo general con lo irreductible, reencontrar la amoralidad de su
existencia a través de la generalidad moral del lenguaje; este peligroso
pasaje constituye la literatura” (R. Barthes, El grado cero de la escritura).
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