martes, 28 de junio de 2022

Dos edades y tres cuadros

 

Memoria de S. Ireneo, ob. y dr.

 


Desde que he llegado a la cincuentena me asaltan con frecuencia recuerdos de la adolescencia. Hasta hace casi nada solía juzgarlos, inflexible o condescendiente. Cada vez más me noto juzgado por ellos, con sorpresa y paciencia. El hijo que fui se ha convertido en el padre que soy, como si se reflejasen mutuamente. Nuestros temperamentos han empezado a descubrir que no les asusta soportarse con templada caridad. Han recobrado una imprevista intimidad que prevén larga y, quizás, honda.

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Leo con detenimiento los pocos capítulos dedicados en el Convivium a las cuatro edades que el hombre noble está llamado a vivir. He meditado un par de pasajes en especial.

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Dante establece las habituales analogías entre las etapas de la vida y las estaciones del año o los humores y sus efectos. La adolescencia primaveral es cálida y húmeda, mientras que la otoñal senectud se asemeja al frío y la sequedad. Como si pudiese trazarse un diagrama en cruz, ambas se extenderían en el horizonte de la existencia. Humanas, estarían atravesadas en vertical por la plenitud aérea de una juventud que se acabará disolviendo en la anciana tierra.

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Este tipo de alegoría gnóstica que siempre me fascinó ha perdido interés al lado de otra comparación dantesca sobre las horas del día. Por una sola alusión, me he visto transportado a la realidad litúrgica (¿escatológica?) que también la vida oculta como el campo donde está escondida la perla preciosa. Si el momento culminante del mediodía juvenil coincide con la Crucifixión de Nuestro Señor, la senectud debería prolongarse aprendiendo a descansar incomprensible hasta el atardecer. ¿No es natural que las dos grandes horas del día estén secretamente reflejadas por las Laudes y las Vísperas?

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Sigue Dante desarrollando en su exposición las cuatro cualidades que cada edad debe desplegar. Ojalá entre mis dos nuevas edades se establecieran unas sorprendentes correspondencias que perdonasen los defectos de ahora y de entonces. Que a la obediencia le acompañase cierta prudencia de juicioso consejo. Que la justicia de mis actos lograra cubrir con pudor sus pecados. Que el respeto no temiera repartirse generosamente entre extraños y propios. Que al adorno del cuerpo le bastase la afabilidad del trato, lacónica y no distante.

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A veces, mientras descanso, mi mente sobrevuela entre palabras e imágenes. En los últimos días, con insistencia, han regresado en distinto orden, con regularidad, el recuerdo de tres cuadros. He intentado prestar una atención simple a sus razones. Quizás en ellas no se den una condensación tan inconsciente como habría creído o querido, ingenuo, en mi última adolescencia. A finales de los ochenta, las visitas de tres exposiciones sucesivas impresionaron vivamente mi imaginación. Esas pinturas se han cargado de un voltaje emocional al que me acerco temeroso, como si, heladas por el paso del tiempo, pudiesen quemar mi mano con sólo apoyarla sobre su superficie. Durante años sus carteles adornaron mis cubículos de estudiante. Acaso también rebosantes de un empedernido romanticismo, hablan sobre la sensibilidad inconsciente de la memoria y el amor, la luz que apenas se distingue en la revelación tanteada, la oscuridad magmática que, abstracta, desesperada, acabará emergiendo, nocturna y clásica, en la esperanza más fiel y clara.

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Memoria (1948),
René Magritte

Norham Castle (1845),
J. W. Turner

Sin título (1969),
Mark Rothko

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