Memoria de S. Ireneo, ob. y dr.
Desde que he llegado a la cincuentena me asaltan
con frecuencia recuerdos de la adolescencia. Hasta hace casi nada solía juzgarlos,
inflexible o condescendiente. Cada vez más me noto juzgado por ellos, con
sorpresa y paciencia. El hijo que fui se ha convertido en el padre que soy, como
si se reflejasen mutuamente. Nuestros temperamentos han empezado a descubrir
que no les asusta soportarse con templada caridad. Han recobrado una imprevista
intimidad que prevén larga y, quizás, honda.
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Leo con detenimiento los pocos capítulos dedicados
en el Convivium a las cuatro edades que el hombre noble está llamado
a vivir. He meditado un par de pasajes en especial.
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Dante establece las habituales analogías entre
las etapas de la vida y las estaciones del año o los humores y sus efectos. La
adolescencia primaveral es cálida y húmeda, mientras que la otoñal senectud se
asemeja al frío y la sequedad. Como si pudiese trazarse un diagrama en cruz, ambas
se extenderían en el horizonte de la existencia. Humanas, estarían atravesadas en vertical por la plenitud aérea de una juventud que se acabará disolviendo en
la anciana tierra.
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Este tipo de alegoría gnóstica que
siempre me fascinó ha perdido interés al lado de otra comparación dantesca sobre
las horas del día. Por una sola alusión, me he visto transportado a la realidad
litúrgica (¿escatológica?) que también la vida oculta como el campo donde está escondida
la perla preciosa. Si el momento culminante del mediodía juvenil coincide con
la Crucifixión de Nuestro Señor, la senectud debería prolongarse aprendiendo a
descansar incomprensible hasta el atardecer. ¿No es natural que las dos grandes
horas del día estén secretamente reflejadas por las Laudes y las Vísperas?
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Sigue Dante desarrollando en su exposición las
cuatro cualidades que cada edad debe desplegar. Ojalá entre mis dos nuevas edades
se establecieran unas sorprendentes correspondencias que perdonasen los
defectos de ahora y de entonces. Que a la obediencia le acompañase cierta prudencia de juicioso consejo. Que la justicia de mis actos lograra cubrir
con pudor sus pecados. Que el respeto no temiera repartirse generosamente entre
extraños y propios. Que al adorno del cuerpo le bastase la afabilidad del
trato, lacónica y no distante.
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A veces, mientras descanso, mi mente sobrevuela
entre palabras e imágenes. En los últimos días, con insistencia, han regresado
en distinto orden, con regularidad, el recuerdo de tres cuadros. He intentado prestar
una atención simple a sus razones. Quizás en ellas no se den una condensación tan
inconsciente como habría creído o querido, ingenuo, en mi última adolescencia. A
finales de los ochenta, las visitas de tres exposiciones sucesivas impresionaron
vivamente mi imaginación. Esas pinturas se han cargado de un voltaje emocional
al que me acerco temeroso, como si, heladas por el paso del tiempo, pudiesen
quemar mi mano con sólo apoyarla sobre su superficie. Durante años sus carteles
adornaron mis cubículos de estudiante. Acaso también rebosantes de un
empedernido romanticismo, hablan sobre la sensibilidad inconsciente de la
memoria y el amor, la luz que apenas se distingue en la revelación tanteada, la
oscuridad magmática que, abstracta, desesperada, acabará emergiendo, nocturna y
clásica, en la esperanza más fiel y clara.
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Memoria (1948), René Magritte |
Norham Castle (1845), J. W. Turner |
Sin título (1969), Mark Rothko |
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