lunes, 28 de febrero de 2022

En suspenso

 

Memoria de S. Román, abad


Cruz en la naturaleza salvaje,
Frederic Edwin Church (1857)

 

Siento que rozan mi alma los andrajos del tiempo.

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No parar de escribir sobre el silencio y la soledad pudiera ser la excusa para protegerse de la exigencia misteriosa, desnuda y arisca, de la soledad y el silencio. A quien escogen, siempre esperan. Aunque crea conjurarlos, lo envuelven hasta su regreso.

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Recibo de Ricardo Gil Soeiro su recién salido libro Pirilampos. De la poesía de Ricardo siempre me llega algún mensaje secreto, como si su lectura fuese el alfabeto de una oscura sabiduría de la que se conservasen sólo fragmentos traducidos en una clave perdida. Leo: “Arte poética: // a palabra arde para que / os segredos sobrevivam”.

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Tal vez un monje también sea una luciérnaga: “É esta a pequena glória de um reino encantado. / Nascer, brilhar, morrer: e isso é um tesouro”. Escondido y olvidado.

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Hace unos meses que no leo el Eclesiastés. Noto inciertos algunos versículos que borbotan en mi interior, como si, hirviendo, comenzasen a deshacerse sus palabras en la sustancia de la memoria. A presión, ¿llega más a fondo su efecto? Abro de nuevo el libro: “No pensará mucho en los años de su vida, si Dios le concede alegría interior” (Ecl. 5, 19). Tal vez la escritura sea el reflejo de la melancólica felicidad con que Dios ocupaba a los hombres para que no recordasen los días contados que aún les faltan. Olvidados de sí, gozan y lloran el descanso de sus fatigas. Arrojados a la interminable alharaca de las redes sociales, braceando como si fuera posible hacerse oír, llenamos la insatisfacción -y la vanidad- de nuestra muerte cotidiana.

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A las palabras “silencio y soledad” se les ha cubierto de afeites. Al pronunciarlas, parecen reverberar los ecos de un locus amoenus. En sus dependencias restauradas sus gestores nos ofrecen conectar de nuevo con nuestro interior. Técnicas, objetivos y estrategias indirectas de éxito, saqueadas de una tradición milenaria, se facturan con mohínes de humildad y carantoñas relajadas. Nuestros «místicos» se disfrazan de discípulos del desierto y sólo somos chamarileros codiciosos.

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Al eremus no se dirige nadie a encontrar la paz, ni mucho menos a relajarse. Se emprende el camino de Getsemaní.

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“Si quieres venir al santo recogimiento, no has de venir admitiendo sino negando” (San Juan de la Cruz).

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La santa simplicidad es una delicadeza de pedernal. No se concede el más mínimo gusto, porque se ha deshecho de todo disgusto. Acepta cualquier disgusto como un gusto inesperado. Lo acoge con hospitalidad y lo despide en paz.

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Dos tópicos como contemptus mundi y fuga saeculi son de tal sentido común que conviene alejarlos con jovialidad.

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domingo, 13 de febrero de 2022

En retiro


Memoria de S. Gilberto de Meaux, obispo

  

Paisaje con el Profeta Elías en el desierto
Abraham Bloemaert (h. 1610)

Llevo retirado un par de meses. Redacto enclaustrado mi Poética del monasterio. Descanso leyendo poemas de José Jiménez Lozano. Los ruidos del mundo empiezan a sonarme lejanos. Si los oigo retumbar, será porque sigo en él, me digo. Redoblo la atención al canto del autillo que guardo, bien adentro, en la oscuridad de la memoria. Tal vez encuentre su umbral.

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Medito si la Navidad pasada no renovó, con su mirra, el relente de la soledad sobre mi alma. En vísperas Esperanza Ruiz me envió un cuestionario de delicado acero. Aunque habría querido ser Zalacaín, el aventurero, ahora sé que mi vida se había decidido en un Claraval imaginario. ¿No debo ofrecer el incienso de mi silencio?

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Repiten mucho, como si fuera un gran descubrimiento, que no existe la meritocracia. Jamás ha existido y muchas generaciones lo hemos llevado con pesar y con educación, no con resignación. La gran solución actual resulta deprimente: como no existe, sigamos como hasta ahora; cambiemos solamente los criterios del enchufismo para que, con la excusa igualitaria, continúe beneficiando a quien, como siempre ha pasado y ya con toda naturalidad, sin hipocresías, se ha decidido que debe tocar.

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Me comenta el Decano, medio en broma, que ante las normativas de calidad académica me comporto como un japonés en huelga de celo. Pretendo aplicarlas a rajatabla, sin concesiones, con ferocidad, extremadas. Que su aplicación sea absurda es la única redención posible frente a la letra que mata. Atisba, ¿con acierto?, un fondo calvinista.

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He leído mucho, tal vez demasiadas páginas, acaso poco. Algunos libros me han deslumbrado. Contados son aquellos que me han situado fuera del tiempo. ¿Por qué recordaré ahora al adolescente David Copperfield y al joven Yevgraf Zhivago?

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En mi juventud naufragada andaba errante como el peregrino de Góngora, “entre espinas crepúsculos pisando”. Recibí entonces la única invitación digna de ser considerada. Al acabar una estancia en la clausura, el hospedero me sugirió delicadamente que pensase si no estaba hecho para aquella vida. Decliné instintivamente. Hoy sería monje jerónimo.

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Antes sólo había recibido órdenes de alistamiento eclesiales. Las desobedecí sistemáticamente. De hecho, nunca he dejado de desobedecerlas. Entre el monasterio y el mundo, media la distancia entre ser recibido como un huésped o ser tratado, por defecto, como un desertor. Siempre que me han señalado las habitaciones de la servidumbre, he aprovechado para salir por la puerta de servicio. Luz y aire. Como los héroes de la infancia de mi padre, puestos a enrolarme siempre he optado por la Legión Extranjera. Bajo nombre falso, por supuesto.

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Recopilar, redactar, pulir cada página de esa Poética está construyendo dentro de mí su monasterio. Estoy siendo escrito. ¿Qué poco debiera importar que se publique o no? Un monasterio no se levanta para ser visitado, sino para que, en lo más escondido de sus celdas, more la presencia de Quien está ausente.

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Caminos

 

Caminas por la nieve, andas.

Andas y andas, y el camino

no lleva a parte alguna. 

Vuelves atrás los ojos, tampoco

hay camino alguno. Solamente

ciertas escrituras cúficas de pájaros,

hechas a tus espaldas, y un blancor purísimo

a la luz de la luna. Pero no entiendes

esta escritura antigua de los pájaros.

 

(José Jiménez Lozano, Los retales del tiempo)

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