sábado, 20 de agosto de 2022

Mallarmé (y Mann) en blanco

 

Memoria de San Bernardo de Claraval, ab. y dr.




La chair est triste

et j’ai lu tous les livres.


Siempre que he oído o he visto citados estos dos versos de Mallarmé ha sido en reuniones mundanas, o en escrituras mundanas, alto standing. Siempre. Son dos versos para sacar de quicio a cualquiera, son pura mentira, ¿por qué iban a ser poesía?


(José Jiménez Lozano, La luz de una candela)

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Desde hace años, a mediados de agosto me empeño en acometer la lectura de una novela clásica de dimensiones físicas y morales capaces de desafiar mi resistencia sentimental. No me basta con ir leyéndolas, como quien pasa las páginas de una partitura; necesito sumergirme en ella, ser ejecutado por ella, no resistirme a leerla sin desmayo en el plazo más breve posible, con una disciplina espartana, como si ejercitara una ascesis lustral. En una semana o diez días envejezco años del espíritu.

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De Vida y destino de V. Grossman o de Los demonios de F. Dostoievski regresé transfigurado. De La conciencia de Zeno de I. Svevo, perplejo. De La gran trilogía de G. Von Rezzori, exhausto. Preciso que el uso de cada adjetivo carece de valor axiológico. Solamente pulsan, más que un estado de ánimo, una constelación de emociones. Sombrías o luminosas, no enseñan nada; se limitan a forjar a fuego secreto ciertas zonas inconscientes de la sensibilidad.

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Escribo estas líneas mientras hago una pausa en la lectura estival. Con distancia, con rigor, con una atención imposible de mantener, intento seguir los meandros de la biografía de Adrian Leverkühn. Para un lego musical todas las digresiones que el alquimista Thomas Mann despliega con una superioridad intelectual que no entiende de concesiones pueden llegar a resultar indignantes. También ello es una trampa de su genio narrativo. Como buen alemán, Mann ha aprendido que la misericordia de Dios ha dispuesto las llamas abrasadoras del infierno para calmar eternamente la gelidez satánica. En Doktor Faustus la cima de la lucidez narrativa de su autor refleja hasta los extremos más dolorosos la autoconciencia impotente de su narrador.

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Mientras escribo y leo, mientras leescribo no puedo dejar de escuchar una y otra vez la sonata 32 op. 111 de Beethoven que el profesor Kretzschmar sigue tartamudeando en los balbuceos literarios que el amante Serenus Zeitblom transcribe con una obsesiva exactitud demoníaca. Agitadas, las interpretaciones de Glenn Gould resaltan la urgencia de una forma musical que había alcanzado la plenitud en su aparente incompletitud. Kretzschmar destila las explicaciones de la falta de un tercer movimiento. Daniel Baremboim detiene, técnico, a sus oyentes en las tres notas de la arietta. Por eso, quizás mi hijo me recomienda que, a tientas, por mera confianza, me esfuerce con la precisa ansiedad de la versión de Igor Levit. “Se abandonan las apariencias del arte, el arte acaba siempre repudiando las apariencias del arte”, decía Zeitblom que sentenciaba Kretzschemar. Y, sin embargo, el silencio siempre se retrasa…

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Quién sabe, decía Kretzschmar, si el deseo profundo de la música es el de no ser oída, ni siquiera vista o tocada, sino percibida y contemplada, de ser ello posible, en un más allá de los sentidos y del alma misma”.

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Por asociación de ideas he vuelto a leer esa densa página y media del prólogo de Un golpe de dados. Creo que Mallarmé es un poeta mucho más radical e implacable que Rimbaud, y más agudo. Contiene en sí toda la Vanguardia, en su desesperación más auténtica y no por ello menos discutible. Mallarmé jamás abolirá el azar llevándolo hasta el extremo como la dodecafonía nunca proscribirá el contrapunto ni la armonía. Su poema se extiende como una partitura de silencios que se han convertido en pecios del ritmo: sus espacios en blanco: “yo no transgredo esta medida, sólo la disperso”.

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Blanchot, Barthes o Derrida, en sus momentos climáticos, no recitan sino notas a pie de página de Mallarmé.

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Jiménez Lozano repudió, con razón, las escrituras mundanas y sus mentiras. ¿Habría compadecido D. José a Mallarmé de haber visto que los poderes de alto standing se habían apropiado del lamento de su verso y de la aspiración frustrada, ante la brisa marina, de remontarse con el canto pareado de los marineros hasta el cielo de sus aves?

 

“¡Huir! ¡Muy lejos! ¡Siento la embriaguez de las aves

errando entre la espuma ignorada y los cielos!

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Sobre el papel vacío guardo su desértica blancura…

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