Memoria de San Bernardo de Claraval, ab.
y dr.
“La chair est triste
et j’ai lu tous les livres.
Siempre que he oído o he visto citados estos
dos versos de Mallarmé ha sido en reuniones mundanas, o en escrituras mundanas,
alto standing. Siempre. Son dos versos para sacar de quicio a
cualquiera, son pura mentira, ¿por qué iban a ser poesía?”
(José Jiménez Lozano, La luz de una candela)
***
Desde hace años, a mediados de agosto me
empeño en acometer la lectura de una novela clásica de dimensiones
físicas y morales capaces de desafiar mi resistencia sentimental. No me basta con
ir leyéndolas, como quien pasa las páginas de una partitura; necesito
sumergirme en ella, ser ejecutado por ella, no resistirme a leerla sin desmayo
en el plazo más breve posible, con una disciplina espartana, como si ejercitara
una ascesis lustral. En una semana o diez días envejezco años del espíritu.
***
De Vida y destino de V. Grossman o de Los
demonios de F. Dostoievski regresé transfigurado. De La conciencia de
Zeno de I. Svevo, perplejo. De La gran trilogía de G. Von Rezzori, exhausto.
Preciso que el uso de cada adjetivo carece de valor axiológico. Solamente
pulsan, más que un estado de ánimo, una constelación de emociones. Sombrías o
luminosas, no enseñan nada; se limitan a forjar a fuego secreto ciertas zonas
inconscientes de la sensibilidad.
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Escribo estas líneas mientras hago una pausa
en la lectura estival. Con distancia, con rigor, con una atención imposible de
mantener, intento seguir los meandros de la biografía de Adrian Leverkühn. Para
un lego musical todas las digresiones que el alquimista Thomas Mann despliega
con una superioridad intelectual que no entiende de concesiones pueden llegar a
resultar indignantes. También ello es una trampa de su genio narrativo. Como
buen alemán, Mann ha aprendido que la misericordia de Dios ha dispuesto las
llamas abrasadoras del infierno para calmar eternamente la gelidez satánica. En
Doktor Faustus la cima de la lucidez narrativa de su autor refleja hasta
los extremos más dolorosos la autoconciencia impotente de su narrador.
***
Mientras escribo y leo, mientras leescribo
no puedo dejar de escuchar una y otra vez la sonata 32 op. 111 de Beethoven que
el profesor Kretzschmar sigue tartamudeando en los balbuceos literarios que el
amante Serenus Zeitblom transcribe con una obsesiva exactitud demoníaca. Agitadas,
las interpretaciones de Glenn Gould resaltan la urgencia de una forma musical
que había alcanzado la plenitud en su aparente incompletitud. Kretzschmar destila
las explicaciones de la falta de un tercer movimiento. Daniel Baremboim detiene, técnico, a sus oyentes en las tres notas de la arietta. Por eso, quizás mi hijo me recomienda que, a tientas, por mera confianza, me esfuerce con la precisa ansiedad de la versión de Igor Levit. “Se abandonan las
apariencias del arte, el arte acaba siempre repudiando las apariencias del arte”, decía Zeitblom que sentenciaba Kretzschemar. Y, sin embargo, el silencio siempre se retrasa…
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“Quién sabe, decía Kretzschmar, si el deseo
profundo de la música es el de no ser oída, ni siquiera vista o tocada, sino
percibida y contemplada, de ser ello posible, en un más allá de los sentidos y
del alma misma”.
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Por asociación de ideas he vuelto a leer esa densa página y media del prólogo de
Un golpe de dados. Creo que Mallarmé es un poeta mucho más radical e
implacable que Rimbaud, y más agudo. Contiene en sí toda la Vanguardia, en su
desesperación más auténtica y no por ello menos discutible. Mallarmé jamás abolirá
el azar llevándolo hasta el extremo como la dodecafonía nunca proscribirá el
contrapunto ni la armonía. Su poema se extiende como una partitura de silencios
que se han convertido en pecios del ritmo: sus espacios en blanco: “yo no
transgredo esta medida, sólo la disperso”.
***
Blanchot, Barthes o Derrida, en sus momentos
climáticos, no recitan sino notas a pie de página de Mallarmé.
***
Jiménez Lozano repudió, con razón, las
escrituras mundanas y sus mentiras. ¿Habría compadecido D. José a Mallarmé de
haber visto que los poderes de alto standing se habían apropiado del
lamento de su verso y de la aspiración frustrada, ante la brisa marina, de
remontarse con el canto pareado de los marineros hasta el cielo de sus aves?
“¡Huir! ¡Muy lejos! ¡Siento la embriaguez de
las aves
errando entre la espuma ignorada y los cielos!”
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***
Sobre el papel vacío guardo su desértica
blancura…
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