miércoles, 19 de noviembre de 2025

Los domingos

 

En la memoria de Sta. Matilde de Hackeborn, vg.

 

Magdalena en el espejo
Georges La Tour (1635-1640)

Entre las primeras observaciones de mi pubertad recuerdo con nitidez la disminución año tras año de los "hermanos" que formaban la comunidad religiosa de mi colegio. En apenas una década quedó diezmada. El posconcilio no sólo supuso el abandono masivo de la vida religiosa y la secularización rampante de toda suerte de religiosos. En nombre de la discreción y la caridad se extendió un manto de silencio que ha llegado hasta hoy mismo. En nuestro país la vocación religiosa era también un medio de vida al que en no pocos casos no se podía ni se quería renunciar tras colgar los hábitos.

Recuerdo haberme encontrado con un profesor geniudo años después. Con cierta sorna, me confesó que de los ciento y pico profesores de mi etapa sólo dos no habían pisado jamás un noviciado. Desde entonces guardo un respetuoso escepticismo sobre los misticismos vocacionales. Veinte años de enseñanza como simple seglar en un seminario me han granjeado suficientes antipatías como para no haberlo visto confirmado demasiadas veces con dolor.

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Voy ya muy de vez en cuando a una sala de cine para ver algún estreno. Acudí con aprensión a una primera sesión de Los domingos, de Alauda Ruiz de Azúa. Enseguida caí en la cuenta de que el entusiasmo y las detracciones sobre la película se basan en un malentendido.

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Los domingos no gira en torno al tema de la vocación religiosa de una adolescente. Este simplemente es el motivo que desencadena la acción.

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Los domingos en realidad constituye un análisis psicológico, intimista y hasta compasivo, pero nada complaciente, del derrumbamiento de una familia – y de una familia que responde al modelo de una clase media "tradicional". El espectador asiste a este derrumbe moral y económico y sobre todo anímico envuelto en tonalidades metálicas y un ritmo sosegado de elipsis y sobreentendidos. Retrata una familia que ha perdido la confianza en sí misma y que trata de contener, con educación y dignidad, su inevitable disolución. Se debería salir de la película como de un naufragio.

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He visto, con la mía, pasar tres generaciones de jóvenes católicos desgañitándose cada una con eslóganes por sus Papas. Han creído que les estaba destinada alguna suerte, si no de restauración, sí de resurgimiento. Ninguna hemos sabido mirarnos con humildad. Veo a mi alrededor matrimonios de más de veinte años que hacen aguas. Aun perteneciendo a movimientos, buscan refugiarse en las nulidades para "rehacer" sus vidas, algunos incluso antes de la sentencia. También sacerdotes piadosísimos abandonan su ministerio al cabo de unos pocos años, casi con la fecha de boda apalabrada antes de obtener la dispensa. ¿Son capaces todos ellos de comprender el desánimo que provocan en sus hijos, en sus amigos, en sus fieles? Hemos interiorizado tanto que no hay que juzgar que asisten perplejos, más allá de las batallas afectivas encarnizadas que puedan sostener, al sentimiento de indiferencia que los rodea y del que sólo queda la recolocación laboral y sentimental.

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No acabo de comprender los análisis sobre las relaciones intrafamiliares de los personajes del drama que refleja Los domingos. Ainara, la joven protagonista que está acabando el último curso de un colegio de monjas bien, se plantea una sincera vocación religiosa. Se la plantea con todo el peso emocional que lleva a cuestas. El padre, viudo, levemente ausente, intenta reconstruir su vida con un nuevo amor con el que es evidente que la hija, que debe hacerse cargo de sus hermanas pequeñas, no tiene la más mínima confianza. La tía, una personalidad dominante, inflige heridas a los seres que quiere para poder culparles de su insatisfacción vital: a un hermano ante el que se siente preterida; a un marido atento sin la energía para asentarse profesionalmente; a una sobrina que se le escapa de entre las manos.

Ninguno es mala persona ni desea el mal a ningún otro. Hay un afecto sincero y tierno entre ellos, muy callado, pero, hasta cuando se dicen las verdades, se observa el poso de miserias y egoísmos y las heridas que arrastran. El padre respeta la decisión de la hija, pero ambos saben que es una buena solución para él, tanto afectiva como económica. El uso que la nueva novia y la tía hacen de la dubitante intimidad de Ainara refuerza no la serenidad que se ha querido detectar en su mirada sino la bella indiferencia de un histerismo completamente normal a su edad y en absoluto patológico. El convento no es una huida, sino un refugio emocional que requiere la fuerza de renunciar a todas las comodidades de su entorno. Una de las monjas le llega a comentar que Jesucristo es “como un marido más”. En una escena se ve a Ainara salir para Maitines y quedarse a distancia de un Sagrado Corazón desenfocado al fondo: “Venid a Mí todos los que estáis cansados y humillados”. Ella se gira y se dirige al coro. La Madre Isabel es la presencia materna que falta y que le falta.

El contraste entre las actitudes finales de las dos protagonistas, con esa puerta que se cierra tras Ainara en la clausura y la duda de la tía que la ha desheredado de si cruzar la calle al encuentro de su marido y su hijo, no refleja ni desesperación ni desconsuelo, ni juicio alguno sobre sus protagonistas. Simplemente asume la extinción de una seguridad familiar y la posibilidad incierta y precaria de sobrevivir afectivamente. La directora se inclina con un breve trazo por la opción de la tía Maite. Es la suya una película definitivamente poscristiana.

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Tras muchos años de búsqueda he encontrado una paz cierta en el claustro imaginario de mi escritura. ¿Acaso una fantasía o una fuga? En él no deja de agitarse el fragor del corazón que sigue estallando contra sus farallones. Jiménez Lozano dejó dicho que los monjes huían del mundo y a la vez curaban todos los desastres provocados por los grandes señores. No pocos de los primeros cistercienses que siguieron a Bernardo de Claraval habían ejercido el oficio de la guerra. No se retiraron a descansar. Combatían otra lucha: la de la caridad. Como el cura rural de Bernanos, quizás la prueba más exigente de la vocación consista en llegar a amarse a sí mismo como el último miembro doliente de Jesucristo.

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