En la memoria de Sta. Matilde de Hackeborn, vg.
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| Magdalena en el espejo Georges La Tour (1635-1640) |
Entre las primeras observaciones
de mi pubertad recuerdo con nitidez la disminución año tras año de los
"hermanos" que formaban la comunidad religiosa de mi colegio. En
apenas una década quedó diezmada. El posconcilio no sólo supuso el abandono
masivo de la vida religiosa y la secularización rampante de toda suerte de religiosos.
En nombre de la discreción y la caridad se extendió un manto de silencio que ha
llegado hasta hoy mismo. En nuestro país la vocación religiosa era también un
medio de vida al que en no pocos casos no se podía ni se quería renunciar
tras colgar los hábitos.
Recuerdo haberme encontrado con un
profesor geniudo años después. Con cierta sorna, me confesó que de los ciento y
pico profesores de mi etapa sólo dos no habían pisado jamás un noviciado. Desde
entonces guardo un respetuoso escepticismo sobre los misticismos vocacionales. Veinte años de enseñanza como simple seglar en un seminario me han granjeado
suficientes antipatías como para no haberlo visto confirmado demasiadas veces con dolor.
***
Voy ya muy de vez en cuando a una
sala de cine para ver algún estreno. Acudí con aprensión a una primera sesión de Los domingos, de
Alauda Ruiz de Azúa. Enseguida caí en la cuenta de que el entusiasmo y las detracciones
sobre la película se basan en un malentendido.
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Los domingos no gira en torno al tema de la vocación religiosa de una
adolescente. Este simplemente es el motivo que desencadena la acción.
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Los domingos en realidad constituye un análisis psicológico, intimista y
hasta compasivo, pero nada complaciente, del derrumbamiento de una familia – y
de una familia que responde al modelo de una clase media
"tradicional". El espectador asiste a este derrumbe moral y económico
y sobre todo anímico envuelto en tonalidades metálicas y un ritmo sosegado de
elipsis y sobreentendidos. Retrata una familia que ha perdido la confianza en
sí misma y que trata de contener, con educación y dignidad, su inevitable disolución.
Se debería salir de la película como de un naufragio.
***
He visto, con la mía, pasar tres
generaciones de jóvenes católicos desgañitándose cada una con eslóganes por sus
Papas. Han creído que les estaba destinada alguna suerte, si no de
restauración, sí de resurgimiento. Ninguna hemos sabido mirarnos con humildad.
Veo a mi alrededor matrimonios de más de veinte años que hacen aguas. Aun
perteneciendo a movimientos, buscan refugiarse en las nulidades para
"rehacer" sus vidas, algunos incluso antes de la sentencia. También
sacerdotes piadosísimos abandonan su ministerio al cabo de unos pocos años,
casi con la fecha de boda apalabrada antes de obtener la dispensa. ¿Son capaces
todos ellos de comprender el desánimo que provocan en sus hijos, en sus amigos,
en sus fieles? Hemos interiorizado tanto que no hay que juzgar que asisten
perplejos, más allá de las batallas afectivas encarnizadas que puedan sostener,
al sentimiento de indiferencia que los rodea y del que sólo queda la
recolocación laboral y sentimental.
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No acabo de comprender los análisis
sobre las relaciones intrafamiliares de los personajes del drama que refleja Los
domingos. Ainara, la joven protagonista que está acabando el último curso
de un colegio de monjas bien, se plantea una sincera vocación religiosa. Se la
plantea con todo el peso emocional que lleva a cuestas. El padre, viudo,
levemente ausente, intenta reconstruir su vida con un nuevo amor con el que es
evidente que la hija, que debe hacerse cargo de sus hermanas pequeñas, no tiene
la más mínima confianza. La tía, una personalidad dominante, inflige heridas a
los seres que quiere para poder culparles de su insatisfacción vital: a un
hermano ante el que se siente preterida; a un marido atento sin la energía para
asentarse profesionalmente; a una sobrina que se le escapa de entre las manos.
Ninguno es mala persona ni desea
el mal a ningún otro. Hay un afecto sincero y tierno entre ellos,
muy callado, pero, hasta cuando se dicen las verdades, se observa el poso de
miserias y egoísmos y las heridas que arrastran. El padre respeta la decisión
de la hija, pero ambos saben que es una buena solución para él, tanto afectiva
como económica. El uso que la nueva novia y la tía hacen de la dubitante
intimidad de Ainara refuerza no la serenidad que se ha querido detectar en su
mirada sino la bella indiferencia de un histerismo completamente normal a
su edad y en absoluto patológico. El convento no es una huida, sino un refugio
emocional que requiere la fuerza de renunciar a todas las comodidades de su
entorno. Una de las monjas le llega a comentar que Jesucristo es “como un
marido más”. En una escena se ve a Ainara salir para Maitines y quedarse a
distancia de un Sagrado Corazón desenfocado al fondo: “Venid a Mí todos los que
estáis cansados y humillados”. Ella se gira y se dirige al coro. La Madre
Isabel es la presencia materna que falta y que le falta.
El contraste entre las actitudes
finales de las dos protagonistas, con esa puerta que se cierra tras Ainara en
la clausura y la duda de la tía que la ha desheredado de si cruzar la calle al
encuentro de su marido y su hijo, no refleja ni desesperación ni desconsuelo,
ni juicio alguno sobre sus protagonistas. Simplemente asume la extinción de una
seguridad familiar y la posibilidad incierta y precaria de sobrevivir
afectivamente. La directora se inclina con un breve trazo por la opción de la
tía Maite. Es la suya una película definitivamente poscristiana.
***
Tras
muchos años de búsqueda he encontrado una paz cierta en el claustro imaginario
de mi escritura. ¿Acaso una fantasía o una fuga? En él no deja de agitarse el
fragor del corazón que sigue estallando contra sus farallones. Jiménez Lozano
dejó dicho que los monjes huían del mundo y a la vez curaban todos los
desastres provocados por los grandes señores. No pocos de los primeros
cistercienses que siguieron a Bernardo de Claraval habían ejercido el oficio de
la guerra. No se retiraron a descansar. Combatían otra lucha: la de la caridad.
Como el cura rural de Bernanos, quizás la prueba más exigente de la vocación
consista en llegar a amarse a sí mismo como el último miembro doliente de Jesucristo.
***

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