Memoria de S. Alberto Magno, ob. y dr.
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| Cristo crucificado, Alejo de Vahía (finales del siglo XV, Museu Marès) |
Entre los tópicos
que han contribuido a precipitar el caos educativo de Occidente, sobresale
aquel que sentenciaba el fin del estudio de las lenguas clásicas: “Son lenguas muertas”.
Ante tal enormidad, atea en su sentido más pavoroso, cualquier argumento
sensato choca como una barquichuela contra la escollera de una rada anodina.
Salta hecho astillas.
***
En mi adolescencia estudié
latín con pasión. Desafiante y humilde, en todo lo escrito he buscado rendir
testimonio de que aquella lengua que a tantos parecía muerta es un cuerpo
glorioso que transfigura la sintaxis de quienes vendimos (casi) todo para
acercarnos con reverencia hasta ella.
***
Hace unos meses, a
través de Daniel Capó, Carlos Ezcurra me hizo una propuesta. Estaba
enfrascándose en la traducción de Healing
wounds de Mons. Erik Varden que acaba de salir publicada como Heridas que sanan en Ediciones Encuentro. Se trata de una meditación ensayística que toma pie en el poema “A los miembros
de Nuestro Señor Jesucristo” del abad cisterciense Arnulfo de Lovaina
(1200-1250). De este no existía una traducción completa al castellano y Carlos prefería
que alguien le ayudase. Dom Erik le había sugerido mi nombre. Quedé sorprendido,
mientras pensaba: “¿Cómo digo: “¡No!?”. Cerré los ojos y miré adentro. Lejana
se recortaba una figura con hábito blanco que, de pie y quieta, parecía
observarme fijamente. Acepté el encargo.
***
Traducía a la vez
que leía. Con mi letra pequeña y nerviosa, emborronaba a lápiz hojas plegadas como
cuartillas. Decidí evitar que la versión de cada parte excediese la extensión
de un folio así doblado. Tachaba, sobrescribía, giraba el papel en horizontal
si fuera necesario. Al acabar la primera parte, a los pies de Nuestro Señor,
puse mi tarea bajo la evaluación de Carlos. Su entusiasmo me determinó a no abandonar
esa especie de trance métrico que, habiéndose apoderado de mí, empezaba a
absorberme. En apenas diez días terminé una primera versión de los trescientos
setenta versos del poema del abad Arnulfo.
***
Al leer la exquisita
versión inglesa de Dom Erik, me había asaltado un temor. Su prosodia se había
adaptado de una manera genuina al ritmo de su ensayo. Su prosa glosaba el poema
y el poema versificaba su comentario. Le infundía un lirismo que devolvía
depurada su contemplación. Dom Erik aprendía de Dom Arnulfo, cuya lección – su lectio
– volvía a vibrar en la voz de aquel. ¿Pero qué podía yo? No soy monje, no
soy lego, ni mucho menos poeta; en realidad no soy ni siquiera nada, a lo sumo nonada.
¿Acaso no traicionaría “mi” verso, simultáneamente, la mirada de fray Arnulfo y
la meditación de fray Erik? ¿No se convertiría también en un engrudo
superpuesto a la traducción de Ezcurra? Doble traición: traidor del traductor. Volví
a mirar adentro. El paisaje flamenco se había fundido en una interminable llanura
castellana. La figura de hábito blanco extendía a mi lado su mano sobre él, con
una señal de asentimiento.
***
En la versión de Dom
Erik resuena la seriedad barroca del ciclo de cantatas de Dietrich Buxtehude. A
través de ellas en su imagen del Crucificado se atisba el hechizo bizantino del
último tramo del siglo XIV. ¿Cómo mantenerse obediente en la libertad a
tan singular enfoque? Fiado en aquel gesto de mi acompañante, buceé en mi
memoria. De ella fue emergiendo el ritmo de los Cancioneros castellanos del
siglo XV que había fatigado en mis estudios universitarios hace más de treinta
años. Como entonces, Alejo de Vahía volvía a tallar los rasgos de mi Cristo,
arrancado de su Cruz y también escatológico.
***
Detalles de
la vida de Arnulfo de Lovaina caben apenas en un par de líneas. Abad de
Villers-le-Ville durante una década, renunció aproximadamente un año antes de
morir. En ese breve lapso escribió su Rythmica oratio ad unum quodlibet
membrorum Christi patientis et a cruce pendentis. En el manuscrito más
antiguo conservado (1320) se le atribuye la composición del poema. No obstante,
desde finales de ese siglo se propuso la autoría de san Bernardo de Claraval,
triunfante hasta mediados del siglo XIX. Aunque pueda resultar paradójico, a
Dom Arnulfo le habría parecido un elogio. Su vena poética consistió en la tarea
orante de un retórico dispuesto a llegar al extremo de su vocación monacal.
***
En mi traducción he
querido practicar también hasta el fondo mi oficio retórico de lector. Como Don
Arnulfo, al ir retejiendo sus versos percutían intuiciones que habrían
sedimentado nuestro concepto de la poesía. Repito: no el de poetas, sino el de orantes
de la poesía. Entrechocaban en mi memoria la agilidad de los versos de Juan del
Encina y la sobriedad de los de Jorge Montemayor, y la serenidad de ambos con
la inquietud desengañada de la poesía religiosa de Lope de Vega y la pléyade de
poetas menores del siglo XVII. Bajo la lección métrica de José Jiménez Lozano,
la férrea armonía del poema de Arnulfo me ha obligado a componer unas
quintillas asonantes que hibriden los heptasílabos y los eneasílabos según unos
esquemas conceptuales y rítmicos lo más uniformes posibles. Una traducción
menor de un poema acaso menor sólo puede anhelar cumplir su más alta misión:
alcanzar la emoción de una inteligencia espiritual que entrega a su lector la
contemplación del Hombre Dios olvidado en la Cruz.
***
George Steiner ha
glosado en diversas ocasiones una tesis de Walter Benjamin. La traducción de un
poema debería esforzarse por crearlo de nuevo a la luz del lenguaje más
prístino del que serían sendos reflejos. A buen seguro la mía del poema de Dom
Arnulfo podría llegar a resultar extraña al oído. Quizás sea esa extrañeza el
signo de su verdad más escondida. En ella la voz de un abad ignorado del siglo
XIII silbará en la de un crítico literario del siglo XXI. Puestos en paralelo
el original y su versión, tal vez se advierta que responden a un canto llano
alterno. Bajo el tiempo y el espacio, querrían alzar juntas una súplica de
alabanza que trace, con el incienso de unos mismos versos, el contorno de las
heridas de Nuestro Señor. Con ellos, tan monástico, ojalá el ensayo de Erik
Varden ayude a sanar las de sus lectores españoles.
***

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