sábado, 15 de noviembre de 2025

Con Arnulfo de Lovaina

 

Memoria de S. Alberto Magno, ob. y dr.


Cristo crucificado,
Alejo de Vahía
(finales del siglo XV, Museu Marès)


Entre los tópicos que han contribuido a precipitar el caos educativo de Occidente, sobresale aquel que sentenciaba el fin del estudio de las lenguas clásicas: “Son lenguas muertas”. Ante tal enormidad, atea en su sentido más pavoroso, cualquier argumento sensato choca como una barquichuela contra la escollera de una rada anodina. Salta hecho astillas.

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En mi adolescencia estudié latín con pasión. Desafiante y humilde, en todo lo escrito he buscado rendir testimonio de que aquella lengua que a tantos parecía muerta es un cuerpo glorioso que transfigura la sintaxis de quienes vendimos (casi) todo para acercarnos con reverencia hasta ella.

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Hace unos meses, a través de Daniel Capó, Carlos Ezcurra me hizo una propuesta. Estaba enfrascándose en la traducción de Healing wounds de Mons. Erik Varden que acaba de salir publicada como Heridas que sanan en Ediciones Encuentro. Se trata de una meditación ensayística que toma pie en el poema “A los miembros de Nuestro Señor Jesucristo” del abad cisterciense Arnulfo de Lovaina (1200-1250). De este no existía una traducción completa al castellano y Carlos prefería que alguien le ayudase. Dom Erik le había sugerido mi nombre. Quedé sorprendido, mientras pensaba: “¿Cómo digo: “¡No!?”. Cerré los ojos y miré adentro. Lejana se recortaba una figura con hábito blanco que, de pie y quieta, parecía observarme fijamente. Acepté el encargo.

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Traducía a la vez que leía. Con mi letra pequeña y nerviosa, emborronaba a lápiz hojas plegadas como cuartillas. Decidí evitar que la versión de cada parte excediese la extensión de un folio así doblado. Tachaba, sobrescribía, giraba el papel en horizontal si fuera necesario. Al acabar la primera parte, a los pies de Nuestro Señor, puse mi tarea bajo la evaluación de Carlos. Su entusiasmo me determinó a no abandonar esa especie de trance métrico que, habiéndose apoderado de mí, empezaba a absorberme. En apenas diez días terminé una primera versión de los trescientos setenta versos del poema del abad Arnulfo.

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Al leer la exquisita versión inglesa de Dom Erik, me había asaltado un temor. Su prosodia se había adaptado de una manera genuina al ritmo de su ensayo. Su prosa glosaba el poema y el poema versificaba su comentario. Le infundía un lirismo que devolvía depurada su contemplación. Dom Erik aprendía de Dom Arnulfo, cuya lección – su lectio – volvía a vibrar en la voz de aquel. ¿Pero qué podía yo? No soy monje, no soy lego, ni mucho menos poeta; en realidad no soy ni siquiera nada, a lo sumo nonada. ¿Acaso no traicionaría “mi” verso, simultáneamente, la mirada de fray Arnulfo y la meditación de fray Erik? ¿No se convertiría también en un engrudo superpuesto a la traducción de Ezcurra? Doble traición: traidor del traductor. Volví a mirar adentro. El paisaje flamenco se había fundido en una interminable llanura castellana. La figura de hábito blanco extendía a mi lado su mano sobre él, con una señal de asentimiento.

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En la versión de Dom Erik resuena la seriedad barroca del ciclo de cantatas de Dietrich Buxtehude. A través de ellas en su imagen del Crucificado se atisba el hechizo bizantino del último tramo del siglo XIV. ¿Cómo mantenerse obediente en la libertad a tan singular enfoque? Fiado en aquel gesto de mi acompañante, buceé en mi memoria. De ella fue emergiendo el ritmo de los Cancioneros castellanos del siglo XV que había fatigado en mis estudios universitarios hace más de treinta años. Como entonces, Alejo de Vahía volvía a tallar los rasgos de mi Cristo, arrancado de su Cruz y también escatológico.

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Detalles de la vida de Arnulfo de Lovaina caben apenas en un par de líneas. Abad de Villers-le-Ville durante una década, renunció aproximadamente un año antes de morir. En ese breve lapso escribió su Rythmica oratio ad unum quodlibet membrorum Christi patientis et a cruce pendentis. En el manuscrito más antiguo conservado (1320) se le atribuye la composición del poema. No obstante, desde finales de ese siglo se propuso la autoría de san Bernardo de Claraval, triunfante hasta mediados del siglo XIX. Aunque pueda resultar paradójico, a Dom Arnulfo le habría parecido un elogio. Su vena poética consistió en la tarea orante de un retórico dispuesto a llegar al extremo de su vocación monacal. 

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En mi traducción he querido practicar también hasta el fondo mi oficio retórico de lector. Como Don Arnulfo, al ir retejiendo sus versos percutían intuiciones que habrían sedimentado nuestro concepto de la poesía. Repito: no el de poetas, sino el de orantes de la poesía. Entrechocaban en mi memoria la agilidad de los versos de Juan del Encina y la sobriedad de los de Jorge Montemayor, y la serenidad de ambos con la inquietud desengañada de la poesía religiosa de Lope de Vega y la pléyade de poetas menores del siglo XVII. Bajo la lección métrica de José Jiménez Lozano, la férrea armonía del poema de Arnulfo me ha obligado a componer unas quintillas asonantes que hibriden los heptasílabos y los eneasílabos según unos esquemas conceptuales y rítmicos lo más uniformes posibles. Una traducción menor de un poema acaso menor sólo puede anhelar cumplir su más alta misión: alcanzar la emoción de una inteligencia espiritual que entrega a su lector la contemplación del Hombre Dios olvidado en la Cruz.

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George Steiner ha glosado en diversas ocasiones una tesis de Walter Benjamin. La traducción de un poema debería esforzarse por crearlo de nuevo a la luz del lenguaje más prístino del que serían sendos reflejos. A buen seguro la mía del poema de Dom Arnulfo podría llegar a resultar extraña al oído. Quizás sea esa extrañeza el signo de su verdad más escondida. En ella la voz de un abad ignorado del siglo XIII silbará en la de un crítico literario del siglo XXI. Puestos en paralelo el original y su versión, tal vez se advierta que responden a un canto llano alterno. Bajo el tiempo y el espacio, querrían alzar juntas una súplica de alabanza que trace, con el incienso de unos mismos versos, el contorno de las heridas de Nuestro Señor. Con ellos, tan monástico, ojalá el ensayo de Erik Varden ayude a sanar las de sus lectores españoles.

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