Memoria de S.
Vicente de Paúl, cfr.
Reflexionaba un par
de meses sobre atrás sobre la necesidad de una educación sentimental como la
base más segura para afrontar las singladuras de un matrimonio cristiano. En
alguna ocasión he reído con Aurora Pimentel parodiando a esos columnistas
españoles que rememoran sus ligues como si fueran adolescentes desengañados de
hace treinta o cuarenta años. La fase de llorar ante mamá porque Enriqueta no
me quiere y sale con otro debería haberse curado cuando ella te ponía un tazón
de caldo mientras añadía que te sorbieses los mocos, porque ya llegará alguna
que te quiera. O cuando le decía a Enriqueta la suya que Filomeno no te merece
y que venga, sécate esas lágrimas y ayúdame a hacer las lentejas. Cuando los
años pasan, las situaciones pueden llegar a ser trágicas, sobre todo si no se
ha aprendido de las escenas más cómicas – y dramáticas – de la pubertad.
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No creo que la
experiencia de ninguna generación, ni siquiera la propia, pueda enseñar nada si
quienes la reciben no descubren, por debajo de toda la ganga circunstancial de cada
época, las tendencias fundamentales de nuestros deseos que nos hacen estrictamente
contemporáneos, por encima de cualquier prejuicio presentista, los unos de los
otros.
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De los años 70
recuerdo dos canciones que forman parte de mi tejido emocional. Aunque deseara deshacerme
de su melodía, late en mi pulso, sobre todo cuando se dispara. Por ello, las
oigo de tanto en tanto, para tener bien presente de dónde vengo sin que puedan
atraparme de nuevo. Una es The way we were (1973) de Barbra
Streissand. Hace unos
años vi la película, que apenas recordaba. Me sorprendió lo que me dolía la
serena mirada desolada de Robert Redford en el reencuentro final. “Memories, may be beautiful and yet. / What`s too painful to remember, We
simply choose to forget”.
La otra canción, que
me enerva y me hechiza, es también otoñal. September morn (1979) de Neil
Diamond trata de un par de cuarentones que se reencuentran media vida después. Entre
sonrisas me confirma que no es posible recuperar la juventud y, entre lágrimas,
que no es conveniente llorarla. Cuando me reencontré por azar con un viejo amor
de juventud al que jamás me declaré, sólo pude contarle cómo media vida atrás bañaba
un sol tardío decembrino su pelo azabache y qué enamorado me sentí entonces, como
si la desdicha no pudiese alcanzar ese instante de plenitud. Me despedí de ella temiendo haber incurrido en “Two lovers playing scenes
/ From some romantic play / September morning / Still can make me feel that way”.
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De los años 40
también llevo grabadas dos escenas en mi paisaje sentimental. Una de Casablanca
(1942) y otra de El bazar de las sorpresas (1940). En la primera Humphrey
Bogart-Rick, con su gabardina y su sombrero empapados, está petrificado en el
andén de la Gare du Nord esperando, mientras Dooley Wilson-Sam le arrastra del
brazo, como la madre del primer párrafo, “Vámonos, Sr. Richard”. Esa carta de despedida estrujada que Rick arroja era su corazón que regresa
de la mano de la Bergman a su bar en medio de la nada.
Sin embargo, con los
años debe darse paso a una sabiduría cómica. La escena final de la
película de Lubitsch es un ejemplo máximo de seducción delicada y frenética.
James Stewart-Kralik acaba estrechando entre sus brazos a Margaret
Sullavan-Clara Novak y le pide que vaya al apartado de correos, abra el buzón,
lo tome entre sus manos, lo abra y lea su corazón. No cejé de buscar la
sorpresa derretida en la mirada de ella hasta que lo encontré en mi donna
tolosana.
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Escribo esta entrada
mientras escucho en casa de mis padres tangos de Libertad Lamarque. Cada vez
que vengo a Madrid me asaltan tantos recuerdos en cada esquina donde ya nada queda
igual que prefiero perderme anónimo entre ellos. Suena ahora Sombras y nada
más. Me he estremecido con su inicio: “Quisiera abrir lentamente mis venas /
mi sangre toda verterla a tus pies / para poder demostrar que más no puedo amar
/ y entonces morir después”. Aquel era uno de esos sueños recurrentes de mis
quince, dieciséis años, porque entonces es la vida lo que un adolescente ama a
borbotones, sin entender nada. Me sumergía lentamente en un océano nítido, en
este mismo lugar donde ahora me siento, notando cómo me desangraba mientras contemplaba
el rostro de mi Enriqueta. Puede que creyese estar “viviendo el paisaje / más
horrendo de este drama sin final”, pero lo cierto es que me estaba formando una
sensibilidad hermética que mi atracción por el surrealismo y el psicoanálisis
no ha logrado agotar. Me ha ayudado a entender mis miedos y a no temer, aunque puedan
abrumarme, los miedos de quienes quiero. “Sombras nada más acariciando mis
manos / Sombras nada más en el temblor de mi voz”.
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