miércoles, 16 de julio de 2025

Educación sentimental

 

Solemnidad de la Virgen del Carmen

 

El matrimonio Arnolfini,
Jan Van Eyck (1414)


Hace unos días Beatriz Castellanos publicaba un tuit en X en que se mostraba un poco molesta por ciertos discursos de matrimonios católicos en libros, conferencias y/o charlas que presentaban al hombre como un macho en perpetuo celo y a la mujer como alguien que “sólo quisiera mimitos”. No pude por menos que responder que, dígase lo que quiera y por más que se hayan tuneado ideas de aquí y de allí, la educación sentimental del catolicismo patrio conserva una ranciedumbre impermeable que se multiplica, de un modo lindante con la parodia, por el emotivismo incluso de mi generación. Aunque sé que me meto en un jardín hermosísimo y lleno de ortigas, me atreveré a dar algunas razones personales de mi escepticismo sobre la formación “matrimonial”. Cuando se llega a una determinada edad, se han cribado las ilusiones para que solamente llegue a caldear el corazón la esperanza contra toda apariencia.  

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He mencionado a propósito el término educación sentimental. En nuestro país el matrimonio sigue siendo una cuestión de genitalidad burda, bien envuelta en lazos de color pastel. Los cursillos prematrimoniales son un ridículo requisito que acaba en tanganas de patio de colegio: que si el preservativo, que si las relaciones prematrimoniales, que si los métodos naturales, que si la indisolubilidad y la sacrosanta nulidad… Nos escandalizamos de la educación sexual de las escuelas, pero son el reverso justo de ese legalismo de normas y excepciones en que nos movemos como lagartijas a la búsqueda del recoveco más soleado. Desconocemos el libertinaje, porque el Estado, en lugar de la Iglesia, se ha erigido en el dispensador de todo lo que podemos hacer y/o pensar. En lugar de esos rancios folletos prostibularios que hacen equivaler la sexualidad a fantasías y combinatorias de todo tipo, inspiradas en ediciones de viejo del Kamasutra, más valdría leer a Sade o a Lautreamont. Siempre he dicho que todas las perversiones posibles asaltaron la imaginación de Adán y Eva la primera noche fuera del Paraíso.

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En primer lugar, convendría rebajar las expectativas sobre la sexualidad. Nuestra capacidad de fabular supera de modo espectacular las variables que la realidad ofrece. Los infinitos matices que parecen descubrir la entrada a un mundo multicolor no son sino la expresión de una fantasía desesperada. En estricto paralelismo con Los 120 días de Sodoma, recuerdo la decepción del protagonista de El jardín de los frailes de Manuel Azaña cuando, con sus compañeros, quisieron comprobar la verdad del dístico: “Si quieres saber más que el demonio, / consulta Sánchez, De matrimonio”. Se refería a un tomazo de un jesuita canonista del siglo XVII que explicaba con todo lujo de detalles casuísticos, aburridos hasta la desesperación, las exploraciones legítimas o no de los tres agujeros fundamentales del cuerpo humano.

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En segundo lugar, cabe tener el coraje de admitir que el matrimonio canónico, en términos estrictamente de justicia eclesiástica, está menos protegido que el matrimonio civil. Por eso, jugamos a que lo importante de un matrimonio es aprender a convivir poniendo ejemplos tan lamentables como la manera de cortar el queso, si bajamos o no la tapa del wáter o, en las versiones más concienciadas, si es paritaria la distribución de cargas domésticas. Resulta esperpéntico asistir a bodas en que se observa matrimonios jóvenes con un cochecito de bebé que el hombre perfectamente trajeado empuja, obedeciendo mecánicamente las instrucciones de la mujer: que coja al bebé, que se lo pase para darle el pecho, que lo pasee o que lo saque medio amordazado de la iglesia. Luego hay que aguantar que la nulidad es necesaria y debe ser rápida porque asegura rehacer la vida en consonancia con la Santa Madre Iglesia, eso sí después de haber dejada tirada a tu familia, con la excusa de la parte débil. ¡Corcho! Sepárate, amancébate o no y carga sobre tu conciencia el haber abandonado a tu familia, pero no obligues a tus hijos a pensar que son el fruto de una dramática, cuando no irresponsable, confusión. A la víctima, ¿quién la puede condenar? En un sentido natural, más allá de la estricta restricción de Jesús, el divorcio es más limpio que una nulidad empleada como su eufemismo. Ya está bien de haber tenido que aguantar durante años la canción Pablo Milanés “Yo sólo te pido una estrella azul”, en la que berreaba que “no necesito papeles para amar”, para que, al cabo de apenas veinte años, nuestras sociedades se indignen campanudas de que “si no tengo papeles no me dejan amar”.

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Consecuencia de todo ello, como pendulazo, hay la tendencia a convertir la indisolubilidad en una mística quevedesca, como si equivaliese al amor más allá de la muerte. El matrimonio es una institución natural, que emerge de la Creación misma, pero que, como toda ella, está sometida a la Caída. Por eso, en la ceremonia de la Iglesia ortodoxa se corona a los novios, no para reconocerles por anticipado la santidad de su estado, sino para recordarles que se entregan al “martirio”: al testimonio de un amor hasta el límite.

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He aquí el que quisiera que fuera el argumento central de mi polémica contra ese autoritarismo que, bajo la máscara del emotivismo, sigue condicionando, por no decir lastrando, nuestra educación sentimental. Sólo se alcanzará ésta si aprendemos a articular nuestro deseo. El deseo no debe confundirse con la libido, ni reducirse al acompasamiento de ritmos biológicos. El deseo es tanto una erótica como un anhelo de comunión. El deseo funda una intimidad que no se limita a las llamadas relaciones conyugales. El deseo se esfuerza por dotar de palabra a lo que es impronunciable. El deseo es pobreza y riqueza, sí, pero, más allá de la pulsión de engendrar en la belleza, es sobre todo una herida, una herida ante cuyos bordes cada uno de nosotros estamos a punto de perder el conocimiento. Ese deseo, ante cuyo umbral nadie tiene derecho a asomarse y que es un don ante el que hasta la persona amada pierde el equilibrio, se forma con el respeto y la distancia, sin juzgar y sin imponerse. Ese deseo sólo puede ser cuidado o, cuando menos, contenido. Ese deseo resiste cuando, en el matrimonio, el cónyuge exclama: “¡No puedo más!”. Es capaz de ver una chispa de amor capaz de incendiar la vida entera. Ese deseo no se pone a prueba, sino que manifiesta su fuerza cuando siente decirse: “¡No me he casado para esto!”. Ni para esto ni a pesar de esto. Más allá de esto. Ese deseo sobrepasa el perdón que a veces es imposible de dar para evitar que arrase con todo y con todos. Cuando ese deseo se seca o lo salan, no hay marcha atrás. Cualquier solución legal o moral, civil y canónica, quedan como herramientas inútiles e imprescindibles, completamente ajenas a un vacío que sólo el rencor o el olvido, el odio o la indiferencia se encargan de engañar. Articular el deseo pone a prueba la madurez de la persona y le hace empezar a asumir la más difícil tarea: aceptar, con la finitud, el sentido mismo de la muerte no como un fin sino como una transfiguración d nuestra existencia entera

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Articular el deseo no es sólo compartir una vida, sino, en términos cristianos, asociarse en el cenáculo del matrimonio al misterio de la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Jesucristo.

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