Memoria de San Bernardo, abad
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Grande Chartreuse |
Desde hace unos
meses algunos amigos me han estado preguntando en qué libro andaría ahora embarcado.
Acostumbraba a responderles que, tras un lustro muy intenso, prefería descansar, sin
planes, limitándome a cumplir con mis obligaciones académicas.
Evidentemente me han rondado ocurrencias, pero las intentaba mantener a raya. Mis
interlocutores desistían entonces de su interés, como si desconfiase de ellos con evasivas.
***
Tras publicar Poética
del monasterio, al que considero mi libro más personal y acabado, sentí que
había cerrado una larga etapa. Antiposmodernos españoles constituía, en
el mejor sentido, un volumen de circunstancias; Qohélet / Lector, un
epítome de mis inquietudes teóricas y espirituales. Ambos por separado representan sendas vías de mi trayectoria intelectual. Uno invitaba a emprender el proyecto de una historia
de la poesía anti(pos)moderna en la literatura española del siglo XX. El otro parecía
limitarse a seguir girando sobre el universo moral y cultural de una poética monástica.
Aun exhausto, tal vez era hora de retomar la estricta
tarea filológica.
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Entretanto, en una
peregrinación organizada para recorrer los principales lugares del itinerario
vital de S. Juan B. de La Salle, costó un gran esfuerzo que el autobús, entre
rutas cortadas, pudiese alcanzar la Gran Cartuja. Allí había pasado unos días
La Salle durante el vértice de una crisis existencial que le había empujado a
abandonar el gobierno de sus obras educativas. El Prior le desaconsejó la
idea de retirarse como monje. Poco tiempo después, en Parmenia, La Salle recibió una carta de
sus Hermanos reclamándole que regresase a París. Mientras subía en silencio por
el camino que lleva de la Corrérie al recinto amurallado, me vino a los
labios una invocación característica en las escuelas lasallistas: “Acordémonos
de que estamos en la santa presencia de Dios. Adorémosle”. Recordé también una
sentencia de La Salle: “El aula es nuestro altar”.
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De vuelta, al cabo
de unos pocos días, abrí la libreta con el formato de la colección
«Blanche» de la NRF adquirida hacía un par de años. Apenas había
anotado en ella unas pocas entradas con el fin de tantear proyectos de libros extinguidos antes incluso de que lograsen germinar. Route barré? No, al ir trazando las primeras
líneas con la misma letra imprecisa y nerviosa de siempre, teñida ahora con un
punto melancólico, de súbito me surgió un título: Oficio de lectura. Mis incipientes Feuilles
de route me indicaban la otra dirección.
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Creo haberlo dicho.
Excepto en una ocasión, jamás he escrito un libro por encargo. Ni tan siquiera
he procurado, hasta acabarlo, merodear editoriales. Un libro se escribe por él
mismo, no para satisfacer a un editor o a sus lectores. De merecer la
publicación, todos ellos, incluidos el autor, están contenidos ya en su redacción.
El oficio de lectura, que forma parte también de la Liturgia de las Horas, no
se celebra para que asista nadie, sino que, como lectores, asistimos para que
pueda celebrarse. ¿Su espacio? El del monasterio. ¿Su tiempo? Una poética
entre la noche y el día. “Aspirará el día y respirará la noche”, nos consoló San
Bernardo.
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Medito mi itinerario
editorial durante un cuarto de siglo. Advierto, por un lado, una tendencia a
acogerme a la figura de las antítesis. Por otro, me inclino a organizar en trilogías
las materias que me interesan.
El Renacimiento espiritual no era
simplemente un manual sobre los tratados de oración, sino una reivindicación pretridentina
de lo que no fue Trento. La escritura encendida, con su distinción entre
mesiánicos y apocalípticos, y Modernidad y pedagogía en Pedro Poveda,
contraponiendo el regeneracionismo de su protagonista en Guadix a su
contra-institucionismo en Covandonga, trazaban algunos de los rasgos que
anticipaban el Concilio Vaticano II vistos desde su disolución posconciliar. Es decir, aun con una estructura desequilibrada, los tres libros intentaban cubrir el periodo moderno de la historia de la Iglesia.
XXI Güelfos comenzaba así: “Este
libro es reaccionario, a su pesar”. Su reaccionarismo abría la Trilogía güelfa, la cual, incluyendo además Teología güelfa y Memorias de un güelfo desterrado – mi volumencico
más querido –, versaba sobre el desplome de una alta cultura que no debería
confundirse sin más con la del programa liberal. Tras ella, El peregrino absoluto, con su sátira de lugares comunes de la actualidad con intención
literaria, y Poética del monasterio, gestada en torno a este blog,
cerraban una reflexión cultural explícita sobre tres dogmas que, por
teológicos, seguía considerando políticos: la creación, la caída y la
redención. O lo que es lo mismo: el Hogar, la Escuela y la Celda.
¿Y ahora qué?
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Si Oficio de lectura acabase cuajando, debería leerse como un díptico junto con Poética del
monasterio y no simplemente como la continuación de esta. Aunque me sea imposible
tan siquiera adivinar si pudiera idear una tercera parte, se me empieza
a aclarar el modo de encadenarse cada uno de sus pasos. No obedecen a una mecánica
sino a un ritmo. No sé todavía describirlo, pero lo percibo. Así como Trilogía
güelfa no se prolongó en los dos siguientes libros, sino que se engarzó con ellos para completar una peregrinación que excedía sus jornadas, igualmente Poética del
monasterio, contra mis propias expectativas, no acogía con hospitalidad el
fin de sus aventuras. Sin darme cuenta, por su propia naturaleza, dejaba a la ventura – en sentido estricto, a la providencia – su uso. Un
monasterio no se construye como un museo, para que sea visitado; se edifica
como una morada que testimonia la vida que organiza.
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A menudo he mencionado que mi estética podría definirse con un compuesto también antitético: stilnovista claravalense. Entre los siglos XIII y XII, entre la ciudad y el desierto, entre la universidad y el monasterio, entre la poesía y la teología, entre la Revolución y la Tradición, entre la Gramática y la Escatología, el ciclo güelfo habría acentuado la calidad stilnovista de mi indagación. Sospecho que la inquietud espiritual habrá acabado motivando un ciclo monástico que, dilatando las intuiciones previas, se dedicará a atender su polo claravalense. Si el aula debe ser mi altar, mi oficio de lectura habrá de explorar cómo la Escuela y el Claustro – la pedagogía y la soteriología –pueden tejer el ejercicio poético de la paternidad.
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En una perspectiva quizás
inalcanzable, podré así llegar a observar si en mi voluntad stilnovista brilla el
entendimiento claravalense de sus formas. ¿Acaso la esperanza de Claraval no
habrá de sostenerse en la memoria de su stilnuovo? Esa debería de ser mi
fe.
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