martes, 16 de septiembre de 2025

Himno a Poblet


Memoria de S. Cipriano, ob.y mr.


Monasterio de Santa María de Poblet

Cada vez que acudo a pasar unos días entre los muros del Monasterio de Poblet, sigo las rúbricas íntimas de una liturgia muy particular. Empiezo tomando el tren de cercanías. Dos horas y cuarto de viaje para recorrer poco más de ciento y pico kilómetros. Hasta Tarragona va recorriendo la costa y, a partir de la sede metropolitana, se interna hacia Lérida. El pasaje suele deparar sorpresas. En esta ocasión, un trío lumpen etílico venía feliz de un día de playa que uno de ellos no cesaba de recordar que se habían corrido por su cuenta. La pareja trunca se había quedado en otro vagón enfadada por un motivo nimio que la mujer repetía entre improperios y risas contra sus compañeros. Entreveraban momentos de alegre camaradería con otros en que parecían a punto de enzarzarse en una disputa acalorada por antiguos agravios. Algunas personas, discretamente, se cambiaban a un asiento alejado. Se sentaron en el otro lado de mi fila hasta Montblanc. Bajo el entelado de tristeza que desprendían su cháchara y sus gestos, percibí un resplandor de genuina alegría que sólo el mar es capaz de concedernos. Los vi dispersarse, como si fuesen una banda de estorninos solitarios.

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Al bajarme en la Espluga de Francolí, tras bordear el pueblo, atravieso el camino de olivos que conduce hasta la muralla externa del Monasterio. Antes de acceder al recinto debe rodeársela. Me dirijo entonces a la iglesia; me detengo un momento ante el grupo escultórico del entierro de Jesús en el atrio, y entro para sentarme a solas y a lo lejos en la penumbra, frente a la imagen de Santa María de Poblet en el centro de su marmóreo retablo.

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Hacía más de un año que no había regresado. Al pasear a lo largo de la muralla deteniéndome a contemplar el atardecer inacabable de un horizonte escoltado entre valles, caí en la cuenta de que, siendo tan poco inclinado a que me embarguen emociones, resisto las inclemencias de la existencia con Poblet en el corazón. La habitación era la misma en que mi heterónimo Cavalcanti escribió una entrada sobre el Carmelo cisterciense de José Jiménez Lozano. Con la mirada de nuevo llena del cimborrio recortado entre cipreses, me asomé conmocionado al lavatorio del claustro, en su memoria.

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De cada estancia en Poblet quedan grabadas en mi memoria hondas sensaciones físicas. Siempre el cielo estrellado, las noches de despejada oscuridad. A tientas entre el roce encadenado de la gravilla, acompañada del golpe clueco de alguna gota de agua perdida de un surtidor, con un par de pasos de danza, algún gato se esconde aún más profundo tras el recoveco de una escalera, sin tan siquiera maullar. Al despertar para Maitines, iluminaba aquella misma senda la tenue sombra disipada de una luna menguante. Sentí la punzada de las palabras de san Bernardo. “Aspirará el día; respirará la noche”.

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En Poblet encuentro el descanso de todas las horas del Oficio. Con un puñado de huéspedes, a los que se sumaban visitantes más o menos ocasionales, a veces incluso solo de madrugada o en Nona, en los bancos de la iglesia, a distancia del coro, intento abandonar cualquier pretensión subjetiva. Nuestra época da tanta importancia a la experiencia personal, al sentimiento, a lo más conmovedor y a la vez lo más abrumador del ego, que quisiera oponerle un interior dúctil a la objetividad de la liturgia. Mi anhelo: dejar de ser centro; asomarse al vértigo de la inmensidad de Dios que apenas logramos rozar con la salmodia, pero que, a través de ella, adivinamos como un fondo abismal de amor. Nada de concierto ni de espectáculo; ni de entusiasmos, ni de éxtasis. Ensayamos un esfuerzo sobrehumano para salir de nuestra pequeñez, en una comunidad que armoniza, al unísono, un balbuceo. Salgo siempre derrotado. A punto de entristecerme, me consuela advertir su lección de humildad. De haber vencido un instante, todo habría sido en vano.

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Paseo por el huerto y la viña. Me llego hasta donde pace un pequeño redil de cabras. Arranco las malas hierbas que crecen en los intersticios de las piedras de un helipuerto. Desde allí contemplo el perfil del monasterio, como en primera fila. Suelo meditar el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección. Esta vez me he ido deteniendo en cada capítulo correspondiente del Evangelio de Lucas. La lectura demorada me ha arrastrado a tomar notas en la libreta de ruta de mi Oficio de Lectura. Como los atardeceres, el final de la madurez estival filtra entre sentimientos melancólicos los resplandores de una filosofía de la comedia. Platón es tan admirable que su Sócrates merece, sobre todo, no el ser refutado sino ser discutido a la altura de lo posible. Un conservador no debería avergonzarse de hacer la apología de Aristófanes. Aun con lágrimas en los ojos, tampoco debe temer su obligación de confrontar la distancia escatológica que media entre Sócrates y Jesús. Una poética monástica como la mía ha de poder mostrar su desacuerdo respecto de la reducción de la paternidad, el magisterio y la hospitalidad al universo moral y político socrático.

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Al acabar mis días monacales, emprendo el mismo camino. Vuelvo a montar en el tren, lleno de pasajeros que regresan de su fin de semana. La convivencia no es fácil. Cierro los ojos y comprendo que, aunque mi vocación no sea «monástica», mi temperamento encuentra en ella un bálsamo que me acoge con hospitalidad y me despide en paz. De regreso a las batallas cotidianas, cuyas heridas también había llevado hasta allí, me repito con un imperceptible estremecimiento: “Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar” (Mc 1,35).

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