Fiesta de Todos los Santos
Ante la fiesta de Todos los Santos vengo
preguntándome, en mi lectura continua del Eclesiastés, si es posible, y
hasta realmente humano, dar por descontada la imagen del Paraíso. Sin Edén, ¿cómo
cabría esperar la Jerusalén celeste? No por acaso Dante sitúa el ascenso al
Paraíso Terrestre como antesala del Celestial. En el umbral del Apocalipsis Léon
Bloy se refería al primero, sin hacerse ilusiones, “como el testamento y la
herencia, la casa del Padre que nadie puede conocer. Todas las imágenes de
los poetas se refieren únicamente al Paraíso terrenal, el único que puede ser imaginado”.
Sin imaginación, ¿nos deberíamos conformar con esa palabrería que adormece la
llegada de nuestra extinción?
La enseñanza de Qohélet teje la historia de la
resolución de un conflicto muy profundo que enfrenta a cada ser humano con el
misterio de su condición. Su pasión le impulsa a elegir libremente lo único
que puede compensar sus sufrimientos: “No pensará en los años de su vida si
Dios le concede alegría interior” (Ecl 5, 19).
¿Cómo, pues, lee Qohélet la actividad
de una Creación que se presenta torcida, desacordada, en su propia
constitución? Bajo la acción poética de una palabra inspirada Qohélet asume de
frente la desgarradura interior que merece ser curada en tanto que ruptura o
pérdida.
Qohélet no predica la abstención o la retirada
del mundo. La circularidad de la existencia humana tiene que ver más bien con
el flujo ininterrumpido de lo uno y lo mismo. El hombre está en guerra consigo
mismo y, en cuanto consigo mismo, con los demás. Las cosas no dejan jamás de
pasar: “Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas” (Ecl 1,8ª). No son
el resultado de un desorden cosmológico, ni reflejan una polémica que
encierre una teología natural.
El mensaje de Qohélet va graduando las
reacciones emocionales con que el hombre va comprobando la inconsistencia de sus
ilusiones. Aun así, Qohélet no maldice ni de la sabiduría ni de los placeres
Sólo advierte su insuficiencia de fondo: “Sí, pero comprendí que una suerte
común toca a todos” (Ecl 1,14b).
Ante el hecho ineluctable de la muerte -de la
imprevisibilidad más honda del tiempo futuro como tiempo de la esperanza-,
Qohélet va adensando la reflexión sobre la paga del hombre. De entrada, parece
un breve interregno que alivie una situación que resulta tanto para el autor
como para sus lectores auténticamente insoportable. Podría decirse que casi se
la vive hasta con una mueca de irónico escepticismo: “El único bien del hombre
es comer y beber, y regalarse en medio de sus fatigas. Pero he visto que aun
esto es don de Dios, pues ¿quién come y goza sin su permiso” (Ecl 2,24-25).
Se estaría tentado de considerar hasta esta posibilidad
humo y caza de viento. Pero enseguida se advierte que este tiempo que tenemos
contado para cada cosa es obra de Dios. Aunque el hombre no alcance a saber su
sentido último, empieza a aceptar que el disfrutar en la vida es realmente don
de Dios pues “comprendí que todo lo que hizo Dios durará siempre; nada se puede
añadir ni restar. Y así hace Dios que lo teman” (Ecl 3,14). Cuando el hombre
come y bebe y descansa de sus fatigas, es decir, cuando festeja, alcanza el
sentido real de su vida que le estaba escondido y que le revela el temor de
Dios.
En ese momento el hombre se abstiene de seguir
pidiendo cuentas a Dios. De hecho, se libra del fardo de la reclamación: “Donde
abundan los sueños, abundan las vanas ilusiones y la palabrería. Pero tú teme a
Dios” (Ecl 5,6) Toma en sus manos su vida en su dimensión más profunda. Esa es
su paga “durante los pocos años que Dios le concede”.
A diferencia de Job, Qohélet en ningún momento
invoca a Dios, pero Dios no está jamás ausente de su búsqueda. En lugar de
entregarse al silencio, Qohélet asume la experiencia de su sinsentido. Es
consciente de que su escritura tampoco escapa a su descubrimiento. Es también
humo y caza de viento; por ello mismo, debe recorrerse. Esa es su paga y su verdad.
“Lo que es ya había sido, lo que será ya es, pues Dios hace que el pasado se
repita” (Ecl 3,15).
La vida está atravesada por un conocimiento
que, a su vez, jamás podrá alcanzarla. El hombre vive en una desgarradura; en
una Caída. Vive de la conciencia de su mortalidad, sobre la cual no tiene ni
siquiera un poder último. Qohélet no niega el Paraíso. De hecho, ni tan
siquiera se plantea su existencia, en todo caso tan remoto y oscuro como el
Abismo al que el hombre se encamina. La circularidad no representa sino el
bucle en que la vida está instalada. La circularidad es el nombre de la Caída.
Ni al justo ni al malvado les aprovecharán sus actos. Es su condición humana la
que está herida: “Y esta es la peor desgracia de cuanto sucede bajo el sol: que
una misma suerte toca a todos. Por ello el corazón de los hombres está lleno de
maldad; mientras viven, piensan locuras, y después ¡a morir!” (Ecl 9,3).
La sabiduría que alcanza Qohélet no consiste en descubrir la inutilidad de nuestros esfuerzos. Esa sabiduría también cae bajo el peso de su propia conclusión. Sólo alegrarse y disfrutar con el fruto de su trabajo restaura, aun provisionalmente, una experiencia de unidad que escapa a la lógica de nuestra angustia. Nada impedirá que muramos, pero esa alegría grabará nuestra humanidad más profunda sobre la página que escribe nuestra insistencia. Es el don imprevisto de nuestras obras:
“Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras. Lleva siempre vestidos blancos, y no falte el perfume en tu cabeza; disfruta de la vida con la mujer que amas, mientras dure esta vana existencia que te ha sido concedida bajo el sol” (Ecl 9,7-9).
Qohélet se asoma otra vez al sepulcro y, por
un instante, una ráfaga de alegría lo deslumbra. Esta vez estará vacío.
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