lunes, 1 de noviembre de 2021

Qohélet y el Paraíso


Fiesta de Todos los Santos

  


Ante la fiesta de Todos los Santos vengo preguntándome, en mi lectura continua del Eclesiastés, si es posible, y hasta realmente humano, dar por descontada la imagen del Paraíso. Sin Edén, ¿cómo cabría esperar la Jerusalén celeste? No por acaso Dante sitúa el ascenso al Paraíso Terrestre como antesala del Celestial. En el umbral del Apocalipsis Léon Bloy se refería al primero, sin hacerse ilusiones, “como el testamento y la herencia, la casa del Padre que nadie puede conocer. Todas las imágenes de los poetas se refieren únicamente al Paraíso terrenal, el único que puede ser imaginado”. Sin imaginación, ¿nos deberíamos conformar con esa palabrería que adormece la llegada de nuestra extinción?

La enseñanza de Qohélet teje la historia de la resolución de un conflicto muy profundo que enfrenta a cada ser humano con el misterio de su condición. Su pasión le impulsa a elegir libremente lo único que puede compensar sus sufrimientos: “No pensará en los años de su vida si Dios le concede alegría interior” (Ecl 5, 19).

¿Cómo, pues, lee Qohélet la actividad de una Creación que se presenta torcida, desacordada, en su propia constitución? Bajo la acción poética de una palabra inspirada Qohélet asume de frente la desgarradura interior que merece ser curada en tanto que ruptura o pérdida.

Qohélet no predica la abstención o la retirada del mundo. La circularidad de la existencia humana tiene que ver más bien con el flujo ininterrumpido de lo uno y lo mismo. El hombre está en guerra consigo mismo y, en cuanto consigo mismo, con los demás. Las cosas no dejan jamás de pasar: “Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas” (Ecl 1,8ª). No son el resultado de un desorden cosmológico, ni reflejan una polémica que encierre una teología natural.

El mensaje de Qohélet va graduando las reacciones emocionales con que el hombre va comprobando la inconsistencia de sus ilusiones. Aun así, Qohélet no maldice ni de la sabiduría ni de los placeres Sólo advierte su insuficiencia de fondo: “Sí, pero comprendí que una suerte común toca a todos” (Ecl 1,14b).

Ante el hecho ineluctable de la muerte -de la imprevisibilidad más honda del tiempo futuro como tiempo de la esperanza-, Qohélet va adensando la reflexión sobre la paga del hombre. De entrada, parece un breve interregno que alivie una situación que resulta tanto para el autor como para sus lectores auténticamente insoportable. Podría decirse que casi se la vive hasta con una mueca de irónico escepticismo: “El único bien del hombre es comer y beber, y regalarse en medio de sus fatigas. Pero he visto que aun esto es don de Dios, pues ¿quién come y goza sin su permiso” (Ecl 2,24-25).

Se estaría tentado de considerar hasta esta posibilidad humo y caza de viento. Pero enseguida se advierte que este tiempo que tenemos contado para cada cosa es obra de Dios. Aunque el hombre no alcance a saber su sentido último, empieza a aceptar que el disfrutar en la vida es realmente don de Dios pues “comprendí que todo lo que hizo Dios durará siempre; nada se puede añadir ni restar. Y así hace Dios que lo teman” (Ecl 3,14). Cuando el hombre come y bebe y descansa de sus fatigas, es decir, cuando festeja, alcanza el sentido real de su vida que le estaba escondido y que le revela el temor de Dios.

En ese momento el hombre se abstiene de seguir pidiendo cuentas a Dios. De hecho, se libra del fardo de la reclamación: “Donde abundan los sueños, abundan las vanas ilusiones y la palabrería. Pero tú teme a Dios” (Ecl 5,6) Toma en sus manos su vida en su dimensión más profunda. Esa es su paga “durante los pocos años que Dios le concede”.

A diferencia de Job, Qohélet en ningún momento invoca a Dios, pero Dios no está jamás ausente de su búsqueda. En lugar de entregarse al silencio, Qohélet asume la experiencia de su sinsentido. Es consciente de que su escritura tampoco escapa a su descubrimiento. Es también humo y caza de viento; por ello mismo, debe recorrerse. Esa es su paga y su verdad. “Lo que es ya había sido, lo que será ya es, pues Dios hace que el pasado se repita” (Ecl 3,15).

La vida está atravesada por un conocimiento que, a su vez, jamás podrá alcanzarla. El hombre vive en una desgarradura; en una Caída. Vive de la conciencia de su mortalidad, sobre la cual no tiene ni siquiera un poder último. Qohélet no niega el Paraíso. De hecho, ni tan siquiera se plantea su existencia, en todo caso tan remoto y oscuro como el Abismo al que el hombre se encamina. La circularidad no representa sino el bucle en que la vida está instalada. La circularidad es el nombre de la Caída. Ni al justo ni al malvado les aprovecharán sus actos. Es su condición humana la que está herida: “Y esta es la peor desgracia de cuanto sucede bajo el sol: que una misma suerte toca a todos. Por ello el corazón de los hombres está lleno de maldad; mientras viven, piensan locuras, y después ¡a morir!” (Ecl 9,3).

La sabiduría que alcanza Qohélet no consiste en descubrir la inutilidad de nuestros esfuerzos. Esa sabiduría también cae bajo el peso de su propia conclusión. Sólo alegrarse y disfrutar con el fruto de su trabajo restaura, aun provisionalmente, una experiencia de unidad que escapa a la lógica de nuestra angustia. Nada impedirá que muramos, pero esa alegría grabará nuestra humanidad más profunda sobre la página que escribe nuestra insistencia. Es el don imprevisto de nuestras obras: 


“Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras. Lleva siempre vestidos blancos, y no falte el perfume en tu cabeza; disfruta de la vida con la mujer que amas, mientras dure esta vana existencia que te ha sido concedida bajo el sol” (Ecl 9,7-9).


Qohélet se asoma otra vez al sepulcro y, por un instante, una ráfaga de alegría lo deslumbra. Esta vez estará vacío.


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