miércoles, 15 de febrero de 2023

Cien años


Memoria de Santos Faustino y Jovita, mrs.

 

Paisaje con Jacob y Raquel en el Pozo,
Claude Lorraine (1666)

Del recuerdo de mi padre se van difuminando, con el tiempo, las aristas de su leve misantropía. En el trato habitual con sus semejantes jamás se permitía que asomase el menor rasgo de acritud; al contrario, como sin que pareciese esforzarse, mostraba una simpatía natural que solía desarmar a sus interlocutores. Ahora bien, si lo que denominaba “impertinencia” le importunaba, era hombre poseído por el fuego de una ira instantánea. La había heredado de su padre, a quien apenas pudo conocer, y me la ha transmitido. Que parezcamos pacíficos es una abrumadora lucha cuya única victoria se ha templado en la derrota cotidiana. Lo he aprendido tarde, a su edad de entonces, con aquel ejemplo. He intentado no olvidar jamás su lección de bonhomía, sobre todo, como él habría querido, en los peores momentos.

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Defiendo la figura del padre no porque refleje ninguna santidad especial, sino porque lo liga con el hijo un vínculo sagrado. Nadie puede conocerse a fondo si no se ve a sí mismo formado y hasta reflejado en las debilidades de su padre. Esa mezcla de abatimiento y de piedad que se puede llegar a sentir por ellas le permite a uno reconciliarse consigo mismo. Descubre entonces en sí otras faltas contra sus hijos que intuye que sólo su padre sabría disculpar. La intuición del profeta Ezequiel de que Dios no castiga a los hijos por los pecados de sus padres, ni a los padres por los de sus hijos, no deja de lado la solidaridad entre unos y otros. Solamente los libera de su recíproca angustia. He conocido personas que, al rezar el Padre nuestro, creían estar gritando, entre sollozos, a un vacío que los ignorase. En medio de esa noche poblada de aullidos, han sido capaces de encender una hoguera para sus hijos.

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Mário Quintana,
trad. de E. García-Máiquez


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Acababan de bajar el ataúd al nicho. Mi madre se quedó ligeramente rezagada apoyada en sus hermanos. Los sepultureros se me quedaron mirando fijamente, a la espera de una señal. Me asomé al hueco. La tierra estaba a punto de engullir en la nada los restos de quien había sido mi padre. Sin énfasis, casi con una sonrisa desplomada, como él hubiera deseado, sentí con una certeza física, inmediata, que un día me llegaría a mí también, irreversible, el momento de seguirle. De alguna manera, el camino hacia ese reencuentro acababa de comenzar. Infinitesimal, minúsculo, indestructible, en ese adiós, padre supe que jamás desaparecería el vínculo singular e irremplazable que por toda la eternidad nos ha unido. ¿Qué importa que no quede ni la más remota memoria de nosotros dos? Será, no obstante. Callado, le agradecí todos sus silencios, los que jamás había entendido y los que jamás podría llegar a entender. Custodiar ese secreto indescifrable alivia la espera. Alcé los ojos y asentí, antes de retroceder un par de pasos. En cuanto el sonido de la arena empezó a entrechocar con la madera, me giré y estreché, como él habría querido, los brazos de mi madre.

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De todas las incomprensiones hacia mi padre, con lágrimas suelo arrepentirme de no haber dado crédito a la confianza que sentía por mí. Aun cuando todo se desplomaba a mi alrededor – o así lo padecíamos-, él se mantenía imperturbable, “inasequible al desaliento”, como solía bromear. No ansiaba para mí ni el éxito ni el triunfo. Los errores de su vida le habían enseñado a ser escéptico. Consistía más bien en una confianza ilimitada en ese exceso de vida que, para bien y para mal, ha circulado por nuestras venas, escondida y atormentada en ocasiones, furiosa otras veces, imparable como una catarata de lava que amenaza con arrastrarnos a nosotros mismos. Debía de escuchar – y de reconocer- en mí el rumor de aquel torrente, como cuando se ponía el fonendoscopio para auscultar la tensión de sus pacientes. Quizás esa fuese la misión de mi padre: mostrarme que ese desierto que parecía abrirse ante mí era la más fértil heredad. En medio de las dificultades cotidianas, se volvería a decirme con su sonrisa ladeada: “Chato, porque no haces caso, pero estás hecho un Patriarca”.

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Mi padre habría cumplido hoy cien años.

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