Memoria de S. Alberico O. Cist., mj.
Viñeta de la portada de La hora del lobo José Mateos (2022) |
Aprendí de mi Cavalcanti a leer la poesía de José Mateos. Mejor dicho,
a disponerme a su contemplación. Espero desde entonces cada una de sus entregas
como si fueran el mirlo imprevisto de un atardecer casi amanecido. Su poesía,
depurándose más y más, en busca de una esencialidad última, tanto más pura
cuanto más humana, es de una sencillez exigentísima. Como las nubes que observa
pasando, detenerse con ella en ese instante en apariencia difuminado, apenas
aprehendido, requiere una atención alerta para escuchar su canto con los ojos,
para rozar su melodía con la memoria.
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En La hora del lobo regresan los temas,
los motivos, los metros y los ritmos que definen el personalísimo perfil lírico
de la obra de José Mateos. Breve como tantos de sus poemarios, su intensidad emocional,
tan clara como honda, continua hiriendo el gozo vulnerado de la vida. El
misterio del dolor, presagio de la hora sombría de esa muerte que el aullido
del lobo anuncia, se vuelve a hacer presente en este volumen que es también un
diario íntimo, formado de trazos en el papel de su aire. Apenas unas pinceladas
y el lector intuye que, entre marzo y junio, el poeta exhala la respiración de
un otoño traspasado por la enfermedad. Unos pocos detalles, una trama puntuada
de silencios, tejen la densidad de su sentimiento.
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Nada sería más erróneo que pensar que la
poesía de Mateos es ajena a los primores de la técnica. Mateos experimenta,
indaga, busca, pero no practica jamás en un laboratorio. Toma contacto físico e
inmediato con las palabras, con la cifra simbólica y vital de su sabiduría.
Gaston Bachelard dijo: “El hombre es una creación del deseo, no una creación de
la necesidad”. Bajo el peso del sufrimiento y del temor, el hombre afirma su
humanidad en la alegría, no en la pena pese como nos pesa. Por la luz y desde
el agua, el olor de la tierra que asciende al cielo alienta en él, en la
cadencia de su verso, en sus hipérbatos, en sus rimas que deshacen como el jugo
de la granada. Lo más elemental contiene la seriedad más difícil, la que juega
sin ceder a la tristeza.
***
La poesía de Mateos tan breve, decía, tan
minimalista, que parece deslizarse entre los dientes de sus lectores, crece,
florece, se abre. No les basta una lectura. Han de volver de nuevo al
principio, recorrer sus bancales, pararse a mirar un brote. Puede que entonces
empiecen a oír la palabra que les dirige. Dentro/fuera, ese doble movimiento
que estructura La hora del lobo bajo el eco de citas cervantinas constituye
el ritmo de una respiración que reconoce que en la cárcel del cuerpo donde toda
incomodidad tiene su asiento su aspiración canta de tal manera que encanta. El
poeta no es simplemente un yo que habla; es un yo que te habla: que
necesita a su lector – aunque sea la muerte misma- para poder iniciar aquel
canto que les trascenderá.
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En La hora del lobo se advierte a lo
hondo el eco de las lecciones de sus modelos y de sus maestros. Resuenan, por
ejemplo, el eco adentrado de José Jiménez Lozano, como en esas formas clásicas tan
libremente tratadas en Epitafio cristiano o Anacreonte en La
Carrandana, o el sfumato paisajístico de Ramón Gaya como acaso en El
bodegón. Como siempre en su poesía, los metros de la poesía popular sostienen
la dicción de no pocos poemas. La tendencia al verso libre, no obstante, está
encauzada por una regularidad de los pies métricos que no renuncian a
resonancias casi imperceptibles de la lírica medieval, como gotas de agua que
ocasionalmente repiquetean en la piedra del brocal. Muy especialmente me ha llamado
la atención su rigurosa correspondencia con el homenaje a la poesía china en Cartas
a Li Po. En tres secciones la concisión de la imagen, la experimentación
con los endecasílabos, los heptasílabos y los pentasílabos, las disposiciones
alteradas de las estrofas brevísimas, el motivo universal de la barca que inicia
el viaje definitivo y los motivos lunares idiosincráticos de Li Po, desdibujan
y acentúan la emoción de un simbolismo en que el firmamento del cielo y de las
aguas se funden en el instante deslumbrante y táctil de la palabra propia.
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En Canción de Pascua, justo en el
centro de su poemario, Mateos retoma un tema central de su obra y que en este
libro adopta nuevos matices de timbre: aun aceptada la muerte, incapaz de
arrebatar el fulgor de la vida, ¿qué cabe esperar?, ¿es posible de por sí asumir
que la maravilla de la vida se agote?, ¿no encierra en ella y por ella un presagio
incierto de plenitud y no de destrucción? Porque para Mateos la esperanza no encierra
una absurda creencia que nos libere de la angustia. Porque es esperanza, lo
suyo es la angustia de una incertidumbre que no amenaza sino que obliga a
asomarse a un vértigo insondable: “Noche cerrada. Niebla. / Así andamos,
cautivos / de un amor sin respuesta, / de un silencio tan vivo / que nos tienta
y nos llama / nadie sabe a qué abismos.” En ese abismo, que es lo único que
queda al final, late la alegría del alma “como un puente colgante que se ha
roto”. Entretanto…
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Muchísimas gracias por ese texto tan favorable a mi poesía, pero sobre todo tan perspicaz y sustancioso. No se podían señalar mejor, en unos cuantos párrafos , los hilos invisibles de ese libro.
ResponderEliminarEs una alegría ver cumplida la esperanza de leer cada nuevo libro. Exigen mucho, dan más.
EliminarJosé Mateos
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