Memoria de
Ama Sinclética, vg. y Madre del Desierto
Al pedir el Papa Francisco que se
intensificasen las oraciones por la salud de Benedicto XVI, supimos que había
entrado en la agonía. Como con la edad da más apuro expresar los sentimientos
íntimos, que en una sociedad como la nuestra suelen disolverse en la exposición
pública de las más inmediatas emociones, he preferido correr a refugiarme en la
liturgia de las horas.
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No pocas personas han expresado
un sentimiento de orfandad. No es mi caso. Joseph Ratzinger pertenecía a la
generación de mi padre. En un mes él habría cumplido cien años. La tenue
melancolía de un duelo ya pasado ha matizado la tristeza de la nueva pérdida.
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Mi primer contacto serio con la obra de Ratzinger me llegó en mi etapa pseudoeremítica de Londres. El capellán de la residencia donde me alojaba, uno de aquellos pastores anglicanos que fueron recibidos por el benedictino Cardenal Basil Hume a mediados de los 90, me recomendó vivamente El espíritu de la liturgia que acababa de salir publicado. Recuerdo haberlo comprado en la Catedral de Westminster. Lo he vuelto a hojear estos últimos días. Andaba yo entonces enfrascado en los primeros pasos de mi interés por el «humanismo monástico» leyendo los más diversos oracionales desde S. Clemente de Alejandría a Antonio Porras, a quien debe de seguir sin recordar nadie. En los subrayados de mi ejemplar inglés advierto, en estado casi celular, la génesis de Poética del monasterio.
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Sin el testimonio de
Benedicto XVI – sin su escritura- no habría encontrado el camino de Claraval,
por más que a tientas y sin saberlo lo había estado buscando sin descanso.
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Cuando Víctor Núñez me
pidió hace unos días un obituario para El Español, no dudé de que debía rendir
tributo a quien, siendo para mí el último Papa monje, había vivido con la
naturalidad más extrema el paso de la exégesis a la contemplación. Entre el Sábado
de Gloria en que nació y el fin de la Octava de Navidad en que falleció,
Benedicto XVI ha recorrido hasta el origen el camino de su salvación tras los pasos del Señor. ¿Cómo no reconocer que el modo más radical de estudiar la Sagrada
Escritura consiste en orarla (y no solamente en orar con ella)? Como
diría Léon Bloy, habría que ver en cada una de sus letras una gota de la preciosísima
Sangre de Cristo derramada por nuestra Redención.
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Se ora la Escritura sólo
en una perspectiva escatológica. Desde Patmos. Entre Pedro y Juan siguen
resonando las palabras del Resucitado: “Si quiero que se quede hasta que yo
venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme” (Jn 21,22).
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Mucho se han resaltado
las últimas palabras atribuidas a Benedicto XVI antes de expirar: “Jesus, ich
liebe dich”. “Jesús, te amo”. Me resisto a ver en ellas únicamente una
jaculatoria piadosa. En su ternura estremecida, su concisión habla de un
encuentro en los pronombres – de una amistad- en el que el verbo debe de
custodiar las resonancias de la historia de toda una vida…
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Al rezar el Oficio de
Lectura me ha salido al paso el Salmo 18. Me ha conmovido profundamente. No he
podido sino encomendarlo a la memoria de Benedicto. Según la interpretación habitual,
David entona en él un Te Deum real en que da gracias a Dios por su amor en
medio de las difíciles vicisitudes de su existencia entera. Con pasión proclama de entrada:
“Yo te amo, Señor” (Sal. 18, 2). La Biblia católica alemana traduce: “Ich will
dich lieben, Herr”. Leer el salmo entero a la luz de la vida de Benedicto,
sobre todo desde su elección papal, cobra una extrema densidad litúrgica e histórica. Como su único Maestro, todo cristiano debería leer su
vida iluminada por la Escritura. En la Cruz Jesús clamó al Padre por su abandono con las palabras de un salmo, el 22, que culmina en acción de
gracias y triunfo. En Mater Ecclesiae Benedicto ha exhalado su espíritu, devolviendo
a su fuente la única realeza debida: “Por eso te daré gracias entre las
naciones, Señor, y tañeré en honor de tu nombre” (Sal 18,50).
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Esa dimensión litúrgica
última, escatológica, que le está reservada ejercer de un modo misterioso y
hondo al Pescador, no es ajena al arte en que se encarna su aquí y ahora
irrepetible. No he podido tampoco evitar escuchar en el tañer final
de Benedicto, antes de entrar en la eternidad, un eco de la canción sacra BWV 468 de su
admirado J. S. Bach. No por azar lleva como título “Ich liebe Jesum alle Stund” (“Amo
a Jesús a toda hora”). Lean, hermanos lectores, sus seis estrofas, con su
remate rítmico. Mientras la escuchen, lloremos juntos pidiendo que la luz perpetua brille sobre él.
No abandonaré
el amor a Jesús
como se lo
he prometido,
hasta que
se extinga la luz de mi vida
y mi
corazón se rompa.
Amo a Jesús
en la angustia,
lo amaré
hasta la muerte.
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