viernes, 20 de diciembre de 2019

La piedad



Memoria de Santo Domingo de Silos, abad

Cristo morto sorretto da due angeli,
Giovanni Bellini (1460)

Tras la primera vuelta del medio del camino de mi vida ha empezado a asaltarme, como un preludio de la meditación del bien morir, el motivo iconográfico de Cristo muerto entre uno o dos ángeles.

Pietà (h. 1460),
Giovanni Bellini
Tal vez para compensar la angustia que me produce su contemplación he acudido a Ángel Ruiz por si pudiera ilustrarme sobre el origen de este subgénero devocional que parece tratarse de una reducción del llanto por Cristo muerto. En paralelo con el motivo de la Pietà, ¿quién sabe hasta qué punto influyó en su desarrollo la devotio moderna?

Que sea uno o dos ángeles quienes sostengan el cuerpo de Cristo no me parece accesorio: más cercano en un caso a los ecos de la aflicción piadosa de María; en el otro con una inquietante proximidad con un descendimiento que fuese al mismo tiempo el recuerdo de la Madre y el Discípulo al pie… del sepulcro corrido.

Cristo muerto es captado en ese instante suspendido en que el universo contiene el aliento. ¿Resucitará? ¿Regresará en gloria con los atributos reales de sus llagas y su costado traspasado? Los ángeles, desolados, entre imploraciones y esfuerzos, están animándolo a incorporarse. 

Cristo morto sorretto da due angeli 
(1470),
Carlo Crivelli
Me estremece la serenidad gótica, casi tardía, de la composición de Carlo Crivelli, como si Cristo no quisiera acabar de despertarse, como si remolonease desperezándose. La modernidad primitiva de Giovanni Bellini abruma mi esperanza. Apenas medio cuerpo fuera del sepulcro, Cristo debe agacharse para no chocar con el marco del cuadro. De descomunal estatura, su resurrección mantiene la postura inclinada en el intervalo de su “última” y “nueva” respiración.
Cristo en el sepulcro entre ángeles,
(1480)
Pedro Berruguete

Los ángeles lo sostienen, aterrados de que no reviva su cuerpo martirizado, como en la versión de Antonello da Messina; o, sencillamente, como el reverso triunfante del Ecce Homo se presenta a sus discípulos -a ese Tomás que todo espectador contiene en el interior de su mirada- en el sentimentalismo descorazonador que brilla en la línea clara de Carlo Santi, el padre de Rafael. De una exultante austeridad, en cambio, sonríen aliviados los ángeles en la paleta de Berruguete. La humanidad azulada, que despide un hálito casi fantasmal, reverbera en la piedad de Alonso Cano. 

Le Christ mort et les anges,
(1864),
Edouard Manet

Edouard Manet ensaya la impostura realista de su seca impiedad en el ensayo académico de una sala de vivisección pictórica, entre envidiosas referencias de Rembrandt y Caravaggio. Pertenece a un tiempo que ha decidido profanar el cuerpo de Cristo.

Sigo contemplando cada cuadro y descubro, escondida, tanteando entre los claroscuros de la obediencia la fe, la inminencia de un Nacimiento consumado. Polvo soy, al polvo regresaré. Como suelo decirles a mis alumnos, cuando me jubile dedicaré mis últimos años a leer sin desfallecer el Eclesiastés, pues “más vale lo que ven los ojos, que dejarse llevar por el deseo. También esto es vanidad y caza de viento”.


Cristo muerto sostenido por un ángel,
(1652),
Alonso Cano


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