miércoles, 26 de febrero de 2020

La oración


Miércoles de Ceniza




En la temprana tradición dominicana se custodiaba con devoción el recuerdo de los modos de orar de su fundador. Con los años me llaman menos la atención los más espectaculares, rostro en tierra, cadena de hierro sobre la espalda, manos lanzadas como flechas hacia el cielo. Humildes y sencillos, los gestos cotidianos alargan cada vez más la sombra de su dificultad y de su sabiduría bajo los primeros resplandores del atardecer.

Fray Teodorico de Apolda anotó que a veces, “como si leyera ante el Señor”, Domingo extendía sus manos ante el pecho. Con la vista cansada de tanto meditar la Sagrada Escritura, musitaba ante las obras que surcaban sus palmas la palabra de Dios grabada en su corazón y en su memoria. Estudio y predicación, contemplación y fraternidad descansaban en el libro de su Vida.

A la hora del descanso, tras la recitación de las horas canónicas y la acción de gracias, el santo también se sentía empujado a la celda o a algún otro lugar donde pudiera seguir conversando tranquilamente con su Señor. Reunidos en torno a un códice, ante el que se persignaba con veneración, “como si debatiera con un acompañante”, reía y lloraba, fijaba y bajaba la mirada, alzaba la voz o susurraba dándose golpes de pecho.

En el Evangelio del Miércoles de Ceniza Jesús manda a sus discípulos obrar, en el secreto de su espíritu, la justicia de la limosna, la oración y el ayuno. En la lectura atenta -en la escucha constante- de la Palabra divina y humana, fray Domingo oraba sin desfallecer, alegrándose de los trabajos gratuitos en los que encontraba alivio por el ayuno de su propia voluntad.

¿Quién pudiera, al morir, cerrar los ojos como si estuviera meditando ya la salmodia eterna cabe el bienaventurado coro de la gloria silenciosa?

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