Memoria de Santas Felicidad y Perpetua, vgs. y
mrs.
La tentación de Cristo en lo alto del templo,
Duccio di Buoninsegna (1308-1311)
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En las Florecillas se cuenta que durante una
Cuaresma Francisco de Asís se retiró, en secreto, a una isla solitaria del lago
de Perusa. Llevó consigo un par de panecillos. Entre el Miércoles de Ceniza y
el Jueves Santo apenas consumió la mitad de uno. “Así, comiendo aquel medio
pan, alejó de sí el veneno de la vanagloria, y ayunó, a imitación de Cristo,
cuarenta días y cuarenta noches”.
Entre un puñado
de cristianos del firmamento occidental caído se conserva la costumbre de la
abstinencia cuaresmal. No es infrecuente escuchar todavía en boca de quienes la
rompen el reproche de que es más grato a Dios masticar un filete de pollo a
zamparse una mariscada. En cuanto se les pide el ejemplo del ayuno, alegan que
no es preciso exagerar.
Se ha evaporado el
sentido del ayuno y la abstinencia tras la norma eclesiástica. Hasta su
transgresión es un cumplimiento invertido que cada vez se deshace más en el
olvido.
En la Gran
Cuaresma ortodoxa, a excepción de los sábados y domingos, el fiel debe abstenerse
de carne, pescado, aceite y vino, como ayuda para intensificar la oración y la
limosna que conduce a la celebración de la Resurrección.
El autor de las Florecillas quiso subrayar la humildad
del Poverello que combatió la
vanagloria. ¿Rigurosidad del ayuno? Tal vez supo vencer la tentación de
sobrepasar a Cristo mismo, resistiéndose a probar bocado y reservando para Él
la otra mitad. ¿Experimentó en el desierto interior, asediado de las fieras de
sus más extremados deseos, que “Non in pane solo vivet homo, sed in omni verbo,
quod procedit de ore Dei”? ¿Cómo podría imitar mejor a Cristo sino encarnando
las palabras de la Escritura que había cumplido a la perfección al
pronunciarlas?
¿No es acaso
evidente que Francisco guardó el otro panecillo para anticipar la noche
eucarística del Jueves Santo?
El final del
capitulillo extrae una lección moral. En aquel lugar desolado, en atención a
los méritos de Francisco, Dios comenzó a obrar grandes milagros, de tal manera
que “en poco tiempo se formó una aldea buena y grande”. Entretenidos con las
imágenes de mariscadas y parrilladas, se habrá extinguido mientras tanto la fe
desnuda de esta generación.
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