Domingo Laetare
Parábola de Epulón y Lázaro,
c. 1410
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En las Florecillas se relata que el Poverello no cabía en sí de alegría ante
la limosna de unos trozos de pan colocados sobre las piedras junto a una
fuente. Por parecer un “pordiosero vil”, en la aldea le habían arrojado mendrugos
y desperdicios secos. El hermano Maseo, en cambio, “gallardo y de buena
presencia”, había recibido aun panes enteros. Francisco dio gloria a la divina
providencia por el tesoro de la sencillez de la mesa y de la bebida y por la
santa pobreza. El hermano Maseo no acababa de comprender.
El profeta Isaías
no cesó de clamar contra la opresión del pobre si de verdad quería restituirse
el reino de Israel. En el Sermón de la Montaña Jesús insistió en que la limosna
de hombre consistía en practicar, en lo secreto del alma, la justicia.
Para Isaías no
existía otro ayuno agradable a Dios que la limosna y ninguna otra justicia que
el ayuno escatológico. “Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la
calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies el alma afligida…
el Señor hartará tu alma en tierra abrasada”. Te convertirás entonces en “un
manantial de aguas que no engañan”.
¿En qué consiste
en la limosna? ¿Acaso en dar lo que a uno le falta para vivir? Acaso me
conformo con la lección de Zaqueo, críptico patrono de los críticos literarios.
De pequeña estatura, apenas logra encaramarse al sicomoro de su juicio para ver
pasar a Jesús. Suelta su discurso. Reconoce que debe partir no sólo lo suyo
sino incluso devolver cuatro veces más lo que tampoco era suyo.
¿De qué ha vivido
Zaqueo? De especular con la palabra ajena. Ha introducido en ella la deriva insignificante
de sus opiniones, tomando por apoyo de la creación la multitud flatulenta de
sus voces entrecortadas. Debe alcanzar el silencio oscuro y vacío de la escucha
pura. Pobre, ayuno de toda riqueza, será escuchado.
También de él
estará hecho el Reino de los cielos.
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