jueves, 9 de abril de 2020

Coena Domini


Jueves Santo



La agonía de Getsemaní,
Duccio di Buoninsegna (1308-1311)

De los Diarios de Léon Bloy rescato, mientras atardece, una de sus páginas más fulgurantes, tal vez porque hoy me recuerda el posible destino de estas entradas con que voy emborronando una poética del monasterio.

Entre sus líneas, a las que me acerco siempre estremecido, Bloy destila milenarista una furia alucinada. Como en el umbral de su apocalipsis, proclama el acto de fe que habría querido que Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, hubiese pronunciado justo al cantar el gallo por segunda vez.

Es el 20 de agosto de 1895, memoria de San Bernardo. Con un rasgo característico de su estilo diarístico, Bloy se decide a transcribir una “nota más o menos informe, que puede servir para un libro sobre el Bajo Imperio”. Ese libro -¿acaso un tratado de teología política?- jamás se habría podido publicar bajo otra forma que no fuesen los puntos suspensivos con que acaba, abortado, este fragmento de un esbozo incendiado…




“Jesús todo lo perdona, todo lo acepta, todo lo sufre”. El Hombre de Dolores se recoge hasta el fin de los días en el claustro de Getsemaní, icono de un Paraíso cercado por demonios a los que ya no les será permitido dejar de estar en vela.

Bloy reprochó a San Bernardo haber retrocedido ante la pavorosa prueba del sacrilegio. Porque era santa su predicación, debía cargar con la cruz de su profanación. Abstenerse de su cumplimiento lo habría hecho reo del Espíritu. Fue justo; por ello, pecó.

Desde el bautismo de fuego de Pentecostés, sería ya imposible ser sólo un Santo del Verbo Abofeteado. En el delirio del Amor la santidad de Bloy asume los espasmos diabólicos de esta Caída inacabable para que Jesús pueda llegar a ser todo en todo; “y la omisión será el ciclón de llamas que quemará todos los tabernáculos”.

Bloy transformó la oración de Jesús en la más fiel contraobediencia. En la celda de su escritorio rezaría así: “Aunque sea imposible, que no pase de mí este cáliz. Hágase como no quieres”.

En la cumbre del paroxismo, Bloy sólo puede acabar pidiendo pan, como Pedro echado a llorar en una esquina de Jerusalén.

Solo esta tarde, sin poder acceder a los sacramentos, en este oficio de la lectura, atisbo entre sombras la bendición del cáliz, con la esperanza de “ver, en cada palabra de la Escritura, un vaso lleno de la Sangre de Jesucristo”. Después de cantar el himno, tal vez comprenda que “antes que todo y sobre todo, Jesús es el Abandonado”.

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