domingo, 26 de abril de 2020

Ayuno sacerdotal


Memoria de San Rafael Arnáiz, mj.






En el Misal Romano se recoge que “según una antiquísima tradición de la Iglesia, en este día [de Jueves Santo] están prohibidas todas las misas sin pueblo”. En la pasada Semana Santa mostré mi perplejidad a un reconocido liturgista. Quiso confortarme asegurando que los decretos ad hoc de la Santa Sede garantizaban a todos los sacerdotes celebrar, aunque estuvieran solos, esa tarde. Callé respetuosamente y le pedí que nos tuviese presentes en espíritu. Un católico romano sabe que el funcionamiento jurídico de la Iglesia se rige con toda naturalidad por el uso discrecional de la dispensa.

En medio de la polémica actual sobre la conveniencia o no de restaurar en muchos lugares el culto público, con todas las medidas de seguridad oportunas, lamento con melancolía que muchos de nuestros pastores, como de costumbre, hayan perdido la oportunidad de estar predicando con el ejemplo.

No he podido evitar meditar sobre aquellos sacerdotes que, en un plano sobrenatural, hubieran decidido que, en esas condiciones, no podían celebrar la misa de la Cena del Señor. Que la Tradición de la Iglesia no depende de un documento curial, por más legítimo que sea. Que, habiéndose pasado días explicando a los fieles por qué no les era posible acceder a los sacramentos, asumían el peso de una prueba dolorosísima, ojalá única en su vida sacerdotal, que les hacía solidarios de quienes les habían sido encomendados.

¿Se habría podido celebrar la Cena del Señor entonces? Evidentemente, sí. Todas aquellas misas en que asistiese “pueblo”, aunque fuera un solo fiel (un lego, una madre, una hermana…), sin subterfugios y sin excepciones, con su valor infinito, habría podido tener lugar. En un monasterio o en la habitacioncilla de un piso común la Iglesia entera habría celebrado el misterio de la fe. En el ayuno sacramental más estricto, los sacerdotes solos habrían podido seguir por internet la celebración de su obispo o del Papa y experimentar, no sólo imaginarse, el anhelo de sus fieles. Podrían haber leído también los salmos y los profetas y haber meditado el exilio de Israel, sin templo ni liturgia. En suma, habrían compartido a fondo la tristeza de Jesús en Getsemaní.

Si ahora esos sacerdotes tomasen la palabra, su testimonio resplandecería de tal modo que deberíamos bajar la cabeza avergonzados. Pero habrán adquirido tal humildad que dejarán que vuelvan a hablar quienes siguen pontificando sobre el valor infinito de la Misa, la comunión espiritual, el ayuno sacramental y la obediencia a nuestros pastores. No se les perdonaría su testimonio. “Hermano, te estás equivocando; estás rompiendo la comunión”, dirían no pocos.

De esta crisis temo que, en medio de la indiferencia, a nuestros pastores, estupefactos, les seguirá tan sólo un cortejo de silencio cuando no de miseria. Mejor o peor dispuestos, los Apóstoles acompañaron a Nuestro Señor en el Cenáculo. De descender su cuerpo de la Cruz y enterrarlo, sólo se acordaron dos discípulos secretos y unas mujeres.

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