sábado, 22 de febrero de 2020

El Reino


Fiesta de la Cátedra del Apóstol San Pedro

El prendimiento,
Anton van Dyck (1620)

Tras la habitual crisis adolescente de fe que, sin alejarme, me distanció de las fiestas que se celebraban en la casa del Padre, me acerqué de nuevo en la primera juventud a sus estancias resacosas, procurando que nadie acertara a reconocerme. Sin poder ofrecer la experiencia de ninguna conversión espectacular ni querer llamar a la puerta de ninguna especie canónica de fraternidad, me refugié, silencioso y solitario, en la lectio divina.

Todavía arden inextinguidos los rescoldos del entusiasmo ante unos pocos pasajes que deslumbraron aquellos pasos incipientes.

Donde antes ondeaban las melancólicas oriflamas sociales de mi infancia y mientras seguían escuchándose los ecos de las consignas liberacionistas, ansiaba la llegada del reinado escatológico anticipado por la letra del Espíritu. Aunque no estuviese próximo su cumplimiento, ¿habría podido ya vislumbrar su llegada?

Tenía por cierto que las promesas de paz de Isaías empezaban a realizarse mediante los adynata que reconciliaban el lobo con el cordero, el ternero con el león, al destetado con el áspid. Bastaba que la justicia fuese el ceñidor de nuestra cintura, y la lealtad, el cinturón de nuestras caderas (Is. 11, 5-9).

Pese a una ingenuidad harapienta, comprendí que, llámenlo como lo llamen, queremos un rey para que nos gobierne, como se hace en todas las naciones. El cristianismo, cuya forma de gobierno es la teocracia más pura, ha debido combatir sin descanso el riesgo de la idolatría en el gobierno de los clérigos, eclesiásticos y, ahora más que nunca, civiles: “No es a ti a quien rechazan sino a mí, para que no reine sobre ellos” (I Sam. 8, 7b).

La lectio continua de la Pasión según el Evangelio de Juan me ha obligado a reemprender, siempre retrasado, el camino arduo de la Gloria que sólo confío en no desmerecer por entero. La posibilidad de la condenación es la prueba más cierta del misterio de la misericordia divina: arder eternamente para combatir el frío glacial de la desesperación.

Durante unas horas Jesús permaneció en agonía hasta el fin de los tiempos en el huerto de Getsemaní. A las puertas de ese Edén abandonado por la injusticia y la deslealtad, con espadas y palos, como querubines rebeldes, lo asaltaron para consumar la traición de la Caída. Entre los muros de su poder omnímodo, Jesús proclamó que su reino no era de este mundo (Jn. 18, 36). No hay otro absoluto -otra autoridad- que el testimonio de la Verdad que no se agota, irreductible a la intranscendencia de este mundo.

¿Quién sabe si el Espíritu, a trompicones, me empujó al desértico monasterio que habito, con un único fin? “Se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás; vivía con las fieras y los ángeles lo servían” (Mc. 1, 13). Sin desfallecer del todo, continuaré manteniendo el oficio divino de la lectura.

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