Fiesta de la Cátedra del Apóstol
San Pedro
El prendimiento,
Anton van Dyck (1620)
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Tras la habitual crisis adolescente de fe que, sin
alejarme, me distanció de las fiestas que se celebraban en la casa del Padre,
me acerqué de nuevo en la primera juventud a sus estancias resacosas, procurando que
nadie acertara a reconocerme. Sin poder ofrecer la experiencia de ninguna conversión
espectacular ni querer llamar a la puerta de ninguna especie canónica de fraternidad,
me refugié, silencioso y solitario, en la lectio
divina.
Todavía arden inextinguidos los
rescoldos del entusiasmo ante unos pocos pasajes que deslumbraron aquellos
pasos incipientes.
Donde antes ondeaban las melancólicas
oriflamas sociales de mi infancia y mientras seguían escuchándose los ecos de
las consignas liberacionistas, ansiaba la llegada del reinado escatológico anticipado
por la letra del Espíritu. Aunque no estuviese próximo su cumplimiento, ¿habría
podido ya vislumbrar su llegada?
Tenía por cierto que las promesas de
paz de Isaías empezaban a realizarse mediante los adynata que reconciliaban el
lobo con el cordero, el ternero con el león, al destetado con el áspid. Bastaba
que la justicia fuese el ceñidor de nuestra cintura, y la lealtad, el cinturón de
nuestras caderas (Is. 11, 5-9).
Pese a una ingenuidad harapienta, comprendí
que, llámenlo como lo llamen, queremos un rey para que nos gobierne, como se
hace en todas las naciones. El cristianismo, cuya forma de gobierno es la teocracia
más pura, ha debido combatir sin descanso el riesgo de la idolatría en el
gobierno de los clérigos, eclesiásticos y, ahora más que nunca, civiles: “No es a ti a quien rechazan sino a mí, para que no
reine sobre ellos” (I Sam. 8, 7b).
La lectio
continua de la Pasión según el Evangelio de Juan me ha obligado a
reemprender, siempre retrasado, el camino arduo de la Gloria que sólo confío en no
desmerecer por entero. La posibilidad de la condenación es la prueba más cierta
del misterio de la misericordia divina: arder eternamente para combatir el frío
glacial de la desesperación.
Durante unas horas Jesús permaneció en
agonía hasta el fin de los tiempos en el huerto de Getsemaní. A las puertas de
ese Edén abandonado por la injusticia y la deslealtad, con espadas y palos,
como querubines rebeldes, lo asaltaron para consumar la traición de la Caída. Entre
los muros de su poder omnímodo, Jesús proclamó que su reino no era de este
mundo (Jn. 18, 36). No hay otro absoluto -otra autoridad- que el testimonio de
la Verdad que no se agota, irreductible a la intranscendencia de este mundo.
¿Quién sabe si el Espíritu, a
trompicones, me empujó al desértico monasterio que habito, con un único fin? “Se
quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás; vivía con las
fieras y los ángeles lo servían” (Mc. 1, 13). Sin desfallecer del todo, continuaré manteniendo el oficio
divino de la lectura.
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