domingo, 2 de febrero de 2020

Epílogo al Peregrino absoluto



Fiesta de la Presentación del Señor


El Tránsito de la Virgen,
El Greco (1565-1566)

Entre aquellos papeles póstumos que Cavalcanti me encomendó custodiar, releo unas líneas más abajo las que había dispuesto como conclusión de El peregrino absoluto. Reflejaban cansancio y piedad.

Quizás esta mezcla intentase mantener, hasta la última gota, la fidelidad cavalcantesca al magisterio imposible de Léon Bloy. El tono de un homenaje así parece exigir un esfuerzo tan tenso que sólo podría compensarlo un Oficio de Tinieblas.

A punto de desfallecer, Cavalcanti decidía entregarse a la meditación de la Novena que solía recitar entresacada de citas de los Diarios del Viejo de la Montaña.

Como si fueran las cuentas de una historia que apena se repasa, sus fulgurantes sentencias conservan los ecos de un éxodo. Conscientes de la Caída en que están abismadas, empujan, sin embargo, a recorrer las huellas que fatigó el Varón de los Dolores.

No debería haber creación que no fuese una glosa, por insignificante y accidental, al menor de los versículos de las Sagradas Escrituras. La cifra secreta y empañada del misterio más hondo se encierra en cualquiera de sus letras.

En su tránsito solitario Léon Bloy debió de estremecerse al sentir la brisa gélida que procede del Paraíso perdido. A esa ausencia tal vez quepa considerarla infernal. Entretanto amanecerá el Nuevo Día.






EPÍLOGO



Al terminar esta exégesis de algunos lugares comunes de nuestra época advierto que, en su fondo más radical, este libro es teológico y político por su vocación estética. No es una obra lograda ni cerrada, porque se asoma al misterio de la finitud humana que nuestra sociedad ha abrazado en la Caída como al ídolo con quien quisiera fundirse, identificarse y, por fin, endiosarse. No le ha importado correr el riesgo de precipitarse con ellos mientras los denunciaba.


Peregrino de lo Absoluto, Léon Bloy hizo de su itinerario existencial una búsqueda que clamaba por una sed infinita de realidad. Peregrino absoluto, he explorado los límites de la irrealidad que amenaza con reducir cualquier peregrinación actual a excursión programada. ¿Es posible, en un tiempo de implacable asepsia, mantener una esperanza que parece haberse vuelto irrelevante? Me mantendré firme rezando la Novena que compuse hace unos años a partir de citas entresacadas de los Diarios del león de Aquitania. Como la meditación de cada día debería acabar con el canto del “Veni Creator Spiritus”, sus versos quizás habrán depositado en los labios de mis dudas el tesoro de otras palabras…

Primer día: “Yo rezo, como un ladrón que pide limosna a la puerta de una granja a la que quiere prender fuego”.

Segundo día: “Rezo como un herido que pidiera de beber a su madre ausente”.

Tercer día: “Ver, en cada palabra de la Escritura, un vaso lleno de la Sangre de Jesucristo”.

Cuarto día: “Todos los cristianos deberían poder hacer milagros”.

Quinto día: “¿Qué es Dios? Es el Hijo del Hombre. Cristiano absoluto, eres incomprensible”.

Sexto día: “No soy precisamente el amigo de los pobres, sino del Pobre, que es Nuestro Señor Jesucristo. Yo no he sufrido la miseria, la he desposado por amor, aunque pude elegir otra compañera. Hoy viejo y gastado, me preparo para la muerte”.

Séptimo día: “Antes que todo y sobre todo, Jesús es el Abandonado. Los que lo aman deben ser abandonados, pero abandonados como él. ¡Dioses abandonados! He ahí el suplicio que no tiene calificativo”.

Octavo día: “No llego a sentir el gozo de la Resurrección, porque la Resurrección, para mí, nunca llega. Veo a Jesús siempre en agonía, a Jesús crucificado y no sé verlo de otro modo”.

Noveno día: “La Ascensión. ¿Cómo podemos alegrarnos de la partida de Jesús? Siempre he visto en ella el motivo de un duelo infinito…”.


… Hasta el décimo día.

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