lunes, 10 de febrero de 2020

El infierno



Memoria de Santa Escolástica, virgen


L'enigma dell'arrivo e del pomeriggio,
Giorgio de Chirico (1912)

Entre las pinturas metafísicas de Giorgio di Chirico provoca borrosas resonancias en mi memoria una obra primeriza, no especialmente lograda, que lleva por título L’enigma dell’arrivo e del pomeriggio (1912).

Se ha discutido si la escena refleja el momento de la llegada o de la partida de la nave, que extiende su vela tras el muro. Casi como un deseo de neutralizar su efecto de atracción, he querido huir por la puerta entrevista, cortada en diagonal. ¿Medita acaso el cuadro el atardecer de una tradición?

Resisto el afán de fuga. En el fragmento de suelo cuadrado las dos figuras humanas imantan el sueño de un laberinto. Empiezan a emerger de mi archivo psíquico las huellas de unas imágenes y de unas palabras alejadas ¿entre sí?

Atisbo en la figura negra, inclinada, la Muerte retirándose ganadora de la partida de ajedrez en El séptimo sello. Antonius Block pregunta con inquieta serenidad: “¿Y nos revelarás tu misterio?”. La Muerte, con lívida inanidad, responde: “No tengo nada que revelar… No sé nada”.




La figura roja no deja de presionar mi recuerdo de Dante. Me detengo en los primeros cantos de la Commedia. Allí, por fin, encuentro los versos que explican mi fascinación por el cuadro de Chirico. A punto de alcanzar la ribera del Aqueronte, Virgilio ordena a su discípulo que guarde en silencio su curiosidad: 

“allor con li occhi vergognosi e bassi, 
temendo no ‘l mio dir li fosse grave, 
infino al fiume del parlar mi trassi”.

(Inf. III, vv. 79-81).

¿Debo callar? ¿Está el Infierno vacío? ¿Es simplemente una realidad moral, el negativo utópico de la condena? ¿Será cierto que la negación de la existencia del infierno proceda de cuestionar el pecado original? Sin la Caída, ¿qué antropología puede sostener todavía la seriedad de la (des)esperanza?

La naturaleza del infierno es metafísica. Si no hay necesidad de condenación, nada es salvable. Sin redención, tal vez nuestra cultura se conforme con ser compensada con el descanso de una aniquilación eterna. ¿Para qué una segunda muerte, definitiva y escatológica, cuando nos basta con una, implacable e intrascendente?

Mientras se acercan a la barca de Caronte, Dante pregunta a qué viene ese alboroto de gente abrumada por un duelo. Su guía responde que se lamentan de no haber sido ni rebeldes ni fieles a Dios, sino sólo de haber existido para ellos mismos. Los suspiros, los llantos, las quejas de este coro rezagado, innumerable, siguen resonando, sin reproches ni elogios, a través de un firmamento sin estrellas.

Elevo la mirada hacia el Paraíso ante de seguir, quieto, por este valle de penumbras. “¡Ojalá me escondieras en el Abismo, me ocultaras hasta que pasase tu cólera y fijaras una fecha para acordarte de mí!” (Job 14, 13).

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