Memoria de
S. Beda el Venerable, monje
La Muerte, Marc Chagall (1908) |
En las pocas ocasiones
que he coincidido con Álvaro Petit, he admirado su tímida calidez. Habla a
media voz. No grita. Tampoco calla. Escucha atento, con distancia suave, dispuesto
a comprender mejor y reservarse lo justo. Camina ligeramente inclinado hacia
delante, como si estuviera casi ensimismado. Arrastra un peso muy íntimo que no
le impedirá seguir caminando. Le envuelve una levísima melancolía.
A través de esa nube se cuelan los rayos de una circunspección moral y poética
que le dotan de una prematura gravedad. Acaba de publicar el poemario Lograr
el amor es alcanzar a los muertos.
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Es un libro sobre la muerte del padre, de su
padre, del sentimiento de orfandad ontológica al que la pérdida del origen
misterioso y real, inmediato y físico, de nuestra existencia nos abisma. El
poeta canta, en nombre propio, la singularidad irrenunciable que a cada uno
concierne. Lo hace con emoción verdadera y tono seguro. Llora, no plañe; se
desgarra, no se derrumba. No debiera pasarse por alto la interrogación última
que plantea sobre la finitud personal. La esperanza sólo acaba brotando de la
experiencia honda, sin fondo, de la angustia.
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El título, tan rotundo,
exige ser meditado. No se trata sencillamente de articular la memoria del padre
en las palabras que el dolor va decantando en sus versos. No, este libro no se
acoge simplemente al sagrado del género elegíaco. Se recoge en él mientras, en
el camino interior de su duelo, busca insomne acariciar los perfiles de la
ribera definitiva que el padre muerto ha dejado como su última huella en la
conciencia del hijo. El lector va descubriendo que no basta con el amor, que
consumarlo, en forma de una paradoja casi barroca, de intenso dramatismo
conceptual, consiste en dar alcance en la muerte a la plena realidad de los
muertos. “Somos nación en ella”, dice el poeta en el primer poema. Vida y
muerte, pérdida y herencia, trascienden los significados que la búsqueda poética
habrá de afrontar de un modo radicalmente nuevo: “todo otro, más ardiente”. Lo
otro: la sangre, los números, el alfabeto.
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En una entrevista
reciente Álvaro Petit afirma que “el pórtico a la madurez es la propia
muerte”. La muerte del padre empuja a su umbral: “Ahora soy tu muerte / y el
presagio de la mía // y apenas alcanzo a contenerme”. Con ella muere en
nosotros algo que, como una luz apenas intuida, sólo puede arrancarnos un lamento: “en que nada de lo que tú eres he tocado”. Es preciso releer la
última sección, “Alcanzar a los muertos”, para percibir esta dimensión
entretejida de la experiencia personal y la reflexión compartida: “Lograr el
amor es alcanzar la muerte, / ser como ellos: dejar de ser para ser por
siempre, / morir en otros y serlo todo en todas las cosas”.
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Jorge Freire escribe su prólogo
aludiendo a la polémica platónica entre poetas y filósofos. El poeta, al crear,
engendra en la belleza y, al engendrar, anticipa su descendencia. “Poiesis
es, más bien, una progenie”, sentencia. Freire apunta en el caso de Petit los
nombres de fray Luis, Cernuda y Bousoño, con reminiscencias de Unamuno y Wilde.
Yo, que lo veo muy vasco y andaluz, percibo también, entre ecos de las lecciones
sonoras que la poesía española de posguerra había heredado del 27, la tensión
de las figuras afectivas y de pensamiento con que sus principales poetas quisieron
saturarlas, como si la apasionada contención de Luis Rosales se hubiera fundido
en la rigurosa furia del primer Blas de Otero. Cada una de las secciones de que
está compuesto el libro – “En la muerte del padre”, “Oficio de tinieblas”, “Poemas
de la casa sola”, antes de concluir con la citada “Alcanzar a los muertos”-
constituyen un paso – una estación- de ese itinerario indesligable que
transita entre la elegía y lo existencial, entre lo que la palabra debe descubrir
de nuevo, ciega, sin descanso, y lo que la vida (y la muerte) sostienen, transparentes, deslumbradas, en ella.
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Dada la naturaleza
monástica de este blog, no puedo concluir esta insignificante reseña sin
aludir a la lectura de un salmo que cada viernes en la hora de Completas me
alcanzaría con una seriedad indescifrable si no fuera un consejo evangélico la oración continua: “¿Harás tú
maravillas por los muertos? (Pausa) / ¿Se alzarán las sombras para darte
gracias? // ¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia, / o tu fidelidad en el
reino de la muerte? // ¿Se conocen tus maravillas en la tiniebla, / o tu
justicia en el país del olvido? // Pero yo te pido auxilio, Señor; por la mañana
irá a tu encuentro mi súplica” (Sal 87,11-14). En esa “Pausa” está contenido
acaso el núcleo de nuestra humanidad. Es la pausa que abre el interrogante de
la poesía comprometida con la música del (sin)sentido que define nuestra
naturaleza frágil e indeclinable. Es la pausa que, adversativa, no se cansa de elevar
una súplica y un canto, el conato de una confianza indesmayable nunca extinguida
del todo y siempre inflamada. Abrumada o perpleja, es la pausa de la respiración
que un libro como el de Álvaro Petit se esfuerza en serenar.
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